Las tablas y electrodomésticos despedían brillos cegadores. El suelo, por lo visto, se había fregado y encerado. La alacena estaba llena de latas ordenadas, entre ellas varias de 9-Lives Beef y Liver Platter para gatos. Los distintos compartimentos del frigorífico estaban vacíos, salvo los de la puerta, donde vi las aceitunas en adobo, las mostazas y las mermeladas de costumbre. La cocina estaba desenchufada y el cable colgaba sobre el reloj del aparato, que marcaba las ocho y veinte. En el cubo de plástico de la basura, bajo el fregadero, habían puesto una bolsa vacía de papel marrón con el borde limpiamente doblado. Era como si Elaine Boldt hubiera preparado el piso a conciencia para una ausencia prolongada.

Salí de la cocina y me dirigí al recibidor. La distribución parecía idéntica a la del piso de Tillie. Recorrí un corto pasillo y vi a mi derecha un lavabo pequeño con una pila de mármol en forma de concha, apliques chapados en oro y azulejos deslumbrantes en una de las paredes. No había nada en la pequeña papelera de mimbre que había debajo de la pileta, salvo un puñado de pelo castaño grisáceo que colgaba de un costado y que parecía el típico ovillo que se forma cuando se limpia un peine.

Enfrente del lavabo había un pequeño estudio amueblado con un escritorio, un televisor, un sillón tapizado y un sofá cama. En los cajones de la mesa estaban los bolígrafos, clips, tarjetas y carletas de costumbre, y por el momento no vi razón alguna para examinarlos de cerca. Encontré la cartilla del seguro de la propietaria y tomé nota del número. Abandoné el estudio y accedí al dormitorio principal, que contaba con un cuarto de baño adjunto.

Como las cortinas estaban echadas, el dormitorio tenía un aspecto lúgubre, pero todo parecía estar en orden también allí. A la derecha había un cuarto ropero lo bastante grande como para ponerlo en alquiler. Estaban vacías algunas de las perchas, y entre las prendas ordenadas en los estantes vi huecos donde sin duda había habido otros objetos. En un rincón vegetaba una maleta pequeña, uno de esos caros maletines de diseño que ostentan el nombre de otra persona rodeado de ringorrangos.

Inspeccioné al azar los cajones del ropero. En unos había jerséis de lana todavía metidos en las bolsas de plástico de la lavandería. En otros no había más que bolsitas de esencia que parecían diminutos cojines perfumados. Lencería. Algo de bisutería.

El baño principal era grande y estaba en orden, y en el botiquín no había nada, excepción hecha de un par de frascos de pastillas normales y corrientes. Volví a la puerta y me quedé contemplando el dormitorio. Allí no había nada que indicara o sugiriese juego sucio, precipitación, allanamiento de morada, vandalismo, enfermedad, suicidio, alcoholismo, drogadicción, desorden u ocupación reciente. Hasta la pátina de polvo doméstico que cubría las superficies brillantes parecía estar intacta.

Salí y cerré a mis espaldas. Bajé en el ascensor al piso de Tillie y le pregunté si tenía alguna foto de Elaine.

– Creo que no -dijo-, pero si quiere puedo describírsela. Tiene más o menos mi peso y estatura, es decir, sesenta kilos y un metro con sesenta y cinco. Tiene mechas rubias y lleva el pelo echado hacia atrás. Ojos azules. -Se interrumpió-. Un momento, creo que tengo una foto. Acabo de acordarme. Espere.

Desapareció por la salita y al cabo de unos instantes volvió con una instantánea Polaroid. Tenía un sombreado naranja y se pegaba a los dedos. En ella había dos mujeres en un patio; era una foto de cuerpo entero que se había tomado tal vez a una distancia de siete metros. Imaginé en el acto quién era Elaine, la vestida elegantemente con unos pantalones de buen corte y que sonreía con satisfacción. La otra estaba algo gorda de cintura, llevaba gafas de montura de plástico azul y un peinado que parecía un casco de quita y pon. Tendría cuarenta y tantos años y, preocupada por su imagen, hacía guiños al sol.

– La foto es del otoño pasado -dijo Tillie-. Elaine es la de la izquierda.

