Augusta rió y el rostro de su prima se cubrió de un adorable tono rosado.

– El otro día, Meredith y yo tuvimos una interesante conversación sobre temas históricos, ¿no es así, Meredith?

Meredith se iluminó. Los ojos serios de la niña se encendieron con un brillo familiar parecido al del padre cuando se embarcaba en una conversación sobre el tema.

– Oh, sí -se apresuró a afirmar la niña-. Augusta me hizo pensar en los antiguos héroes de la mitología griega y romana.

Sir Thomas lanzó una mirada fugaz a Augusta, se aclaró la voz y dirigiéndose a la niña, preguntó:

– ¿Y de qué se trata, querida?

– Pues de que los héroes de la mitología se habían visto abocados a menudo a dirimir sus diferencias con alguna mujer. Según Augusta, los clásicos contaron con mitos femeninos tan relevantes como los hombres. Dice que no sabemos casi nada de las mujeres de la antigüedad. La tía Clarissa opina igual.

Un incómodo silencio recibió el inesperado comentario.

– ¡Buen Dios! -musitó sir Thomas-. No lo había pensado: qué idea tan peculiar.

Contemplando a Augusta, Harry alzó las cejas.

– Debo admitir que jamás se me ocurrió contemplar las cosas desde ese ángulo.

Meredith asintió con gravedad.

– Papá, piensa en los monstruos femeninos a quienes se enfrentaron algunos héroes: la Medusa, Circe, las sirenas y tantas otras.

– Y las amazonas -intervino Claudia, pensativa-. Los antiguos griegos y romanos estaban obsesionados por derrotar a las amazonas, ¿no es así? Es un tema a tomar en consideración. Siempre se nos dijo que las mujeres éramos el sexo débil.

Peter rió, con expresión maliciosa.

– Por mi parte, nunca he menospreciado la habilidad de las hembras de nuestra especie de convertirse en adversarias de cuidado.

– Tampoco yo -añadió Harry con suavidad-. Sin embargo, prefiero a las mujeres que se comportan de manera amistosa.

– Sí, claro que sí -dijo Augusta, alegre-, de ese modo es más fácil.

Sir Thomas, muy concentrado, fruncía el entrecejo.

– Graystone, yo diría que es una idea interesante. Excéntrica, pero interesante. Lo hace a uno pensar qué poco conocemos a las mujeres de la antigüedad clásica. Y, por supuesto, han sobrevivido muchos poemas.

– Por ejemplo, los bellos poemas de amor de Safo -propuso Augusta, en tono despreocupado.

Harry le lanzó una mirada suspicaz.

– Querida mía, no sabía que leyeras ese tipo de cosas.

– Ya conoces mi naturaleza festiva.

– Pero, ¿Safo?

– Compuso versos muy bellos acerca del sentimiento del amor.

– Maldición, de acuerdo con lo que sabemos, escribió la mayoría de esos poemas inspirada en otras mujeres… -Harry se interrumpió, advirtiendo la expresión fascinada de Meredith.

– Los sentimientos engendrados por el amor genuino son universales -dijo Augusta, pensativa-. Tanto los hombres como las mujeres pueden sucumbir a ellos. ¿No crees?

Harry se puso ceñudo.

– Yo creo -dijo con gravedad- que ya es suficiente.

– Por supuesto. -Augusta se distrajo ante la aparición de una recién llegada-. ¡Ahí está la señorita Fleming! ¿No está impresionante esta noche?

De manera automática, todas las miradas convergieron hacia Clarissa, que observaba inquieta el salón atestado de gente. Llevaba el vestido del color intenso de las amatistas que Augusta había elegido y el cabello recogido en un moño clásico, sujeto por una cinta. Adoptaba una pose erguida, orgullosa, los hombros echados hacia atrás, la barbilla levantada, como si se dispusiera a afrontar una situación social embarazosa.

– ¡Buen Dios! -murmuró Harry, bebiendo un sorbo de vino-. Hasta ahora, nunca había vito a tía Clarissa de semejante guisa.

Sir Thomas no le quitaba los ojos de encima.

– Augusta, ¿quién dices que es?

– Una pariente de Graystone. Una mujer muy inteligente, tío. Está investigando el tema que estábamos comentando.

