En respuesta, Trevor se limitó a abrazarse a la almohada. Richard atravesó la habitación en dirección a la litera de Trevor. Se tumbó para intentar seguir durmiendo.

– Hasta mañanita.

Stroud levantó la cabeza y vio que Trevor le decía adiós con la mano como si fuera un niño.

– Hasta mañanita -respondió riendo.

Antes de que se despertaran, de madrugada, los terroristas atacaron la embajada.

La recuperación de Trevor fue incluso más dura de lo que había previsto, y eso que había previsto lo peor.

Permaneció en el hospital de Alemania durante un mes más antes de que lo enviaran a casa. Los especialistas que lo examinaron a su regreso a Estados Unidos se mostraron muy pesimistas. La parte izquierda de su cuerpo era un amasijo de huesos.

– Haga lo que pueda -pidió Trevor concisamente-, y yo haré el resto. Pero le aseguro que saldré de aquí andando.

Había pedido a las enfermeras que le leyeran los artículos de los periódicos relativos al bombardeo de la embajada. Pasó por varios estados de animo: incredulidad, desesperación, rabia. La rabia era saludable. Le dio fuerzas, necesarias para soportar el dolor, para sobreponerse a las sucesivas operaciones, para soportar las penosas sesiones de fisioterapia.

Cuando lo exoneraron del cumplimiento de sus obligaciones militares por razones de salud y se licenció, empezó a dejarse crecer el pelo. A la enfermera, que iba a afeitarlo todas las mañanas le pidió que le dejara bigote. No quiso que le pusieran un ojo de cristal.

– Me parece que es… espectacular -fue la opinión de una de las enfermeras.

Había varias alrededor de su cama cuando el médico le puso el parche negro en el ojo. La mitad de ellas estaban enamoradas de Trevor. La magnitud de sus heridas no lo había privado de su aspecto musculoso. Su belleza tan masculina, sus brazos largos y fuertes, el pecho ancho y las caderas estrechas eran tema de conversación frecuente en el cuartito de las enfermeras.

– Va muy bien con tu pelo negro y ondulado…

– Cuando salgas de aquí, vas a tener que quitarte de encima a las mujeres…

– A bastonazos, ¿no? Para algo me servirá el bastón -señaló Trevor mientras estudiaba el aspecto que le daba el parche en un espejo que alguien le había puesto en la mano.

– No te rindas todavía -lo animó el médico-. No hemos hecho más que empezar.

Se enteraba de los cambios de estación por el paisaje que veía a través de la ventana de la habitación del hospital. Los días se sucedían interminablemente. Llevaba la cuenta gracias a un calendario que tenía en la mesilla, donde apuntaba algo, al menos una cosa, referente a cada día que pasaba.

Una tarde, un enfermero que iba de vez en cuando a jugar al póquer con él después de su turno, dejó caer una bolsa de lona encima de la silla que había junto a la cama.

– ¿Qué es eso?

– Todo lo que han podido recuperar de tu habitación en El Cairo -respondió el enfermero-. Tu padre pensó que a lo mejor querías echar un vistazo, por si había algo que quisieras conservar.

No había nada, pero algo llamó la atención de Trevor.

– Pásame esa caja metálica, por favor.

Era una caja verde, cuadrada, con un asa en la tapa. El cierre de seguridad tenía sólo una cifra. Milagrosamente, se acordaba del número. Hizo girar la ruedecita y la caja se abrió. Levantó la tapa.

– ¿Qué es eso? -el enfermero alargó el cuello y echó un vistazo al contenido -. Parecen cartas.

Trevor sintió un dolor en el pecho que le subió hasta la garganta, tan fuerte que apenas podía hablar.

– Eso es lo que son, exactamente.

No se había acordado de ellas hasta ese momento, pero de pronto podía rememorar la conversación de aquella tarde con toda claridad:

– Oye, Besitos…

– ¿Qué quieres, Stroud?

