Lassiter frunció el ceño.

– ¿Me está diciendo que…?

– Le estoy diciendo que quienquiera que hiciera el trabajo, no se anduvo con tonterías. Provocó el incendio y no intentó disimularlo. Además, lo hizo a lo grande. -La cara del detective se comprimió en un gesto de desconcierto. -Es como si… Es como si hubiera querido reducirlo todo a cenizas. -El detective se inclinó sobre el escritorio para acercarse a Lassiter. Abrió la boca para decir algo, pero después lo pensó mejor. Movió la cabeza y adoptó un gesto compungido. -No debería contarle estas cosas. Siempre me olvido. Usted no está investigando el caso; es un familiar de la víctima.

– Ya -dijo Lassiter quitándole importancia. -Pero la cosa es que usted estaba pensando que quien provocó el incendio pudo hacerlo para destruir pruebas. Y quiero saber qué tipo de pruebas; en qué estaba metida mi hermana.

Riordan lo interrumpió.

– Ahora mismo, lo que estoy pensando es que será mejor que lo acompañe a identificar los cuerpos al depósito de cadáveres. Antes de empezar a hablar de su hermana, será mejor que nos aseguremos de que realmente es su hermana.

Ya estaban saliendo cuando sonó el teléfono. Riordan vaciló un momento, pero luego se dio la vuelta y contestó.

– ¿Sí? -respondió al tiempo que se ponía el abrigo. Al oír lo que le decían, Riordan miró un momento a Lassiter. -Por Dios santo -dijo. -Sí. Sí. Vale. -Al salir del despacho, Riordan sacó un cigarrillo del paquete que tenía en el bolsillo de la camisa y lo encendió.

– ¿Qué pasa? -preguntó Lassiter.

– ¿A qué se refiere? -contestó Riordan después de expulsar el humo.

– A la llamada.

Riordan se limitó a mover la cabeza, como dando a entender que no tenía importancia.

Diez minutos después aparcaron delante del Instituto Forense. Lassiter se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la puerta del coche, pero el detective lo detuvo con una mano.

– Mire, Joe -dijo, -quiero decirle algo. -Se aclaró la garganta. -Estará de acuerdo conmigo en que un médico no debe operar a su propio hijo, ¿verdad?

– ¿Qué?

– Un médico no debe operar a su propio hijo, un abogado no debe defenderse a sí mismo y usted… Usted debería dejar que yo me ocupe del caso.

– Lo tendré en cuenta.

Riordan le dio una palmada al volante.

– Realmente, es como hablarle a una pared. Aunque… -Miró un momento el reloj. -Aunque no es la primera vez que lo veo. Ya sabe, ex polis, detectives privados, investigadores militares; tipos con experiencia. Se involucran en casos que les atañen personalmente… y sólo complican las cosas. Para ellos resulta muy doloroso y, además, no ayuda en nada a la investigación.

Lassiter no dijo nada. El detective suspiró.

– He ordenado que traigan su coche. Quiero que, al salir, se vaya a casa. Ya lo llamaré yo más tarde.

El estado anímico de Joe Lassiter era muy extraño. Se sentía como si estuviera viendo las cosas desde otro plano, como si fuera una cámara mirándose a sí mismo. Casi no sentía. Sólo se decía: aquí estoy, de camino al depósito para identificar el cadáver de mi hermana. Se vio a sí mismo entrando en el edificio, avanzando hacia la habitación aséptica con cuadros de paisajes marinos que era la sala de espera. Habló con una mujer que llevaba una bata blanca con una tarjeta que la identificaba como «Beasley». Ella escribió su nombre en un gran libro verde y lo acompañó hasta la sala de las neveras, donde se guardaban los cadáveres en cajones con forma de nicho.

Incluso mientras identificaba a Kathy y después a Brandon, siguió sin sentir nada. Era como si lo estuviera haciendo todo una marioneta de Joe Lassiter, mientras el verdadero Joe Lassiter se limitaba a observar la escena.

El cabello rubio de su hermana era un amasijo de costra negra. Tenía los labios abiertos, y sus azules ojos miraban fijamente hacia la luz fluorescente del techo. Con las cejas y las pestañas quemadas tenía una expresión vacía, estúpida. El aspecto de Brandon era todavía peor: tenía toda la cara negra y llena de ampollas.

