– Bueno, ¿qué quiere saber?

– ¿Se acuerda de la mujer?

– Me acuerdo del abrigo. Y por supuesto también de la mujer que lo trajo. La señora Boldt, ¿no es eso?

– En efecto. ¿Sabría decirme cuándo la vio por última vez?

Volvió a posar los ojos en el abrigo. Practicó un corte. Se dirigió a una de las máquinas al tiempo que me hacía una seña para que le siguiese. Tomó asiento en un taburete y se puso a coser. Comprendí entonces que lo que me había parecido una Singer antigua era en realidad una máquina especial para coser artículos de piel. Juntó verticalmente los dos retales, con la piel hacia abajo, y los aseguró entre dos discos planos de metal, semejantes a dos dólares de plata unidos por el canto. Pespuntó los bordes de las piezas con la mano en la rueda mientras remetía la piel con habilidad para que la aguja no la perforase. La operación duró alrededor de diez segundos. Extendió la costura y la alisó por el revés con el pulgar. En la prenda había unos sesenta cortes parecidos, separados entre sí por centímetro y medio. Quise preguntarle qué era aquello, pero no quería distraerle.

– Vino en marzo y dijo que quería vender el abrigo.

– ¿Cómo supo que era suyo?

– Porque le pedí la factura de compra y la documentación. -Volvía a hablarme con un dejo de irritación, pero no le hice caso.

– ¿Dijo por qué quería venderlo?

– Porque se había cansado de él. Le apetecía más un visón, de color claro tal vez, y le dije que podía cambiarlo por otro abrigo, pero ella quería dinero contante y sonante y yo le dije que me lo pensaría. No me entusiasmaba la idea de comprar un abrigo usado. Por lo general no vendemos artículos de segunda mano. Nadie viene a comprarlos a este establecimiento y son más bien un engorro.

– O sea que hizo usted una excepción con ella.

– Pues sí, así fue. El caso es que el abrigo de lince estaba en perfectas condiciones y hacía años que mi mujer quería que le regalase uno. Tiene ya cinco abrigos, pero cuando vi aquel, me dije: contentemos a la parienta, qué caramba; total, por lo que va a costarme. La señora Boldt y yo regateamos y al final me lo quedé por cinco mil dólares, con lo cual salimos ganando los dos, sobre todo porque me quedé con el sombrero de complemento. Le dije que tendría que abonar la limpieza y los arreglos.

– ¿Por qué había que arreglarlo?

– Mi mujer no levanta ni metro y medio del suelo. Por si le interesa su estatura exacta, mide un metro cuarenta y siete, pero no se le ocurra decirle que yo se lo he dicho. Ella cree que es un defecto de nacimiento o algo así. ¿No se ha fijado? Las mujeres bajas piensan todas lo mismo. Al llegar a la adolescencia empiezan a ponerse plantillas para parecer más altas de lo que son. ¿Sabe lo que al final hizo la mía? Aprender a patinar. Dijo que sólo así se sentía un ser humano auténtico. Bueno, pues, el caso es que pensé regalarle el abrigo en cuestión. Es magnífico. ¿Lo ha visto usted?

Negué con la cabeza.

– Nunca.

– Pues, oiga, tiene usted que verlo. Lo tengo aquí en la trastienda. Ni siquiera lo he cortado aún.

Se dirigió hacia el fondo y fui tras él con sumisión. Abrió la maciza puerta metálica de la cámara acorazada. Brotó una ráfaga de aire helado como si fuese el frigorífico de una carnicería. Los abrigos de piel colgaban a ambos lados de dos series de perchas, con las mangas tocándose casi, igual que cientos de mujeres que hicieran cola de espaldas. Avanzó por el pasillo mirando los abrigos al pasar y resoplando a causa del esfuerzo. Necesitaba perder kilos con urgencia. Sus pulmones gemían igual que un sofá de cuero cuando alguien se sienta encima, y aquello no era síntoma de salud.

Cogió un abrigo del perchero superior, salimos de la cámara y la puerta se cerró con un chasquido. Levantó el abrigo de Elaine Boldt para que lo inspeccionase. Era de dos colores, blanco y gris, exquisitamente combinados, con las pieles dispuestas de forma que las puntas ahusadas confluyeran en la orilla. Por la cara que puse, tuvo que adivinar que nunca había visto de cerca un abrigo tan caro.

– Adelante -dijo-, pruébeselo.

Titubeé durante una fracción de segundo y me lancé sobre él. Me lo puse sobre los hombros y me miré en el espejo. Me llegaba casi hasta los tobillos y los hombros sobresalían como si fueran hombreras de protección para practicar un extraño deporte nuevo.

– Parezco la Abominable Hembra de las Nieves -dije.