– ¿En serio? Me interesaría hablar con ella al respecto.

Augusta sonrió, complacida por la reacción de su tío.

– Si me lo permiten iré a buscarla.

– Por supuesto -se apresuró a decir sir Thomas.

Augusta se separó del grupo y se encaminó hacia la entrada para atrapar a Clarissa antes de que la mujer se desanimara y volviese corriendo a su habitación.

– Augusta, este encuentro está resultando de lo más entretenido -afirmó Claudia a la noche siguiente, mientras salían del salón repleto de gente en busca de aire fresco e intimidad-. La excursión a Weymouth ha sido muy divertida.

– Gracias.

En el salón, los músicos arrancaron con una danza folclórica y los invitados se lanzaron a bailar con entusiasmo. Frente a la asistencia de los elegantes visitantes de Londres, la gente de la región, ataviada con los coloridos atuendos tradicionales, no iban a la zaga. Habían sido invitados los vecinos de Graystone y Augusta había dispuesto un espléndido buffet, que incluía champaña en abundancia. Consciente de que era la primera vez en muchos años que se realizaba un evento de tal magnitud en la mansión, lo quería todo perfecto y para sus adentros se regocijaba con los resultados. Era evidente que la hospitalidad bullía en su sangre.

– Estoy encantada de que tío Thomas y tú hayáis podido venir a Dorset. -Augusta se detuvo junto a una fuente circular de piedra y aspiró con fruición el aire fresco de la noche-. Durante mucho tiempo he querido encontrar el modo de agradeceros todo lo que habéis hecho desde que murió Richard.

– Por favor Augusta, no es necesario.

– Habéis sido muy bondadosos conmigo. No estoy segura de haberos expresado mi gratitud en la medida que correspondía, ni tampoco puedo compensaros.

Claudia contempló el agua oscura de la fuente.

– Augusta, nos has compensado en una forma que tú ni siquiera imaginas. Ahora lo comprendo.

Augusta levantó la mirada.

– Es muy amable lo que dices, prima, pero bien sabemos que he representado siempre una molestia.

– Nunca. -Claudia sonrió con dulzura-. Tal vez seas excéntrica, imprevisible y, en ocasiones, inquietante, pero jamás una molestia. Siempre has animado la vida y, de no haber sido por ti, yo nunca me habría presentado en sociedad. Tampoco habría concurrido al Pompeya ni conocido a lady Arbuthnot -hizo una pausa-, o a Peter Sheldrake.

– Ah, sí, el señor Sheldrake. Claudia, te aseguro que está deslumbrado por ti. ¿Y tú?

Claudia clavó la mirada en las puntas de las sandalias de satén y al alzar el rostro se topó con la expresión inquisitiva de su prima.

– Augusta, me parece encantador, pero no sé por qué. En ocasiones, sus halagos son demasiado ardientes para resultar decorosos, y a menudo me enfurece con sus bromas. Pero estoy convencida de que bajo esa apariencia negligente que ofrece al mundo, existe un hombre inteligente. Percibo un carácter serio que él se esfuerza en ocultar.

– No lo dudo. A fin de cuentas, es amigo íntimo de Graystone. Me agrada el señor Sheldrake, Claudia. Tengo la sensación de que te beneficiaría… Así como tú a él. Necesita la influencia de una mujer equilibrada y serena como tú.

La boca de Claudia se curvó en una sonrisa maliciosa.

– ¿Acaso sostienes la teoría de que los opuestos se atraigan?

– Ciertamente: observa mi situación. -Augusta frunció la nariz-. Es imposible hallar dos personas tan diferentes como Graystone y yo.

– Eso es lo que parece. -Claudia le lanzó una mirada interrogante-. Prima, ¿eres feliz?

Augusta dudó: no quería entrar en detalles de lo que sentía por Harry y su matrimonio. Todavía era demasiado complejo, demasiado nuevo, y aún había muchos anhelos que la mantenían desvelada en las oscuras horas que precedían el amanecer. No sabía si alguna vez lograría de Harry todo lo que deseaba, ni si el conde llegaría a amarla como lo amaba ella, o cuánto tiempo la observaría en silencio para ver cuándo incurría en una falta, como la anterior condesa de Graystone.


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