– ¿Y la otra?

– Marty Grice, una vecina nuestra. Fue espantoso. La mataron… figúrese, hace unos seis meses. Y parece que fue ayer.

– ¿Qué pasó?

– Bueno, según la policía, sorprendió a un ladrón cuando trataba de entrar en la casa. Parece que la mató allí mismo y que quiso incendiar la casa para ocultarlo. Fue horrible. ¿No lo leyó en la prensa?

Negué con la cabeza. A veces atravieso épocas en que no leo ni un solo periódico, pero hacía un minuto que había visto la casa contigua con el techo quemado y las ventanas rotas.

– Lástima -dije-. ¿Le importa si me la quedo?

– Claro que no.

Volví a mirarla. La foto tenía algo turbador, ya que reproducía un momento no muy lejano en que las dos mujeres sonreían con naturalidad, ignorantes de los sinsabores que el futuro les deparaba. Ahora una de ellas estaba muerta y la otra en paradero desconocido. No me gustaban las mezclas tan fuertes.

– ¿Eran buenas amigas Elaine y esta mujer? -pregunté.

– La verdad es que no. Jugaban al bridge de tarde en tarde, pero por lo demás no se trataban mucho. Elaine es algo huraña y reservada con casi todo el mundo. Marty solía reaccionar con brusquedad y nerviosismo. No es que la pusiera como un trapo cuando hablaba conmigo, pero recuerdo que a veces la criticaba. Elaine se considera poco menos que una reina, esto es algo que nadie puede poner en duda, y no entiende que no todo el mundo tiene la posibilidad de vivir tan bien como ella. El abrigo de piel, por ejemplo. Sabía que Leonard y Marty tenían apuros económicos; pues ella se ponía el abrigo para jugar al bridge. Para Marty era como agitar un trapo rojo delante de un toro.

– ¿Se refiere usted al abrigo que llevaba cuando la vio por última vez?

– Sí, al mismo. Un abrigo de lince de doce mil dólares, con un gorro que hace juego.

– La caraba -dije.

– Pues es precioso. Daría cualquier cosa por un abrigo así.

– ¿No recuerda nada más en relación con la partida de la señora Boldt?

– Yo diría que no. Llevaba poco equipaje de mano, una bolsa, creo; el taxista bajó lo demás.

– ¿Se acuerda del nombre de la empresa del taxi?

– La verdad es que no me fijé, pero ella solía llamar a Taxis Urbanos y Raya Verde, a veces también a La Mejor, aunque no le caía bien. Ojalá pudiera serle de más utilidad. Pero dígame: si se fue camino de Florida y nunca llegó a Florida, ¿adonde fue?

– Es lo que quiero averiguar -dije.

Le sonreí de un modo que esperaba fuese esperanzador, aunque me sentía intranquila.

Volví al despacho y calculé por encima los beneficios acumulados hasta el momento; unos setenta y cinco dólares por el tiempo empleado con Tillie y el tiempo que había pasado en el piso de Elaine, más el tiempo que había invertido en la Biblioteca y al teléfono, amén del importe de las conferencias. Conozco detectives que llevan a cabo toda una investigación sin moverse del teléfono, pero no me parece sano. Hay demasiados engaños, demasiadas cosas que se pasan por alto cuando no se habla con la gente en persona.

Llamé a una agencia de viajes y reservé un billete para Miami, ida y vuelta. Si tomaba un avión nocturno y aguantaba sin comer, beber ni ir al lavabo, el importe de cada trayecto me salía por 95 dólares. Reservé igualmente un coche de alquiler barato en el punto de destino.

Faltaban horas para que despegara el avión, así que me fui a casa e hice footing a lo largo de cinco kilómetros; luego metí en el bolso el dentífrico y el cepillo de dientes… y equipaje hecho. Tendría que localizar la agencia de viajes de Elaine y averiguar qué avión había tomado, y si había reservado alguna plaza para Méjico o las islas del Caribe. Mientras, esperaba dar con la amiga que tenía Elaine en Florida; pero tendría que ser antes de que huyese del gallinero y se llevara consigo la única pista que tenía yo para conocer el paradero de Elaine.


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