Abonamos la entrada y nos pusimos las orejeras de espuma para amortiguar el ruido. Yo me había llevado además unos auriculares para mayor protección. Ya había sufrido algunas lesiones en el aparato auditivo que esperaba no fueran permanentes. Con los tapones puestos, oía entrar y salir el aire por la nariz, fenómeno al que no presto mucha atención de ordinario. Me gustaba aquella paz. En el corazón de la misma escuchaba los latidos del mío como si dos pisos más abajo golpease alguien en un tabique de yeso.

Avanzamos hacia la línea de tiro, cubierta por una marquesina de unos diez metros de longitud. No había más que un hombre haciendo prácticas y empuñaba una pistola de competición Heckel und Koch del 45 que Jonah deseó con toda su alma en cuanto le puso los ojos encima. Los dos se pusieron a hablar del gatillo ajustable y de las miras ajustables mientras yo introducía ocho cartuchos en el cargador de mi pequeña herramienta. Esta automática sin marca la heredé de la mismísima tía soltera que se hizo cargo de mí al morir mis padres. Me enseñó punto y ganchillo cuando tenía seis años y cuando cumplí ocho me trajo a estas elevadas latitudes y me enseñó a tirar al blanco, atándome los brazos a una tabla de planchar que llevaba en el portaequipajes del coche. Nada más instalarme en su casa me había enamorado del olor de la pólvora. Me sentaba en los peldaños de cemento del porche de mi tía con un martillo y traca para pistolas de juguete y, armada de paciencia, golpeaba las diminutas cabezuelas hasta que estallaban y diseminaban su contenido aromático. Los peldaños quedaban cubiertos más tarde por un rocío de papelitos rojos y manchas grises de pólvora quemada del tamaño de un agujero de cinturón. Imagino que después de dos años de martilleo incesante pensó que ya era hora de enseñarme a tirar de verdad.

Jonah se había traído sus dos Coks y efectué algunos disparos con ambos, pero se me antojaron excesivos. Empuñar las cachas de nogal del Trooper era como palpar un mazacote de madera petrificada y el cañón de diez centímetros me impedía apuntar bien. El arma me saltaba en la mano igual que en esos reflejos automáticos que se producen cuando el médico nos golpea en la base de la rodilla, y cada vez que daba un brinco me venía a la cara un rebufo de pólvora. No me fue mejor con el Python, pero cuando volví a empuñar mi 32 fue como recuperar un placer familiar e inequívoco, igual que estrechar la mano de un viejo amigo.

A las cinco guardamos los pertrechos y nos dirigimos a un antiguo mesón de la época de las diligencias y que se alza en una hondonada umbría, no muy lejos del campo de tiro. Tomamos cerveza, comimos guisantes al horno con pan y charlamos de naderías.

– ¿Qué tal te va el caso? -me preguntó-. ¿Has llegado ya a alguna conclusión?

Negué con la cabeza.

– He descubierto algo que puede que necesite consultarte en otro momento, pero no ahora.

– Pareces derrotada -dijo.

Sonreí.

– Es mi forma favorita de joderme. Siempre quiero resultados rápidos. Me deprimo si no soluciono las cosas en un par de días. ¿Y cómo te va a ti? ¿Estás bien?

Se encogió de hombros.

– Echo de menos a las niñas. Antes pasaba los sábados con ellas. Te agradezco que me llamaras. Por lo menos he hecho algo, aparte de arrastrarme por los suelos.

– Sí, por los suelos estoy yo -dije.

Me palmeó la mano y me la apretó ligeramente. Fue un gesto breve y solidario y se lo devolví.

Lo dejé en su casa a eso de las siete y media y me fui a la mía. Ya estaba harta de preocuparme por Elaine Boldt, así que me senté en el sofá y me puse a limpiar la pistola; aspiré con fruición el olor del aceite; desmontarla, pasar el trapo y montarla otra vez fue una operación relajante. Luego me desnudé, me envolví en el edredón y me puse a leer un libro sobre huellas dactilares hasta que me venció el sueño.

