Y así fue transcurriendo el tiempo. En el hospital, un policía hacía guardia fuera de la habitación del prisionero, comprobando sin demasiado entusiasmo las credenciales de todo el mundo que entraba y que salía. Pero, realmente, no parecía hacer falta; todos los que entraban era empleados del hospital y, además de Joe Lassiter y alguno que otro periodista, no llamaba nadie para interesarse por el estado de salud de Sin Nombre.

El lunes antes de la fiesta de Acción de Gracias, Riordan llamó por teléfono a Lassiter para decirle que los médicos iban a quitarle la respiración artificial a Sin Nombre. Ya estaba suficientemente bien para ser interrogado, y los médicos les habían dado permiso para ir a verlo el próximo miércoles.

– ¿Y después qué pasará? -quiso saber Lassiter.

– Lo trasladaremos a Fairfax. Y después presentaremos cargos contra él. Si es necesario, lo llevaremos a los tribunales en una silla de ruedas.

Según los médicos, la salud del paciente había mejorado de forma espectacular, aunque nunca se recuperaría del todo. Tenía todo el cuello y el lado izquierdo de la cara cubierto de cicatrices, y el tejido de los pulmones y de la laringe estaba dañado de forma permanente.

– Eso no le va a gustar demasiado -comentó Riordan.

– ¿Y a quién le gustaría?

– Lo que quiero decir es que, según los médicos, el tipo debía de ser un deportista. O al menos eso es lo que parece. En cualquier caso, su condición física es magnífica, o lo era.

– ¿Qué tipo de deportista? -inquirió Lassiter.

– No lo sé. Desde luego es un tipo grande. Ancho. Puede haber sido boxeador. O defensa de fútbol americano. O uno de esos matones de las discotecas. No lo sé. Alguien grande. Pensándolo bien, puede que fuera soldado.

– ¿Por qué lo dices?

– Tiene varias fracturas viejas. Y cicatrices. La espalda está cubierta de cicatrices, como si hubiera recibido latigazos.

– ¿Qué?

– Lo digo en serio. Deberías verlo. Y, además, tiene una herida de bala. Parece una vieja herida de rifle. Entrada frontal en el hombro derecho, orificio de salida a un centímetro de la columna. Y otra cosa.

– ¿El qué?

– ¿Quieres saber lo que pienso? No me extrañaría que trabajara colocando baldosas.

– ¿Qué?

Riordan se rió, claramente satisfecho consigo mismo.

– Ésa es la otra cosa. Tiene las rodillas llenas de callos. Callos duros como una piedra, inmensos. Así que se me ha ocurrido lo de las baldosas. ¿Se te ocurre una explicación mejor?

Lassiter lo pensó unos segundos.

– A ti tampoco, ¿verdad? -dijo Riordan.

CAPÍTULO 12

La mañana del miércoles que Riordan iba a interrogar a Sin Nombre, Lassiter fue a la oficina, se sentó en su despacho e hizo como si trabajara mientras esperaba la llamada del detective.

El despacho era grande y lujoso. Tenía una chimenea espléndida y amplias ventanas con vistas al Capitolio y al parque que alberga los principales monumentos de la ciudad. El suelo estaba cubierto por una moqueta de color gris paloma. Las paredes, revestidas con paneles de madera de nogal, se hallaban decoradas con litografías tenuemente iluminadas de Hockney. En un extremo de la habitación había un escritorio de madera ricamente tallado. En el otro había una pareja de sillones de orejas y un sofá de cuero. El resultado de todo ello era un ambiente sereno y discreto pensado para que tanto los ricos como los cautos y los atribulados se sintieran cómodos.