– ¿Sabes esa caja metálica donde guardas tu baraja de póquer?

– ¿Qué pasa con la caja?

– ¿Te importaría guardarme esto? -algo avergonzado, Stroud alzó un fajo de cartas atado con un lazo.

– Ahhh. ¿Son de tu mujer, la que te ha vuelto casto como un monje?

– Sí -admitió Richard a regañadientes.

– No sabía que pudiera escribir.

– ¿Qué?

– No sabía que los ángeles hicieran cosas tan mundanas -bromeó Trevor, dando a su amigo un puñetazo amistoso en las costillas.

– No empieces tú también, por favor. Los chicos no dejan de tomarme el pelo por guardar las cartas, pero me gusta releerlas varias veces.

– ¿Son muy sentimentales? -los ojos verdes de Trevor brillaron con malicia.

– No mucho. Más bien personales. ¿Me las guardas o no?

– Claro, claro, guárdalas. Para abrir la caja sólo tienes que poner la rueda en el número cuatro, ¿ves?

– Cuatro, ¿no? Gracias, Besitos.

Él agarró el brazo de Stroud antes de que éste se alejara.

– ¿Seguro que no son sentimentales?

Stroud sonrió.

– Bueno, un poco.

Después habían ido a tomar una cerveza y aquélla había sido la última vez que había pensado en las cartas de la mujer de Stroud. Hasta ahora.

Bajó la tapa sintiéndose culpable, como si hubiera estado espiando a Richard y a su mujer mientras hacían el amor.

– Tira toda esa basura -dijo con irritación.

– ¿Te quedas con la caja de las cartas? -quiso saber el enfermero.

– Sí, me la quedo.

No sabía por qué. Probablemente tenía que ver con el hecho de que se sentía culpable de estar vivo mientras que Stroud había muerto por dormir en su litera.

Esa tarde, durante la sesión de rehabilitación de mano y brazo, se repitió un millón de veces que no iba a violar la intimidad de un muerto leyendo las cartas que le había enviado su mujer.

Pero cuando anocheció, cuando los pasillos se vaciaron de visitantes, cuando se repartieron las últimas dosis de medicamentos, cuando las enfermeras dieron el relevo al turno de noche, Trevor levantó la caja de la mesilla y se la puso sobre el pecho.

Estaba solo. Era de noche. Llevaba durmiendo solo más noches de las que podía recordar. Había sentido un gran alivio al notar que su cuerpo respondía cada vez que el enfermero le pasaba los últimos números de Playboy y Penthouse. Esa parte de su cuerpo no había sufrido daños.

Necesitaba estar con una mujer.

No era que no pudiera conseguir una. Sabía que si miraba de cierto modo a algunas de las enfermeras, estarían más que dispuestas a complacerlo.

Pero ya había disfrutado en su vida de todo el melodrama que podía aguantar. Como el hospital era un sitio donde todo se sabía y se cotilleaba, sería una tontería entablar una relación romántica, especialmente cuando lo que quería y necesitaba tenía poco o nada que ver con el romanticismo.

Sin embargo, anhelaba sentir las manos de una mujer. La voz de una mujer. Esa noche, al contrario que otras, no le apetecía hojear las revistas. Aquellas mujeres, con sus cuerpos voluptuosos, melenas abundantes y sonrisas afectadas sólo tenían dos dimensiones, como el papel satinado en el que estaban impresas.

En cambio, la que había escrito aquellas cartas era real.

La tapa de la caja se abrió sin ruido, pero el papel crujió cuando tocó las cartas. Retiró la mano. Luego se dijo que era un bobo y sacó la primera del montón.

Eran veintisiete en total. Las colocó en orden cronológico. Cuando terminó de ordenar, una tarea que sólo se justificaba por el deseo de posponer lo que suponía que era un grave pecado, abrió el primer sobre, extrajo las cuartillas y comenzó a leer.


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