– Lo comprendo. No intentaré modificar lo que piensa de su madre.

Harry sonrió sin alegría.

– No, no lo harías. Eres bondadosa y leal con las personas que quieres, ¿no es cierto? Fue uno de los motivos que consideré para casarme contigo. Espero que te encariñes con mi hija.

– Desde luego que lo haré -Augusta se miró las manos enguantadas, enlazadas sobre el regazo-, y espero que ella me quiera también a mí.

– Es una niña obediente y hará lo que se le ordene. Sabe que serás su nueva madre y te mostrará el mayor de los respetos.

– El respeto no es lo mismo que el cariño. Se puede obligar a una niña a guardar respeto y buenos modales, pero no se puede obligar a nadie a querer, ¿no crees? -Le lanzó una mirada significativa-. Es el mismo caso de una esposa o un marido.

– Me conformaré con el respeto y los buenos modales, tanto de mi esposa como de mi hija -replicó Harry-, y además, espero la máxima lealtad. ¿He sido claro?

– Por supuesto que sí. -Augusta volvió a manosear la trencilla de su traje-. Sin embargo, he intentado decirte desde el principio que no puedo prometerte ser un modelo de perfección.

Harry esbozó una sonrisa grave.

– Nadie es perfecto.

– Me alegra que lo comprendas.

– Con todo, espero que hagas sinceros esfuerzos en ese sentido -agregó Harry con tono cortante.

Augusta alzó la mirada.

– ¿Estás burlándote de mí?

– Por Dios, no, Augusta. Soy un estudioso aburrido y prosaico, y carezco por completo de la ligereza suficiente para permitirme semejante frivolidad.

Augusta frunció el entrecejo.

– Estás burlándote, Harry. Me gustaría preguntarte algo.

– ¿Qué?

– Dijiste que no tolerarías el engaño por parte de una esposa, pero yo no he sido por completo sincera contigo. No te conté el asunto de la estúpida deuda de juego con Lovejoy.

– No fue un engaño deliberado. Actuaste según tu costumbre, de manera precipitada, en defensa del honor de los Ballinger de Northumberland y, por supuesto, te metiste en problemas.

– ¿Por supuesto? Mira, Harry…

– Si tuvieses un mínimo de sentido común, no me recordarías el incidente. Trato de olvidarlo.

– Será difícil olvidarlo teniendo en cuenta que el «incidente», como tú lo llamas, tuvo como consecuencia que te vieras obligado a casarte conmigo.

– Augusta, tarde o temprano me habría casado contigo. Ya te lo dije.

Perpleja, la joven lo miró.

– Pero, ¿por qué? Todavía no lo comprendo, habiendo otras candidatas más apropiadas en tu lista.

Harry la contempló durante largo rato.

– Al contrario de lo que opinan casi todos, mis principales exigencias en una esposa no son los modales impecables y un comportamiento intachable.

Sorprendida, Augusta abrió los ojos.

– ¿No?

– Los modales de Catherine eran perfectos; pregúntale a cualquiera que la haya conocido.

Augusta frunció el entrecejo.

– Si no se trata de la perfección en los modales y en la conducta, ¿qué es lo que buscas en una esposa?

– Tú misma lo dijiste la noche que te sorprendí en la biblioteca de Enfield: todo lo que quiero es una mujer genuinamente virtuosa.

– Sí, lo sé. Mas sin duda, para alguien como tú, la virtud femenina va de la mano con el respeto por el decoro.

– No necesariamente, aunque admito que sería conveniente. -Harry adoptó una expresión pesarosa-. La virtud de una mujer se basa en su capacidad de ser fiel. He observado que, si bien tienes la desdichada tendencia a ser impetuosa y cabeza dura, eres una joven leal. Tal vez, la más leal que conozco.

– ¿Yo? -Augusta se sorprendió ante la afirmación.

– Sí, tú. No escapa a mi observación que has demostrado gran fidelidad a tus amigos, como a Sally, y también al recuerdo de los Ballinger de Northumberland.

– Como si fuese un perrito…

El conde sonrió ante el tono indignado.

– Me gustan los perritos.

La flamante esposa alzó la barbilla, echando chispas por los ojos.

