– Había algo dentro, creo. Bueno, la verdad es que no me fijé en nada concreto. Era una de esas bolsas marrones de Alfa Beta, y estaba en el suelo, a la derecha, nada más entrar.

– ¿Como si tu tía hubiera ido a comprar? ¿Te refieres a eso?

Se encogió de hombros.

– Por mí habría podido contener un kilo de jaco. No sé. Quizá fuera de quien estaba en el sótano.

– Hiciste mal en no llamar a la policía, aunque fuese de manera anónima. Habrían podido llegar antes de que la casa se incendiara.

– Sí, ya lo sé. Lo pensé después y me sentí muy mal por no haberlo hecho, pero la cabeza no me funcionaba bien.

Apuró la bebida no alcohólica, agitó el hielo del vaso y se introdujo un cubito en la boca. Oí cómo lo trituraba con los dientes. Sonó igual que cuando un caballo mastica una brida.

– ¿Recuerdas alguna otra cosa?

– No, creo que eso es todo. Cuando adiviné lo que pasaba, salí de la casa y me vine aquí en seguida.

– ¿Sabes qué hora era?

– La hora exacta, no. Cuando llegué aquí eran las nueve menos cuarto y entre que venía y buscaba sitio para aparcar debieron de pasar diez minutos. Anduve con la moto dos manzanas para que nadie me oyese arrancar. Serían las ocho y media más o menos cuando salí de la casa.

Negué con la cabeza.

– Las ocho y media, imposible. Querrás decir las nueve y media. La mataron después de las nueve.

Se apartó el vaso de la boca y me miró con desconcierto.

– ¿Cómo dices?

– Tu tío y la señora Howe dicen que hablaron con ella a las nueve y resulta que la policía recibió una llamada, de tu tía al parecer, a las nueve y seis minutos.

– Bueno, puede que me confundiera porque creí que eran las nueve menos cuarto cuando llegué aquí. Miré el reloj al entrar y luego le pregunté la hora a un colega y miró su reloj.

– Ya veremos si puede comprobarse -dije-. Por cierto, ¿qué parentesco hay entre Leonard y tú?

– Es hermano de mi padre, que es el menor de su familia.

– O sea que Lily Howe es hermana de los dos.

– Algo así.

Los tubos morados de neón empezaron a parpadear y los de color rosa se apagaron al cabo de unos instantes. El dueño exclamó, dirigiéndose a nuestra mesa:

– Cerramos dentro de diez minutos, Mike. Lamento interrumpir.

– Tranquilo, tío. Gracias.

Nos pusimos en pie y avanzamos hacia la puerta trasera. Mike no era mucho más alto que yo y me pregunté si pareceríamos hermanos o madre e hijo. No despegué los labios hasta llegar al parking.

– ¿Tienes idea de quién pudo matar a tu tía?

– No, ¿y tú?

Negué con la cabeza.

– Yo que tú limpiaría el cobertizo.

– Claro, claro. Ese fue el trato, ¿no?

Se acercó a su moto, se acomodó en ella y luego la puso en marcha.

– Oye, ¿sabes una cosa? Ya no recuerdo cómo te llamas.

Le di una tarjeta y subí a mi Cucaracha. Esperó a que me pusiera en camino para arrancar a su vez.

Quería olvidarme del caso durante el fin de semana porque no sabía qué hacer. El sábado por la mañana repasé los informes de la policía y añadí unas cuantas fichas a las que ya tenía en el tablón de anuncios, pero por el momento prefería arrinconarlo. A lo mejor el lunes obtenía respuesta a los anuncios que había puesto en los periódicos de Florida o puede que supiera algo del Registro de Vehículos de Tallahassee o Sacramento. Aún esperaba el billete de avión que Julia Ochsner me había enviado por correo y no podía por menos de desear que me aportara información, fuera cual fuese. Si no aparecía nada más, tendría que volver a empezar por el principio para ensayar otras directrices. Aún tenía que investigar en los veterinarios de la localidad para ver qué se sabía del gato.

Invertí unos minutos en llamar por segunda vez a las tres compañías de taxis. El encargado de Raya Verde con el que había hablado la vez anterior me dijo que aún no había podido consultar los ficheros. El dueño de Taxis Urbanos los había consultado sin encontrar nada y Ron Coachella de La Mejor no había llegado aún al trabajo, pero el encargado de turno me dijo que estaba al caer. Tanto trabajo para nada.

