Era suficiente para afligir a un esposo inteligente y precavido.

Estaba concentrado en esa serie de argumentos que lo justificaban cuando la punta de su bota chocó con un objeto blando sobre la hierba. Miró y vio un guante.

– Debe de habérsele perdido a alguno de los invitados. -Al levantar el guante, Harry vio el brillo de unas botas entre los arbustos, y al lado, unas sandalias de satén azul claro-. Creo que sabrá exactamente dónde lo perdió.

– Harry, ¿qué sucede? -Augusta se volvió y al ver las botas y las sandalias celestes, ahogó una risita y sonrió.

Peter Sheldrake ahogó un juramento y salió de entre los arbustos, con el brazo enlazado en torno de Claudia, que lucía un intenso sonrojo. Intentaba desesperadamente acomodar la manguita del vestido en su lugar.

– Graystone, ese guante es mío. -Sheldrake tendió la mano sonriendo con malicia.

– Eso creía -dijo Harry entregándole el guante.

– En estas circunstancias, vas a ser el primero en enterarte -dijo Sheldrake sin inmutarse, mirando a Claudia mientras se ponía el guante-. La señorita Ballinger acaba de consentir en comprometerse conmigo. Antes de que partamos a Londres, hablaré con su padre.

Augusta lanzó un chillido extasiado y le abrió los brazos a su prima.

– ¡Oh, Claudia, es maravilloso!

– Gracias -logró decir Claudia tratando todavía de acomodarse el vestido-. Espero que papá lo apruebe.

– Por supuesto. -Augusta retrocedió, sonriendo encantada-. El señor Sheldrake y tú, ya lo sabía yo.

Harry la miró y de súbito recordó su comentario cuando bailaban el vals.

– Querida, ¿acaso se trata del famoso proyecto que comentabas?

– Sí, claro. Ya sabía yo que Claudia y el señor Sheldrake se entenderían. Piensa lo práctico que resulta este matrimonio desde el punto de vista de mi prima.

– ¿Práctico? -preguntó Harry alzando una ceja.

– Por supuesto. -Augusta sonrió con exagerada dulzura-. Claudia no sólo ganará un marido apuesto y galante, sino también un mayordomo muy bien preparado.

Se hizo un silencio tenso y a continuación Sheldrake lanzó un gemido. Harry sacudió la cabeza reconociendo, aunque a desgana, la perspicacia de su esposa.

– Te felicito, querida -dijo con sequedad-. En su papel de mayordomo, Sheldrake logró engañar a gente muy observadora.

Claudia abrió con sorpresa los ojos:

– ¡Scruggs! -Dio la vuelta y lo miró-: Tú eres el Scruggs del Pompeya. Ya sabía yo que te conocía. ¿Cómo te atreviste a engañarme así, Peter Sheldrake? ¡Qué treta más sucia y engañosa! Tendría que avergonzarse, señor.

Peter se encogió y lanzó a Augusta una mirada amarga.

– Claudia, querida, sólo representaba a Scruggs para ayudar a una vieja amiga.

– Podrías habérmelo dicho. ¡Y pensar en lo grosero que fuiste conmigo en el papel de Scruggs…! ¡Podría estrangularte! -Claudia se irguió, orgullosa-. Déjeme decirle a usted que no estoy segura si deseo seguir prometida a un caballero de tan pésimos modales.

– Claudia, sé razonable. Era sólo un juego insignificante.

– Me debe una disculpa, señor Sheldrake -replicó Claudia con fiereza-. Espero que se ponga de rodillas y me pida perdón. De rodillas, ¿me oye?

Claudia se sujetó las faldas y corrió hacia la mansión.

Peter se volvió hacia Augusta, que se ahogaba de risa.

– Bueno, señora, espero que esté satisfecha con la travesura de esta noche. Al parecer, acabó mi compromiso antes de comenzar.

– En absoluto, señor Sheldrake. Sólo tendrá que esforzarse un poco más en cortejar a mi prima. Se merece una disculpa. Y podría agregar que yo tampoco estoy muy complacida con usted. Cuando recuerdo lo gentil que fui con usted cada vez que se quejaba de reumatismo, me enfurezco.

Peter contuvo otra maldición.

– Bueno, desde luego ya obtuvo venganza.

Harry cruzó los brazos sobre el pecho, divertido ante la disputa.

