Estaba ya harta de hablar con la puerta y sufrí un acceso de ira.

– ¿Le importaría dejarme pasar? Se trata de una herencia. Elaine Boldt podría obtener dos o tres mil dólares si firmase el papel. -Hay que tentar a la avaricia, me dije. Provocar el deseo secreto de un pellizco inesperado. Es una estratagema que utilizo a veces, cuando voy tras un moroso que no quiere pagar. Y como en la presente ocasión no había truco, la voz me salía con un maravilloso dejo de sinceridad.

– ¿La ha enviado el administrador?

– Oiga, ¿le importaría aparcar un rato la paranoia? Yo busco a Elaine y quiero hablar con usted. Según parece, usted es la única persona que puede saber dónde está.

Silencio. Meditaba las respuestas como si se tratase de un test de inteligencia y pudiera modificar los resultados. Tuve que esforzarme por contener la mala uva. Era la única pista que tenía y no quería perderla.

– De acuerdo -dijo de mala gana-, pero tendrá que esperar a que me vista.

Cuando por fin abrió la puerta, llevaba puesta una saya, uno de esos vestidos de tejido fino y estampado que se meten por la cabeza cuando no hay ganas de ponerse bragas. Una tirita le cruzaba la nariz. Tenía los ojos hinchados y rodeados de cardenales azulencos que se estaban volviendo verdes. Se había puesto tiritas también en los pómulos, y el bronceado se le había vuelto de un matiz tan cetrino que parecía aquejada de hepatitis.

– Tuve un accidente de tráfico y me rompí la nariz -dijo-. No me gusta que me vean en este estado.

Se apartó de la puerta y la saya se le hinchó por detrás como si soplara la brisa. Cerré a mis espaldas y fui tras ella. El piso era una mezcla de junco de Indias y colores suaves, y olía un poco a moho. La puerta vítrea de corredera que había a un lado de la sala de estar daba a un mirador por el que sólo alcancé a ver lujuriantes y verdes copas de árboles y nubes que se apelotonaban como pompas de jabón en la bañera.

Cogió un cigarrillo de una caja de cristal que había en la mesita del servicio y lo encendió con un encendedor de mesa que hacía juego y que encima funcionaba. Tomó asiento en el sofá y apoyó los pies en el borde de la mesita. Tenía de color gris la planta de los pies.

– Puede sentarse, si quiere.

Sus ojos eran de un verde irreal y electrizante, a causa de las lentillas coloreadas, supuse. Tenía el pelo cobrizo y con un brillo que yo jamás había podido dar al mío. Me observaba ahora con interés y con una actitud un tanto divertida.

– ¿De quién es la herencia?

Hacía las preguntas sin ninguna inflexión al final de la frase, pidiendo información mediante afirmaciones taxativas a las que al parecer tenía que responder yo. Resultaba raro. Me entraron recelos y me puse a pensar las cosas antes de decirlas.

– De un primo, creo. De Ohio.

– ¿No es un poco drástico contratar a una investigadora privada por tres billetes?

– Es que hay más herederos por medio -dije.

– Y usted tiene un papel que quiere que ella firme.

– Quisiera hablar con ella antes. Los demás están preocupados porque no han tenido noticias de ella. Me gustaría incluir en mi informe algún detalle relacionado con su paradero.

– ¡Dios mío, si hay informe y todo! Elaine estaba inquieta. Ha estado viajando. Eso es todo.

– ¿Puedo preguntarle qué relación tiene con ella?

– Claro que puede. Somos amigas. Hace años que la conozco. Vino a Florida en cierto momento y quiso tener compañía.

– ¿Cuándo fue eso?

– A mediados de enero. Aproximadamente. -Hizo una pausa y se quedó mirando la ceniza del cigarrillo. Volvió a mirarme a los ojos con expresión distante.

– ¿Y vive usted aquí desde entonces?

– Claro, ¿por qué no? Acababa de vencer el contrato de mi casa y me dijo que podía instalarme en la suya.

– ¿Por qué se marchó?

– Eso tendrá que preguntárselo a ella.

– ¿Cuándo tuvo noticias suyas por última vez?

– Hace dos semanas, aproximadamente.

– ¿Estaba entonces en Sarasota?

– Exacto. Con unas personas, unos conocidos.