Lassiter había visto cadáveres antes, y eso es exactamente lo que parecían Kathy y Brandon: cadáveres. Parecían tan muertos como una muñeca, tan muertos que costaba creer que alguna vez hubieran estado vivos. La mujer de la bata blanca esperaba en una postura tensa, a la defensiva, como si temiera que él pudiera tener una crisis nerviosa, como si deseara impermeabilizarse ante sus sentimientos. Pero, en vez de perder el control, la marioneta de Joe Lassiter asintió e identificó a los cadáveres con voz tranquila. La mujer relajó los hombros y apuntó algo en un formulario. Lassiter escuchó con nitidez el rechinar del rotulador por encima del zumbido de las unidades de refrigeración. Después firmó algo sin leerlo, y los dos salieron de la sala.

En el pasillo, la mujer apoyó la mano suavemente sobre su brazo. Pero Lassiter no notó realmente la presión; tan sólo la intuía al ver los dedos de la mujer sobre la manga de su chaqueta.

– ¿Quiere sentarse un momento? -preguntó ella. – ¿Quiere que le traiga un vaso de agua?

– No, estoy bien. Pero me gustaría ver al forense.

– La verdad… -dijo ella con voz preocupada al tiempo que arrugaba la frente. -Me temo que eso no es posible.

– Soy amigo de Tom -repuso él con tono tranquilizador.

– Ahora mismo le aviso -contestó ella y descolgó inmediatamente el teléfono. -Puede que esté en medio de una au… Puede que esté ocupado.

En la sala de espera, dos niños hispanos esperaban aterrorizados en uno de los sofás de plástico naranja. Un agente de policía esperaba a su lado. Daba la impresión de que, cuando los llamaran, los niños saldrían disparados a través del techo. Lassiter observó uno de los paisajes marinos que colgaban de Ja pared. Era una insulsa representación de una tormenta en a costa; olas aceitosas rompiendo eternamente contra un revoltijo de rocas grises.

Oyó una voz detrás de él y se dio la vuelta al tiempo que la mujer colgaba el teléfono.

Vaya hasta el fondo del pasillo y… -empezó ella. Gracias, conozco el camino.

Tom Truong levantó la mirada del escritorio y se puso de pie.

– ¡Chou! -dijo extendiendo una mano delicada con un ligero aroma a formol. Parecía sonreír y fruncir el ceño al mismo tiempo. – ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Trabajas caso?

Su relación con el médico forense era bastante particular. Habían jugado juntos al fútbol en un equipo de veteranos hasta hacía un par de años, cuando Lassiter se había estropeado la rodilla. A pesar de su complexión ligera, Truong era un defensa durísimo, con codos como cuchillos y piernas que recordaban a una guadaña. Ya llevaban jugando juntos un par de años cuando surgió el tema del trabajo mientras se bebían unas jarras de cerveza en un bar. A partir de entonces, Lassiter empezó a contratar a Truong esporádicamente como experto forense y perito judicial. Era un forense meticuloso y dotado y, a pesar de su escaso dominio del idioma, un brillante testigo judicial.

– No estoy aquí por ningún caso -le dijo a Truong. -He venido por mi hermana. -Lassiter levantó un poco la barbilla. -Está ahí detrás, con mi sobrino.

Una de dos, o Truong pensó que le estaba gastando una broma o simplemente no le entendió.

– ¿Qué estás diciendo, Chou? -preguntó con mirada furtiva. – ¿Estás bromeando, verdad?

– No. Son las víctimas del incendio provocado.

La sonrisa de Truong desapareció de sus labios.

– Las… sit… ter -susurró para sus adentros. -Oh, Chou. Siento mucho, mucho.

– ¿Has acabado ya la autopsia?

Truong asintió con gravedad.

– Chimmy pidió especial prisa. Por ser provocado -suspiró. -Tú hermana. Y niño pequeño. -Sus ojos se tensaron hasta convertirse en dos rendijas. -No fuego lo que los mató.

Lassiter asintió. Y luego se dio cuenta de lo que acababa de oír.

– ¿Qué?

La gran cabeza de Truong se movió bruscamente sobre su delgado cuello.


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