– ¿Puedo saber cuándo se dio cuenta de que fuera Scruggs? -preguntó Peter en tono gruñón.

Augusta sonrió, traviesa.

– La noche que nos condujo a Graystone y a mí a través de Londres durante tanto rato. Reconocí su voz cuando trató de disuadir a Harry.

– Señora, ahora que se encuentra felizmente casada, tendría que agradecerme el haber hecho de cochero esa noche -replicó Sheldrake-. Debería sentir gratitud y no un mezquino deseo de venganza.

– Eso es discutible -dijo Augusta.

– ¿Le parece? Bueno, permítame decirle que…

– ¡Basta! -interrumpió Harry al advertir que no le agradaba el sesgo que tomaba la discusión. Lo último que quería era que Augusta recordara cómo había sido obligada a un matrimonio apresurado a causa de lo sucedido aquella noche. Ya tenía suficientes problemas en contra-. Comenzáis a recordarme a un par de críos y tenemos invitados que atender.

Peter murmuró por lo bajo:

– Tengo que pensar en una disculpa. ¿Hablaría Claudia en serio cuando mencionó lo de arrodillarse?

– Sí, eso creo -le aseguró Augusta.

De pronto, Peter rió.

– Siempre supe que, bajo esa fachada tan angelical, Claudia escondía un gran coraje.

– Desde luego -dijo Augusta-. Si bien Claudia no es de Northumberland, sigue siendo una Ballinger.

Mucho rato después, cuando la casa ya estaba a oscuras y silenciosa, Harry se dejó caer en un sillón en su dormitorio y pensó en el verdadero motivo por el que no quería que Augusta fuese a Londres.

Tenía miedo de que en Londres encontrara quienes la alentaran en su tendencia a la temeridad; de que, a pesar de que hubiese finalizado la temporada, de todos modos se sumergiera en el remolino de actividades y placeres de que había disfrutado antes de casarse; de que hallara en la ciudad a un compañero más apropiado para una mujer apasionada que el individuo con el cual se había casado. Sin embargo estaba seguro de que, aunque eso sucediera, honraría los votos conyugales pasara lo que pasase: era una mujer de honor.

Comprendió entonces que había conseguido lo que deseaba: una mujer fiel, aunque su corazón perteneciera a otro.

Sí, poseía la lealtad de Augusta y su dulce cuerpo, pero ya no le bastaba. «Ya no me basta.» Harry miró hacia la noche al tiempo que abría con cautela aquella puerta que guardaba cerrada. Por un instante, echó una breve mirada hacia esa oscuridad hambrienta y desesperada y luego la cerró de golpe, no sin antes comprender algo que hasta entonces no había querido aceptar.

Por primera vez admitía que anhelaba el corazón salvaje y apasionado de Augusta Ballinger tanto como su fidelidad.

– Harry.

Volvió la cabeza y vio que se abría la puerta del dormitorio para dar paso a Augusta, suave, dulce y atrayente con el camisón de muselina blanca.

– ¿Qué hay, Augusta?

– Siento haber armado tanto alboroto cuando me dijiste que tenías que ir a Londres. -Se abrió paso lentamente en el cuarto, la tela blanca flotando a su alrededor-. Comprendo que Meredith y yo te atemos en la ciudad y quizá tengas razón. Si resultáramos una fuente constante de preocupación, te restaríamos eficiencia y no quiero que ocurra. Sé que te gustaría descubrir a Araña.

El conde esbozó su lenta sonrisa y le tendió la mano.

– No es tan importante como otras cosas de la vida. Ven aquí, Augusta.

La mujer le dio la mano y él la alzó sobre su regazo abrazándola contra sí. Desprendía un aroma tibio, femenino y en extremo tentador. Sintió que su virilidad se erguía y comenzaba a empujar contra el muslo de Augusta.

Augusta se abrazó a él.

– Si piensas partir a primera hora de la mañana, debes olvidarte de esto -dijo con una risita suave.

– He cambiado de idea.

– ¿No saldrás mañana a Londres?

– No. -Olfateó la curva del cuello deleitándose en su tierna vulnerabilidad-. Dejaré a Sheldrake que comience la investigación. Meredith, tú y yo lo seguiremos pasado mañana, para que podáis hacer el equipaje y estar listas.


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