Las oficinas de Lassiter Associates ocupaban todo el noveno piso del edificio. Eso significaba que, además del que ocupaba el titular de la empresa, había otros tres despachos que hacían esquina. Uno de ellos era una sala de reuniones. Los otros dos alojaban a los subdirectores de la empresa: Judy Rifkin y Leo Bolton. Había otros ocho despachos con ventanas. Cada uno de ellos albergaba a un investigador jefe. El resto de los investigadores, el personal de informática, las secretarias y los demás empleados ocupaban la colmena de cubículos del espacio interior. Además de Joe Lassiter, había otras treinta y seis personas en la sede central de la empresa. Y aproximadamente otras cuarenta repartidas entre Nueva York, Chicago, Londres y Los Ángeles.

Las medidas de seguridad eran férreas y ostentosas, como correspondía. Empezaban en la zona de recepción, donde un moderno sistema de vigilancia por vídeo grababa los movimientos tanto de los visitantes como de los empleados. Detrás de la zona de recepción, el acceso a los despachos con ventanas estaba controlado con un sistema biométrico de cierre que verificaba mediante un escáner las huellas dactilares del dedo pulgar de las personas que tenían permitido el acceso. En los despachos, todas las ventanas tenían cortinas plastificadas que absorberían las vibraciones en el supuesto de que alguien intentara valerse de un dispositivo de láser para espiar las conversaciones a través del cristal. Todos los archivos incluían cerraduras de combinación y había una máquina para destruir documentos al lado de cada escritorio. Además de estas medidas de seguridad, también había otras menos patentes. Puesto que Lassiter Associates trabajaba fundamentalmente para grandes empresas y para los despachos de abogados más prestigiosos, sus informes no estaban hechos para ser copiados. En consecuencia, y a no ser que se especificase lo contrario, los informes se imprimían en papel impregnado con fósforo. Así, cualquier esfuerzo por fotocopiar un documento daría como resultado una hoja negra.

Los ordenadores de la oficina estaban equipados con claves de acceso; pero, desde el punto de vista de la seguridad, lo más importante era lo que no tenían: disqueteras. En la práctica, eso significaba que ninguno de los datos de la empresa podía grabarse en un disquete. También había equipos internos que controlaban los movimientos del correo electrónico. Y, si alguna vez algún intruso conseguía acceder al sistema de procesamiento de datos -y los expertos que habían instalado el sistema aseguraban que eso era imposible, -un algoritmo de 128 bits garantizaba que su contenido no pudiera ser decodificado al menos en un millón de años, y eso empleando la tecnología más avanzada.

Todo este proceso resultaba caro y algunos pensaban que era excesivo, pero, como bien sabía Lassiter, la verdad era que las medidas de seguridad se pagaban a sí mismas. La mayoría de los ingresos de la empresa procedían de dos fuentes: pleitos que involucraban a millonarios o a grandes empresas y fusiones y adquisiciones de empresas, a las que todo el mundo llamaba F y A. Ya fuera que el caso involucrara a la mujer de un hombre de negocios, que quería el divorcio y la mitad de los bienes de su marido, o bien una adquisición hostil y la perspectiva de todo tipo de complicadas maniobras financieras, las apuestas siempre eran muy altas, a menudo cientos de millones de dólares. Por lo tanto, la discreción, la absoluta discreción, era un imperativo. Según entendía el negocio Lassiter, lo ideal era que la parte contraria ni siquiera supiera que su empresa estaba involucrada en el caso. A no ser que, como ocurría a veces, el conocimiento de la participación de la empresa pudiera tener un impacto positivo. En esos casos se procedía a realizar una investigación «ruidosa», con filtraciones a los medios de comunicación, seguimientos agresivos y entrevistas con el adversario.

Y lo que era más importante, pensaba Lassiter, era que a los clientes les gustaban las medidas de seguridad. Les gustaban a los abogados, les gustaban a los corredores de bolsa y les gustaban a los consejeros delegados de las grandes empresas. Las cámaras, los códigos y los sistemas de cierre automático les daban una sensación de seguridad y la convicción de haber gastado bien su dinero. Y, sobre todo, los hacía sentirse importantes. Como solía decir Leo: «Qué demonios, por doscientos dólares la hora deberíamos poner alfombras persas en el servicio de caballeros.»


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