Víctor Oliver
Vicepresidente
Muebles Gutiérrez ?
2113 52nd Vi, SW
Miami, Florida 33134
305-234-2421
No tenía ni idea de si existía un 2113 52nd Place, pero el código postal estaba bien y con el número de teléfono tampoco habría problemas. Era un teléfono de contacto que tenía la DEA para operaciones secretas. Aunque claro, si llamaban preguntando por Víctor Oliver, alguien en la DEA iba a malgastar mucho tiempo intentando averiguar quién era.
No era un buen fin de semana para viajar sin reservas. Una de las pistas del aeropuerto National estaba cerrada, y los vuelos del aeropuerto de Dulles estaban saliendo con retraso por la nieve. Aun así, a las tres de la tarde, Lassiter ocupaba un asiento de primera clase en un vuelo de Northwest con destino al aeropuerto de O’Hare, en Chicago. Siempre había pensado que, excepto en vuelos muy largos, volar en primera clase era un desperdicio de dinero, pero era todo lo que había podido conseguir. El asiento de al lado estaba ocupado por una rubia con los ojos marrones y mucho más escote de lo que parecía razonable en un día tan frío. Llevaba mucho perfume y cada vez que decía algo se inclinaba hacia Lassiter y le tocaba el brazo. Tenía las uñas de tres centímetros de largo pintadas de un fuerte color rojo.
Se llamaba Amanda y estaba casada con un constructor que viajaba mucho. «De hecho, en estos momentos está de viaje.» Amanda criaba perros de Shetland. Ahora mismo volvía a casa después de un concurso en Maryland. Lassiter la escuchaba, asintiendo educadamente, mientras hojeaba la revista del avión. A pesar de su falta de entusiasmo, ella no dejó de hablar durante todo el vuelo. Le explicó todos los entresijos de los concursos caninos y los trucos del gremio, que, por lo visto, estaban relacionados con la laca, el esmalte transparente para las uñas y la vitamina E. «Una pizquita de ese aceite, justo en el hocico, y ¡no puede imaginarse cómo les brilla! Ya sé que parece un detalle insignificante, pero en este tipo de concursos esos pequeños detalles son fundamentales.»
Al aterrizar, el ruido de los motores ahogó su voz, aunque no por mucho tiempo. Mientras el avión avanzaba lentamente hacia la terminal, ella se inclinó hacia él, apoyando el pecho en su hombro mientras le cogía la mano.
– Si le apetece un poco de compañía -dijo Amanda al tiempo que le daba su tarjeta de visita, -vivo muy cerca del centro.
La tarjeta era rosa, estaba impresa con una letra llena de fiorituras y tenía un dibujo diminuto de un perro en una esquina. Había algo vulnerable en esa mujer. Como no quería herir sus sentimientos, Lassiter se metió la tarjeta en el bolsillo.
– Voy a estar muy ocupado -repuso, -pero ya veremos. Nunca se sabe.
Lassiter llamó al hotel desde el mismo aeropuerto.
– Embassy Suites. ¿En qué puedo ayudarlo? -Esta vez era la voz de un hombre.
– Bueno, la verdad… Yo no sé cómo… -dijo Lassiter. Era un imitador nato y adoptó un ligero acento extranjero, acordándose de incluir el sujeto en cada frase; algo que siempre hace que una voz suene «extranjera», incluso si el que la escucha no consigue adivinar el acento. -Yo me alojaba en su hotel hace unas semanas y yo me temo que me fui prematuramente. Un problema familiar.
– Lo siento.
– Sí, bueno, era una mujer muy mayor.
– Ah.
– Pero ¡la vida sigue! Y ahora a mí me gustaría pagar mi cuenta.
– ¡Ah! Ya veo. Entonces, ¿no pagó cuando se fue?
– Exactamente.
– Bueno, claro. A veces hay problemas que no pueden esperar. ¿Puede decirme cómo se llama? Lo miraré en el ordenador.
– Juan Gutiérrez.
– Un momento, por favor. -Lassiter oyó el sonido de las teclas y agradeció que no le pusieran el hilo musical. -Aquí está. Había reservado la habitación hasta el día doce, ¿verdad?
– Sí, así es.
– Bueno, parece que le guardamos la habitación mientras nos fue posible, pero… Ah, ya veo cuál es el problema. ¡Ha rebasado el límite de su tarjeta Visa!
– Eso es lo que yo me temía.
El recepcionista se rió comprensivamente.