– Pues en mi opinión, señor mío, la lealtad es como el amor. No puede comprarse con una sortija de bodas.

– Al contrario. Eso ha sido lo que he hecho hace unas horas -dijo el hombre sin inmutarse-. Augusta, será conveniente que recuerdes que no me importa esa emoción a la que llamas amor. Pero espero de ti el mismo respeto y la lealtad que guardas hacia otros miembros de tu familia, presentes o en el recuerdo.

Augusta se irguió orgullosa.

– ¿Y obtendré yo lo mismo a cambio?

– Puedes estar segura. Cumpliré con mis deberes como marido. -En los ojos de Harry brilló una promesa sensual.

Entrecerrando los ojos, Augusta se negó a dejarse llevar por la provocación.

– Muy bien, señor mío, seremos leales. Pero eso será todo, hasta que yo decida otra cosa.

– Augusta, ¿qué demonios significa esta enigmática afirmación?

Decidida, Augusta volvió el rostro hacia la ventanilla.

– Que en tanto tú no valores el amor, no te lo brindaré yo. -Lo obligaría a comprender que en el matrimonio tenía que haber algo más que un frío intercambio de lealtades.

– Haz lo que te plazca -replicó Harry encogiéndose de hombros.

La joven, abatida interiormente, le lanzó una rápida mirada de soslayo.

– ¿No te importaría que no te amase?

– No, mientras cumplieses tus responsabilidades de esposa.

Augusta se estremeció.

– Eres muy frío. No lo había comprendido. En realidad, al ser testigo de tus últimas acciones, comenzaba a esperar que pudieras ser impetuoso como cualquier Ballinger de Northumberland.

– Nadie es tan impetuoso y temerario como un Ballinger de Northumberland -dijo Harry-. Y yo, menos que nadie.

– Qué pena. -Augusta abrió el bolso y sacó el libro que había llevado para leer en el viaje. Lo abrió y fijó la vista en la página que tenía delante.

– ¿Qué estás leyendo? -preguntó Harry con suavidad.

– Su último libro, señor mío. -No se dignó a levantar la vista-. Observaciones sobre la «Historia de Roma» de Livy.

– Me imagino que te resultará bastante aburrido.

– En absoluto. He leído sus restantes obras y me han parecido muy interesantes.

– ¿Lo dices en serio?

– Sí, si se pasa por alto una evidente deficiencia que se observa en todas ellas -concluyó.

– ¿Deficiencia? ¿Qué deficiencia, puedes explicármelo? -Harry estaba alterado-. ¿Y puedo preguntarte quién eres tú para opinar? No creo que seas una estudiosa de los clásicos.

– No es necesario estudiar a los clásicos para hallar esa persistente falta en sus obras, milord.

– ¿Sí? Querida mía, ¿por qué no me dices, pues, en qué consiste esa falta?

Augusta alzó las cejas y lo miró a los ojos sonriendo con dulzura.

– Lo que más me molesta en tus trabajos es que en todos ellos dejas de lado el papel y la contribución de las mujeres.

– ¿Las mujeres? -Harry la miró perplejo pero se recobró inmediatamente-. Las mujeres no hacen historia.

– He llegado a la conclusión de que prevalece esa opinión porque en su mayor parte la historia está escrita por hombres como tú -dijo Augusta-. Por alguna razón, los escritores han decidido ignorar las aportaciones femeninas. Me di cuenta cuando quise decorar el salón del Pompeya, me resultó muy difícil encontrar la documentación que necesitaba.

– ¡Dios, no puedo creer lo que estoy oyendo! -Harry gimió. Era demasiado. Era la suya una mujer demasiado emotiva que leía, entre otros, a Scott y a Byron. Luego, a pesar de sí mismo, sonrió-. Algo me dice que aportarás un cambio interesante a mi hogar.

Graystone, la mansión que dominaba la propiedad en tierras de Dorset, era una construcción tan sólida e imponente como el dueño. Era un edificio clásico de grandiosas proporciones que se cernía sobre los jardines impecablemente mantenidos. El sol moribundo de las últimas horas de la tarde resplandecía en las ventanas mientras el coche se acercaba por el sendero zigzagueante.


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