El lunes por la mañana, camino del despacho, pasé por Santa Teresa Travel y hablé con una empleada llamada Lupe, esbelta como un gato y mezcla interesante de sangre negra y chicana. Tenía veintitantos años, piel cobriza y un pelo rizado y moreno con reflejos dorados que se adaptaba al perfil de la cara. Llevaba gafas pequeñas de cristal rectangular y vestía un elegante traje chaqueta azul marino, rematado por una corbata a rayas. Le enseñé el calco del pasaje de avión y dije lo que buscaba. No me había fallado la intuición. Hacía años que Elaine era cliente habitual del establecimiento, aunque a Lupe pareció desconcertarle el papel carbón. Deslizó las gafas hasta la punta de la nariz y se me quedó mirando. Tenía los ojos de un color oro mate, igual que los lémures, lo que le daba a la cara un rasgo exótico. Boca gordezuela, nariz pequeña y recta. Tenía las uñas largas y curvadas y parecían duras como el cuerno. Puede que en otra vida habitase en una madriguera. Devolvió las gafas a su sitio sin abandonar el talante pensativo.

– Bueno, no sé qué pensar -dijo-. Siempre nos ha encargado a nosotros los pasajes, pero éste se compró en el aeropuerto. -Rozó una punta del papel carbón y le dio la vuelta al billete para que yo pudiera ver el dorso. Me recordó a aquellas maestras de párvulos que sabían leer los libros ilustrados mientras los sostenían con las páginas abiertas hacia los alumnos-. Estos números quieren decir que lo extendió la compañía aérea y que se pagó con tarjeta de crédito.

– ¿Con qué tarjeta?

– American Express. Es la que suele utilizar, aunque es extraño. Había hecho una reserva… espera un momento. Voy a comprobarlo. -Tecleó unos números en su terminal y fue como si las uñas bailaran un zapateado sobre las teclas. El ordenador se puso a emitir líneas de caracteres verdes, como los de imprenta. Lupe se quedó mirando la pantalla-: Tenía reservada una plaza de primera clase para salir de Los Ángeles el 3 de febrero y otra para volver el 3 de agosto; el importe de ambos vuelos se abonó.

– Oí decir que se marchó por decisión espontánea -dije-. Si hizo la reserva durante el fin de semana, tuvo que hacerla a través de la compañía aérea, ¿no?

– Desde luego, pero no es lógico que se olvidara de los billetes que ya tenía. Aguarda un segundo, voy a ver si pasó a recogerlos. Puede que los canjeara.

Se puso en pie, se dirigió al archivador de la pared del fondo y empezó a mirar fichas. Cogió un sobre y me lo alargó. El sobre era de la agencia y contenía los pasajes y una guía. El nombre de Elaine estaba claramente impreso en el dorso.

– Mil dólares valen estos billetes -dijo Lupe-. Lo normal es que al llegar a Boca nos hubiera llamado para que le devolviéramos el importe.

Sentí un escalofrío.

– No estoy segura de que llegara -dije.

Estuve un minuto entero con los pasajes en la mano. ¿Qué era aquello? Busqué en el bolso y saqué el sobre de la TWA que Julia Ochsner me había mandado por correo. Los cuatro resguardos numerados del equipaje seguían grapados a la última hoja. Lupe me observaba. Pensé en el rápido vuelo que había hecho yo a Miami; había bajado del avión a las cinco menos cuarto de la madrugada y había pasado ante las taquillas de portezuela de cristal donde se almacenaban las maletas no recogidas.

– Por favor, ¿podrías llamar a Miami Internacional? -dije-. Se trata de reclamar un equipaje perdido, a ver qué responden.

– ¿Has perdido alguna maleta?

– Sí, cuatro. De cuero granate con forro gris. Con conteras en las esquinas y de tamaño escalonado, y además tengo la intuición de que una es en realidad un bolso de mano. Aquí están los resguardos. -Le pasé el sobre de la TWA por encima de la mesa y tomó nota de los números.

Le entregué mi tarjeta y dijo que me llamaría en cuanto supiese algo.

– Una pregunta más -dije-. ¿Era sin escalas el vuelo que tomó?

Lupe echó un vistazo al papel carbón y negó con la cabeza.

– Eso es lo malo. Que tuvo que hacer escala y cambiar de avión en San Luis.


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