– Me temo que ha quedado un saldo de seiscientos treinta y siete dólares con dieciocho centavos a nuestro favor. Si quiere, puedo ponerle con el director. Quién sabe, puede que le descuente un par de días.
– No, no. Yo tengo mucha prisa. Y, además, esto no es culpa del hotel.
– Podemos mandarle la cuenta.
– De hecho, uno de mis ayudantes, el señor Víctor Oliver, estará en Chicago mañana. Yo puedo pedirle que se pase por el hotel para saldar la cuenta. ¿Le parece bien?
– Por supuesto, señor Gutiérrez. Le tendré la cuenta preparada en recepción.
Lassiter respiró hondo.
– Sólo una cosa más. Yo me dejé un par de cosas en la habitación. ¿Las habrán…? ¿Las tendrán guardadas en algún sitio? -preguntó con ansiedad.
– Normalmente enviamos los objetos que nuestros clientes se olvidan a la dirección de la tarjeta de crédito, pero si la habitación estaba sin pagar… Me imagino que sus pertenencias estarán en el almacén. Me ocuparé personalmente de entregárselas a su ayudante.
– Gracias. Ha sido de gran ayuda. Yo le diré a Víctor que pregunte por usted.
– Bueno, yo no entro hasta las cinco, así que…
– Perfecto. Víctor tiene todo el día ocupado con reuniones. Yo no creo que pueda ir al hotel antes de las seis.
– Puede pedirle la cuenta a cualquier otra persona de recepción.
– Yo preferiría que fuera usted. Ha sido de gran ayuda.
– Gracias -dijo el hombre. -Bueno, dígale que pregunte Por Willis, Willis Whitestone.
A Lassiter le gustaba Chicago. Los rascacielos junto al lago, el brillo y la sofisticación nunca dejaban de sorprenderle. Fue en taxi al Near North Side y se registró en uno de sus hoteles favoritos, el Nikko. Era un elegante hotel japonés con un excelente servicio. Los arreglos florales eran tan bellos como sencillos y tenía un magnífico restaurante en la planta baja. Lassiter disfrutó de su exquisita comida esa misma noche, acompañando el sushi con dos botellas grandes de Kirin. Al volver a su habitación, lo normal hubiera sido encontrar un bombón en la almohada, pero, claro, aquello era el Nikko. En vez del bombón había una figurita hecha con papel de arroz: un lobo aullando, o quizá fuera un perro. Fuera lo que fuese, lo hizo pensar en Blade Runner.
Al día siguiente pasó la mayor parte de la mañana visitando el Art Institute. Después fue a la sucursal de su empresa para saludar a sus empleados. La oficina de Chicago era mucho más pequeña que la de Washington, pero sus empleados eran igual de eficaces y la facturación estaba creciendo. Les dio la enhorabuena. Después degustó un pesado pero delicioso almuerzo en Berghof's. Para bajar la comida, volvió andando hasta el hotel. Las calles estaban muy animadas. Había mujeres del ejército de salvación haciendo sonar sus campanas, luces navideñas y multitud de personas comprando regalos.
Al llegar al hotel se puso el chándal y las zapatillas y fue hacia la orilla del lago. Soplaba un viento fuerte, pero él bajó la cabeza y siguió corriendo; unos cinco kilómetros hasta el club náutico y vuelta. Cuando volvió al hotel ya había anochecido. Lassiter estaba agotado.
Se duchó para reanimarse y se vistió rápidamente. Una camisa azul grisáceo de la que Mónica solía decir que tenía exactamente el color de sus ojos; un traje azul oscuro con unas rayas casi imperceptibles; una corbata burdeos y negra; zapatos ingleses y guantes de cuero. Todo era de Burberry’s. Excepto los zapatos, que eran de Johnston & Murphy’s, y el abrigo: una prenda algo gastada de cachemir negro que había comprado en Zurich unos ocho años atrás. Lassiter solía vestir de forma sencilla, pero no ese día. Quería estar elegante cuando fuera a ver a Willis Whitestone.
El hotel estaba en la manzana de los números seiscientos de la calle State. Lassiter anduvo un poco, se tomó una copa en un bar cercano y calculó su llegada para las seis en punto. Se sentía algo nervioso; al fin y al cabo, estaba trabajando a ciegas. ¿Y si Sin Nombre se había dejado una pistola o un kilo de coca en la habitación? Respiró hondo y entró en el vestíbulo con paso decidido.