– ¡Caramba, Harry! Déjame inmediatamente. ¿Qué va a pensar Meredith? -Augusta, acurrucada entre los brazos de su esposo, lo miró con aire de reproche.
– Señora esposa, ¿desde cuándo te preocupa tanto el pudor?
– Me preocupa cada vez más desde que tengo una hija -refunfuñó Augusta.
Harry estalló en carcajadas.
Esa noche Harry abrió la puerta que comunicaba su dormitorio con el de Augusta y la halló sentada ante el tocador. La doncella la ayudaba a acostarse.
– Gracias, Betsy -dijo Augusta con los ojos fijos en la imagen de Harry en el espejo.
– De nada, señora. Buenas noches, señor. -Betsy adoptó una expresión complacida y comprensiva mientras se inclinaba y salía.
Augusta se levantó con una sonrisa vacilante. Se le abrió la bata y Harry vio un camisón de finísima muselina. Los pechos suaves de su esposa alborotaban la sutil tela. Bajó la mirada y descubrió el triángulo oscuro que coronaba los muslos. De súbito, tuvo dolorosa conciencia de su excitación.
– Habrás venido a buscar el poema -dijo Augusta. Harry negó con la cabeza y su rostro se iluminó con una lenta sonrisa.
– Señora, el poema puede esperar. He venido a por ti.
CAPÍTULO XIII
Augusta se incorporó en la cama, el cuerpo aún tibio por el amor de Harry. Encendió la vela y la llevó hasta el tocador. En la cama, Harry se removió.
– Augusta, ¿qué haces?
– Busco el poema de Richard. -Abrió el cofrecito donde guardaba el collar de su madre y el pliego que conservaba desde hacía dos años.
– Eso puede esperar hasta mañana. -Harry se apoyó sobre un codo y la contempló con los ojos entrecerrados.
– No. Quiero dártelo ahora mismo. -Le llevó el pliego de papel-. Aquí está. Léelo.
Harry recogió el papel; sus cejas oscuras se unieron en el entrecejo.
– No creo que pueda sacar nada en limpio con un vistazo. Necesito estudiarlo.
– Harry, eso es una tontería: no se trata de un asunto de Estado. Es una insignificancia. Cuando mi hermano me pidió que lo guardara estaba muriendo y, tal vez, sufriera alucinaciones en su agonía.
Harry la miró y Augusta calló. Suspiró, se sentó al borde de la cama y contempló las terribles manchas del papel. Conocía de memoria los versos.
La telaraña
Contemplad a los bravos jóvenes que juegan sobre la telaraña.
Ved cómo brillan sus sables de plata.
Se reunieron en número de tres para tomar el té y regresaron a servir la cena del amo.
Que come entre las sedosas hebras y bebe la sangre generosa de los jóvenes.
Y dedica tiempo a las tres y a las nueve, hasta que la luz se apaga.
Ahora, todos son pocos y pocos son alguno.
La araña juega una mano de cartas y advierte que ha ganado.
Cuenta veinte y no tres, y tres y no uno, hasta que descubras el resplandor.
Tensa, Augusta aguardó a que Harry releyera el poema. Cuando terminó, volvió a mirarla con intensa y fría expresión inquisitiva.
– Augusta, después de que te lo diera tu hermano, ¿se lo has enseñado a alguien?
Augusta asintió.
– Pocos días después de que asesinaran a Richard, vino a hablar un hombre con tío Thomas. Pidió ver las pertenencias de mi hermano y tío Thomas lo remitió a mí. Y le di el poema.
– ¿Qué dijo?
– Sólo le interesaron los documentos que se hallaron sobre el cadáver de Richard. Entonces comenzó a especular con la posibilidad de que hubiese estado vendiendo información a los franceses. Quedó de acuerdo con mi tío en que el asunto debía silenciarse.
– ¿Recuerdas el nombre de ese sujeto?
– Se llamaba Crawley.
Disgustado, Harry cerró los ojos un instante.
– Crawley, sí, un bufón torpe y estúpido. No me extraña que cerraran la investigación.
– ¿Por qué dices eso?
– Crawley fue un tonto.
– ¿Sí? -Augusta frunció el entrecejo.