Me fui al despacho. No quería, pero no pude evitarlo. Me sentía incómoda, intranquila e insatisfecha. Me revienta que las cosas me salgan mal. La Fidelidad de California cerraba los fines de semana. Abrí y recogí el correo que habían dejado en el buzón de la puerta. En el envés de uno de los sobres figuraba el nombre de Julia Ochsner. Lo dejé en la mesa y me dispuse a escuchar los mensajes del contestador automático. No había más que uno y, por lo visto, acababan de dejarlo.

– Hola, Kinsey. Soy Ron Coachella, el de la compañía de taxis. Tengo la información que buscaba. La Mejor recogió a un usuario en Vía Madrina, número 2.097… vamos a ver… el 9 de enero a las diez y cuarto de la noche. El conductor era Nelson Acquistapace y su teléfono 555-6317. Le he dicho que usted lo llamará. Tengo en mi poder la hoja de ruta y puede venir cuando quiera para hacer una fotocopia y enseñársela. Puede que veinte dólares le refresquen la memoria, ya me entiende. Por lo demás, no se olvide -canturreó-: «El servicio mejor con La Mejor» -y colgó.

Sonreí. Apunté en un papel el nombre del taxista y su número de teléfono. Preparé la cafetera y abrí la carta de Julia. Escribía con caligrafía antigua y de sorprendente firmeza, con una cursiva clara, de ringorrangos vistosos y mayúsculas muy bien hechas. Me decía que me adjuntaba el billete, que las lluvias de junio caían con intensidad y que Charmaine Makowski había dado a luz un niño de cuatro kilos y medio la noche anterior y quería que todos supieran que no quería quedarse embarazada otra vez. Charmaine y Roland aún no le habían puesto nombre al niño y agradecían las sugerencias. Según Julia, casi todos los nombres propuestos hasta ahora eran una imbecilidad. Terminaba dándome muchos recuerdos.

Inspeccioné el billete, que venía dentro de un sobre de la TWA. Parecía haberse expedido en el aeropuerto de Santa Teresa, ida y vuelta de Santa Teresa a Los Ángeles y de Los Ángeles a Miami. Los cuatro comprobantes de vuelo se habían arrancado, pero quedaba el papel carbón. El billete se había pagado con tarjeta de crédito. Los cuatro comprobantes arrancados. Muy interesante. ¿Habría regresado a la ciudad en algún momento? De ser así, ¿por qué se había tirado el resto del billete al cubo de la basura de Pat Usher en Boca Ratón? Volví a consultar la lista de agencias de viaje y me esforcé por imaginar cuál utilizaría normalmente Elaine Boldt. Me decidí por Santa Teresa Travel, que se encontraba a unos pasos de la comunidad de propietarios de Vía Madrina. No era más que una corazonada, pero por algún sitio tenía que empezar. Marqué el número, y al ver que no contestaban supuse que la agencia permanecía cerrada los fines de semana.

Hice una lista de los indicios que podía seguir el lunes. Volví a inspeccionar el pasaje de avión. No vi la menor indicación de que el gato hubiera embarcado con ella, aunque no sabía cómo se hacían estas cosas. ¿Había que sacar también un billete para los gatos? Tendría que preguntarlo. Grapados al dorso del sobre había unos resguardos de equipaje, pero que estuvieran todavía allí no significaba gran cosa. En el aeropuerto de esta ciudad se recoge el equipaje sin que nadie compruebe los resguardos. Recordé que las maletas de Elaine eran muy llamativas, de piel de color granate y con la firma del fabricante impresa en grandes caracteres en el forro de tela. Yo las había admirado ya en una ocasión, pero después de pensármelo había preferido abrir una cuenta a plazo fijo.

Marqué el número de Nelson Acquistapace, el taxista de La Mejor. Estaba resfriado y en cama, pero me dijo que Ron le había explicado lo que yo quería. Tuvo que interrumpirse para sonarse dos veces.

– ¿Por qué no recoge la hoja de ruta y viene aquí? Vivo en Delgado, a media manzana de La Mejor -dijo-. Estaré en la parte trasera.


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