De hecho, en el pueblo se esperaba su fallecimiento con una ávida expectación de la que ni siquiera el padre Azetti estaba libre. Después de todo, il dottore era un hombre rico, pío y soltero. Y ya se había mostrado generoso en más de una ocasión con el pueblo y con la parroquia. Desde luego, pensó el padre Azetti, el médico…

«¿Qué?»

El párroco concentró toda su atención en la temblorosa voz del médico. Había estado divagando, justificándose, como suele hacer la gente antes de confesarse, evitando el pecado para hacer hincapié en sus intenciones, que, como siempre, eran dignas de alabanza. Había mencionado algo sobre el orgullo, sobre el orgullo que lo había cegado, y, además, estaba lo de su enfermedad y la toma de conciencia de su carácter mortal. Se había dado cuenta de lo erróneo de su comportamiento. No había nada sorprendente en eso, pensó Azetti; la perspectiva de la muerte siempre volvía más nítidas las prioridades de cada uno, sobre todo las prioridades de carácter moral. El padre Azetti estaba pensando en eso cuando el médico por fin confesó su pecado.

El párroco no pudo evitar interrumpirlo.

– ¿Qué?

Con un tono de voz apremiante, el doctor Baresi repitió lo que había dicho. Después empezó a entrar en detalles, para evitar cualquier posible confusión sobre lo que estaba diciendo. Mientras escuchaba los terribles pormenores, el padre Azetti sintió cómo el corazón le daba un vuelco. Lo que este hombre había hecho, el pecado que había cometido, era el mayor pecado que ningún hombre pudiera imaginar; un pecado tan profundo y definitivo que tal vez ni el mismísimo cielo volviera a ser igual. ¿Acaso era posible?

El médico permaneció en silencio, respirando ahogadamente mientras esperaba la absolución de su amigo, de su aliado.

Pero el padre Azetti era incapaz de hablar. No podía pronunciar ni una sola palabra. Ni siquiera podía pensar. No podía ni respirar. Era como si lo hubieran arrojado a un frío río de montaña. Todo lo que podía hacer era jadear. Parecía que tenía la boca hecha de madera, de madera seca.

El médico también parecía haberse quedado mudo. Intentó hablar, pero sólo consiguió abrir la boca. Se aclaró la garganta con un sonido estrangulado que parecía salir de lo más profundo de su pecho y que finalmente estalló con tal fuerza que hizo que se estremeciera el confesionario. Por un momento, el párroco temió que el hombre fuera a morirse ahí mismo. Pero, en vez de eso, oyó cómo el médico corría la cortina y salía del confesionario.

El padre Azetti permaneció donde estaba, clavado en el sitio, como un testigo de un accidente mortal. En un gesto automático, su mano derecha dibujó la señal de la cruz. Se levantó, corrió la cortina y salió a una laguna de luz.

Por un momento, fue como si el mundo se hubiera evaporado. Sólo había polvo, ascendiendo hacia el cielo en una columna de luz amarillenta. Poco a poco, sus ojos se adaptaron a la luz, hasta que vio la frágil figura del médico alejándose por el pasillo con paso inseguro. Su blanca cabeza se balanceaba en la penumbra como la de un fantasma, mientras avanzaba hacia la puerta golpeando rítmicamente las baldosas del suelo con su bastón. El párroco dio un paso hacia él, después otro.

– Dottore ¡Por favor! -La voz del padre Azetti resonó en la iglesia. Al oírla, el médico vaciló un instante. Se volvió lentamente hacia el párroco, pero el padre Azetti no vio arrepentimiento en su gesto. El médico iba montado en un tren hacia el infierno y lo que irradiaba su cuerpo, como si fuera una aureola alrededor de la luna, era pánico.

Y desapareció detrás de la puerta.

CAPITULO 2

El padre Azetti escribió «Chiuso» en un trozo de cartón para que todos supieran que la iglesia estaba cerrada. Después clavó la nota en la puerta, cerró con llave y se marchó a Roma.