– Murió hace unos años. No sólo era idiota sino que tenía una idea trasnochada de la inteligencia militar. La consideraba una tarea inadecuada e indigna de un auténtico caballero. En consecuencia, conocía muy poco del proceso y no habría reconocido un mensaje codificado ni que lo hubiera tenido ante sus narices. Maldito sea.
Augusta dejó el candelabro y apoyó la barbilla sobre las rodillas levantadas.
– ¿Crees que el poema está en clave?
– Es muy posible. Por la mañana lo examinaré con detalle. -Harry volvió a plegar con cuidado el papel.
– Aunque fuese un mensaje cifrado, sería posible que Richard tuviera intenciones de pasarlo a un agente inglés y no a un francés.
Harry dejó el poema sobre la mesilla de noche.
– Augusta, eso no importa. A nosotros no nos importa. No me preocupa lo que hiciera tu hermano hace dos años. Jamás te juzgaría a ti por sus acciones. ¿Me crees?
La joven asintió sin apartar la mirada de los ojos de su esposo.
– Te creo. -Aliviada, comprendió que Harry sería en extremo escrupuloso. No culparía a su esposa por actos de otros miembros de la familia.
– Estás helada, Augusta. Ven aquí bajo las sábanas. -Harry apagó la vela y atrajo a su esposa a sus brazos.
Harry permanecería despierto largo rato abrazándola. Ella tampoco pudo dormir. Su mente daba vueltas sin cesar a la pregunta: «¿Habré hecho bien dándole el poema a Harry?».
Poco después del amanecer, se removió inquieta, en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia. Sintió que Harry se levantaba con sigilo de la cama, pero no dio la vuelta ni abrió los ojos.
Oyó el crujido del papel cuando Harry cogió de la mesilla de noche la hoja del poema. Luego la puerta de la habitación se abrió y cerró de nuevo con suavidad.
Augusta se obligó a quedarse en cama hasta que apareció en el cielo la primera luz del alba y entonces se levantó y preparó para el largo día que la esperaba.
Tras un vistazo por la ventana, comprobó que la jornada llegaba cubierta por una oscura y densa capa de nubes que prometía lluvia.
Harry acudió al desayuno el tiempo necesario para servirse huevos y carne que había sobre el aparador y luego desapareció hacia el estudio. Dirigió unas pocas palabras a su esposa y a su hija. Parecía intensamente concentrado y toda la familia vibró en la misma cuerda; era evidente que los habitantes de la casa ya conocían aquel humor.
– Papá se pone así cuando trabaja en sus manuscritos -le explicó Meredith a Augusta mirando a la madrastra con una expresión sincera y ansiosa en sus claros ojos grises-. No creas que todavía está enfadado contigo.
– Comprendo. -Augusta sonrió a pesar de sus propias preocupaciones-. Lo tendré presente.
– Dentro de tres días llegarán los invitados, ¿no es cierto? -preguntó Meredith. Un matiz de ansiedad traicionaba la seriedad de su expresión.
– Así es. Esta tarde vendrá la señorita Appley a probarte los vestidos. Recuérdale a la tía que tiene que abreviar las lecciones. Estaremos las tres atareadas con la modista.
– Se lo diré, Augusta. -Meredith se levantó de la mesa y se fue corriendo al cuarto de estudio.
Sola en el pequeño comedor, Augusta sorbió el café en silencio. Leyó las cartas que habían llegado esa mañana y luego uno de los periódicos de Londres que acompañaban el correo. Cuando terminó, preguntó al mayordomo y al ama de llaves si consideraban necesario contratar personal auxiliar para la fiesta.
La puerta de la biblioteca permaneció cerrada toda la mañana. Cada vez que pasaba por el vestíbulo de la planta baja, la mirada de Augusta se dirigía hacia esa puerta. El silencio que emanaba del refugio de Harry se fue haciendo insoportable. No podía dejar de imaginar cuál sería la conclusión sobre Richard a consecuencia del terrible poema.
Cuando ya no pudo soportarlo, Augusta ordenó que le ensillaran la yegua y fue a ponerse ropa de montar. Al volver a bajar al vestíbulo principal, el mayordomo le dirigió una mirada afligida.