– Está usted elegantísima -dijo. Apartó los ojos de mí para mirarme a través del espejo-. Se lo arreglamos en un santiamén. Hay que meterle en las mangas. Aunque, si le viene grande, puede que le quede mejor el zorro.

Me eché a reír.

– Con lo que gano, llevar un jersey de cremallera ya me parece un lujo. -Me quité el abrigo, se lo devolví y reanudé la conversación-. ¿Por qué le pagó usted lo acordado antes de que ella le abonase la limpieza y los arreglos? ¿Por qué no dedujo éstos de los cinco billetes y extendió un cheque por la cantidad restante?

– La contable prefirió la otra operación. No me pregunte por qué. De todos modos, la limpieza no vale tanto y los arreglos los hago yo personalmente. ¿Qué más me da? Hice un buen negocio. Adele la acosaría para que pagara, como es lo normal, pero eso no cambia las cosas.

Mientras devolvía el abrigo a la cámara, fui a buscar el bolso y cogí la foto de Elaine y Marty que me había dado Tillie Ahlberg.

Se la enseñé cuando volvió a reunirse conmigo.

– ¿Es ésta la mujer con quien habló?

Miró la foto un segundo y me la devolvió.

– No. No he visto a ninguna de las dos en toda mi vida -dijo.

– ¿Qué aspecto tenía?

– ¿Cómo quiere que lo sepa? Sólo la vi una vez.

– ¿Era joven, vieja? ¿Alta, baja? ¿Gorda, delgada?

– Sí, algo así. Cuarentona y de pelo tirando a rubio. Llevaba vestido suelto estampado y fumaba sin parar. No me hubiera gustado verla otra vez por aquí porque no quiero que las pieles se empapen de humo.

– ¿Qué documentación le enseñó?

– Pues lo de siempre. El carnet de conducir. Un saldo bancario. Tarjetas de crédito. ¿Va a decirme que el abrigo es robado? Pues no me lo diga porque no quiero saberlo.

– No creo que «robar» sea la palabra exacta -dije-. Sospecho que alguien ha estado haciéndose pasar por Elaine Boldt. Pero no sé dónde ha estado ni dónde está ahora la auténtica Elaine Boldt. Yo en su lugar no tocaría el abrigo para nada hasta que averigüemos lo que ha sucedido.

La última vez que lo vi se pellizcaba las papadas con cara de lástima; no se ofreció a acompañarme hasta la puerta.

Salí a la opresiva humedad de Florida. El manto de nubes convertía la hora en un crepúsculo prematuro y sobre el asfalto caliente comenzó a caer el primero de una serie de aguaceros intensos. Corrí hacia el coche medio encogida, como si reduciéndome de tamaño evitara mojarme. Pensé en la descripción que Jack había hecho de la mujer que se había hecho pasar por Elaine Boldt. Había visto la foto y juró que no era ella. Por lo que yo sabía, tenía que tratarse de Pat Usher. Recordaba el encuentro que había tenido con esta mujer; su actitud cautelosa y resabida, las preguntas sobre Elaine que se había dedicado a desviar, sus mentiras y verdades a medias. ¿Había suplantado sin más a otra persona? Había estado viviendo en el piso de Elaine, pero ¿de qué otro sitio había podido sacar aquel abrigo de piel? Si era ella quien se había dedicado a comprar con las tarjetas de crédito de Elaine, tenía que estar segura de que ésta no iba a enterarse. En mi opinión, sólo podía haber vencido este obstáculo sabiendo que Elaine estaba muerta, lo cual, por otra parte, ya sospechaba yo desde hacía días. Podía haber otra explicación, pero ninguna que lo trabase todo tan bien.

La lluvia había arreciado y los limpiaparabrisas del coche alquilado oscilaban igual que metrónomos, sin conseguir otra cosa que extender por el vidrio una fina capa de suciedad. Localicé una cabina telefónica y llamé con la tarjeta de crédito a la Jefatura de Policía de Santa Teresa, para hablar con Jonah. La conexión era pésima y entre el crepitar de la electricidad estática apenas nos entendíamos, pero me las ingenié para decirle lo que quería, es decir, si podía acelerar los trámites de la solicitud que yo había enviado al Registro de Vehículos de Tallahassee. Lo único que habría necesitado conseguir Pat Usher era un carnet de conducir, dado que Elaine no tenía, aunque no habría sido difícil falsificarlo. No habría tenido más que solicitarlo a nombre de Elaine Boldt, pasar el examen y esperar a que el carnet le llegase por correo. Hay estados en que se puede salir del Registro con el carnet en la mano minutos después del examen, para renovarlo por lo menos. Ignoraba los trámites que había que seguir en Florida. Jonah me dijo que llamaría a Tallahassee y que me comunicaría los resultados. Esperaba estar en Santa Teresa al día siguiente y le dije que ya le llamaría yo al llegar.


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