– ¿Sabe quiénes son?

– Oiga, ella quería que le hiciera compañía, no que fuese su niñera. Saber con quién está o deja de estar no es asunto mío, por lo tanto no me dedico a hacer preguntas.

Tuve la impresión de participar en un juego de salón en el que yo tenía muy pocas probabilidades de ganar. Además, Pat Usher se lo estaba pasando bomba y no me gustaba mi situación. Volví a la carga. ¿Estaba el mayordomo detrás de la puerta de la biblioteca con la soga?

– ¿Puede decirme alguna otra cosa de interés?

– Ignoraba que le estuviese contando cosas interesantes -dijo con sonrisa afectada.

– Trataba de entrar por la puerta del optimismo -le espeté.

Se encogió de hombros.

– Siento eclipsarle su débil rayo de esperanza. Le he dicho todo lo que sé.

– Será cuestión de dejar las cosas en este punto. Voy a dejarle mi tarjeta. Si vuelve a llamar, ¿querrá decirle que se ponga en contacto conmigo?

– Por supuesto. No hay motivo para sufrir.

Saqué una tarjeta de la billetera y al levantarme la dejé sobre la mesita.

– Tengo entendido que tiene usted problemas con la comunidad de propietarios.

– ¿Y usted se lo ha creído? Vamos, pregunto si tan importante es para ellos. He pagado por mi hospedaje, no organizo fiestas, no pongo la música alta. Pero tiendo la ropa fuera y el administrador pierde los papeles. Le dio un ataque de nervios. No lo entiendo. -Se puso en pie y me acompañó a la puerta. La saya hinchada la hacía parecer más gruesa de lo que era. Al pasar ante la puerta de la cocina vi cajas de cartón amontonadas junto al fregadero. Se volvió y captó la dirección de mi mirada-. Supongo que encontraré un motel por aquí si las cosas se ponen difíciles. Sólo me falta ya que venga el sheriff a buscarme. Ahora que lo pienso, creí que usted lo era. En la actualidad nombran sheriff a las mujeres, ¿lo sabía? En vez de sheriff, sheriffa.

– Algo he oído por ahí.

– ¿Y usted? -preguntó-. ¿Por qué se hizo detective? Es una forma muy rara de ganarse la vida, ¿no?

Ahora que estaba a punto de marcharme se volvía locuaz. Me pregunté si podría sonsacarle más información. Parecía deseosa de prolongar la velada, como quien ha estado contendiendo demasiado tiempo con una reata de niños de guardería.

– En cierto modo, no tuve más remedio -dije-, pero es mejor que vender zapatos. ¿Usted no trabaja?

– Ni por asomo. Ya he pasado la edad de la jubilación. No pienso volver a trabajar en mi vida.

– Tiene usted suerte. Yo no tengo tantas alternativas. Si no trabajo, no como.

Sonrió por primera vez.

– A mí se me fue la vida esperando la oportunidad de mejorarla. Entonces descubrí que la propia suerte depende de una misma, ¿sabe lo que quiero decir? Nadie regala nada en este mundo, joven.

Fingí estar de acuerdo y miré hacia el aparcamiento.

– Será mejor que me vaya -dije-. ¿Puedo hacerle una última pregunta?

– ¿Cuál?

– ¿Conoce a otras amistades de Elaine? Alguien tiene que saber cómo ponerse en contacto con ella, ¿no cree?

– Soy la persona menos indicada -dijo-. Cuando yo vivía en Lauderdale, solía visitarme, pero no conozco a ninguna de sus amistades de aquí.

– ¿Y cómo la localizó? Según me han dicho, venía a Florida cuando se le ocurría, sin avisar.

Pareció confusa durante un segundo, pero recuperó la compostura.

– Pues sí, es verdad. Me llamó desde el aeropuerto de Miami y pasó a buscarme de camino.

– ¿En un coche alquilado?

– Sí. En un Oldsmobile Cutlass. Blanco.

– ¿Cuánto tiempo se quedó?

Volvió a encogerse de hombros.

– No lo sé. Mucho no. Un par de días, quizá.

– ¿Parecía nerviosa o alterada?

Al oír aquello se puso un poco intransigente.

– Un momento. ¿Qué anda buscando? Si conociera sus intenciones, a lo mejor se me ocurriría algo.


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