La voz del médico resonaba como un claxon en su cabeza, ahora baja, ahora más alta, ahora casi inaudible. Era como si en su alma se hubiera declarado el estado de emergencia; la confesión le llegaba una y otra vez, desde todos los ángulos. La voz susurrante y desesperada de Baresi era como una infección que se hubiera apoderado de él. En su interior, lo asaltaban una y otra vez las mismas palabras: «Tienes que hacer algo. ¡Lo que sea!» Y eso estaba haciendo. Iba a Roma. En Roma sabrían qué hacer.

Le pidió al marido de la mujer que limpiaba sus habitaciones que lo llevara al cercano pueblo de Todi, bastante más grande que Montecastello. Una vez en el coche, se sintió mejor; el bálsamo de la actividad mitigaba su ansiedad. Ya estaba de camino.

El conductor era un hombre grande y bullicioso que, como la posición del padre Azetti le permitía saber, tenía tendencia a abusar de las partidas de naipes y de la grappa. Hacía años que no trabajaba en nada y, para no poner en peligro los ingresos de su mujer, se mostraba excesivamente solícito, disculpándose continuamente por la pobre suspensión del coche, por el calor, el estado de las carreteras y el comportamiento enloquecido de los demás conductores. Cada vez que frenaba de golpe, extendía un antebrazo protector delante del párroco, como si el padre Azetti fuera un niño pequeño que no sabía lo suficiente sobre las leyes físicas como para sujetarse.

Cuando finalmente llegaron a la estación de tren, el hombre se bajó de un salto y rodeó el coche a toda prisa. La puerta del viejo Fiat, que había quedado abollada en alguna vieja colisión, se abrió con un gemido lastimero. Fuera del coche, el aire apenas era más fresco; un hilo de sudor descendió lentamente por la espalda del párroco. Mientras escoltaba a Azetti hasta la ventanilla donde se dispensaban los billetes, el conductor lo bombardeó con preguntas. ¿Quería que se encargara él de comprar el billete? ¿Quería que esperara en la estación hasta que llegara el tren? ¿Estaba seguro el párroco de que no quería que lo llevara a la estación central de Perugia? El párroco rechazó todas las ofertas: «No, no, no, no, no, no. Grazie, grazie!» Hasta que, por fin, el hombre se marchó con una inclinación de cabeza y un inconfundible gesto de alivio.

El padre Azetti tendría que esperar al menos una hora antes de coger el tren a Perugia. En Perugia cogería un autobús hasta la otra estación y esperaría otra hora antes de coger el tren a Roma. Mientras tanto, se sentó en un pequeño banco fuera de la estación de Todi. El aire era pesado y polvoriento, y los negros hábitos de su orden atraían los rayos del sol.

El padre Azetti era jesuita, un miembro de la Compañía de Jesús. A pesar del calor, no relajó los hombros ni dejó caer la cabeza. Permaneció sentado completamente recto, con una postura perfecta.

De haber sido un vulgar sacerdote de una pequeña parroquia de un pueblo de Umbría, la confesión del doctor Baresi probablemente no habría trascendido. De hecho, de haber sido un sacerdote cualquiera, el padre Azetti no habría comprendido la importancia de la confesión del doctor, y menos todavía sus implicaciones. Y, de haberlo hecho, no habría sabido qué hacer con la información ni a quién acudir con ella.

Pero Giulio Azetti no era un sacerdote cualquiera.

Había un término bastante popular en el mundo secular para los extraños giros del destino: sincronía. Pero, para una persona religiosa, la sincronía era un concepto inaceptable, incluso demoníaco. El padre Azetti veía cualquier cadena de incidentes como algo unido por una mano invisible, como una cuestión de voluntad, no de azar. Mirándolo así, su presencia en ese confesionario en concreto, escuchando esa confesión en concreto, se debía a la voluntad divina. Pensó en la manera popular de expresarlo: «Los caminos del Señor son inescrutables.»

Sentado en el andén, el padre Azetti meditó sobre las dimensiones del pecado que había oído en confesión. Dicho simplemente, era una abominación, un crimen que no iba sólo contra la Iglesia, sino contra el universo entero. Ofendía el orden natural de las cosas y contenía en sí mismo el final de la Iglesia; pero no sólo el de la Iglesia.


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