Pero eso nunca llegó a ocurrir. Perdió el favor de la Curia al participar en las manifestaciones contra el brutal régimen militar de Buenos Aires. Azetti le exigió al gobierno argentino que le notificara el paradero de ciudadanos desaparecidos y concedió entrevistas a periodistas extranjeros; entrevistas tan incendiarias que, en dos ocasiones, provocaron el intercambio de notas diplomáticas.
Con la llegada del papa Juan Pablo II estaba claro que el Vaticano no iba a seguir tolerando el activismo político de curas como Azetti. El nuevo papa era un dominico, un polaco conservador de la época de la Guerra Fría que veía la justicia social como una misión de carácter más secular que religioso.
Los dominicos y los jesuitas casi siempre han perseguido objetivos distintos. Así que a nadie le sorprendió que la Compañía de Jesús cayera bajo sospecha. La orden entera fue amonestada por prestarle más atención a las cuestiones políticas que a servir a la Iglesia, algo que a ojos del nuevo papa representaba una clara falta de equilibrio.
Aunque el cuarto voto de los jesuitas es la obediencia al papa, el padre Azetti no podía compartir esa visión. ¿Cómo podía ser sacerdote y no defender a los pobres? En una conversación de carácter privado con un periodista norteamericano, Azetti dijo que Juan Pablo II no se oponía al activismo político en sí, sino a determinados tipos de activismo. Podría haberlo dejado ahí, pero, para que no quedara ninguna duda sobre lo que pensaba, añadió: «Se fomentan actividades anticomunistas, pero no se toleran denuncias contra regímenes fascistas, sin importar que puedan torturar y asesinar a miles de personas.»
Dos días después, sus comentarios aparecieron publicados, más o menos literalmente, en la Christian Science Monitor. El artículo iba acompañado por una foto de Azetti a la cabeza de una manifestación en la plaza de Mayo. Debajo de la foto figuraba su nombre y la pregunta: ¿cisma?
Dadas las circunstancias, Azetti tuvo suerte de no ser excomulgado. Fue llamado al Vaticano y desposeído de su rango a todos los efectos. Como ejercicio de humildad, fue enviado a una parroquia tan pequeña y remota que nadie sabía decirle dónde estaba exactamente. Unos decían que estaba cerca de Orvieto. O puede que de Gubbio. Desde luego, estaba en Umbría, pero ¿dónde? Finalmente encontró el pueblo con la ayuda de un mapa del ejército; era una cabeza de alfiler justo al norte de Todi. Desde entonces, no se había movido de Montecastello, y su prometedora carrera había quedado reducida a las labores de un cura de parroquia.
Pero de eso hacía mucho tiempo.
El padre Azetti entró en la antecámara que tan bien recordaba. Era una habitación sencilla, con dos bancos de madera, un viejo escritorio y un solitario crucifijo colgado en la pared. Las aspas de un gran ventilador giraban lentamente en el techo, removiendo el calor.
La habitación estaba vacía. En el escritorio, decenas de tostadoras con alas se movían silenciosamente por la pantalla de un ordenador portátil. Azetti buscó un timbre. Al no encontrarlo, tosió en señal de aviso. Después recurrió a un sonoro saludo. Finalmente se sentó en uno de los bancos, cogió su rosario y empezó a rezar.
Estaba en la decimosegunda cuenta cuando un sacerdote con hábitos blancos salió del despacho del cardenal. Al verlo, el sacerdote se detuvo con gesto de sorpresa.
– ¿Puedo ayudarlo en algo, padre?
– Grazie -dijo Azetti incorporándose.
El sacerdote le ofreció la mano y dijo:
– Donato Maggio.
– ¡Azetti! Giulio Azetti, de Montecastello.
El padre Maggio frunció el ceño.
– Es un pueblecito en Umbría -añadió Azetti.
– Ah -repuso Maggio. -Claro.
Los dos hombres permanecieron unos segundos en silencio, sonriendo de manera forzada. Por fin, Maggio se sentó frente a su escritorio.
– ¿En qué puedo ayudarlo? -dijo.
Azetti se aclaró la garganta.
– ¿Es usted el secretario del cardenal? -preguntó.
Maggio negó con la cabeza y sonrió.
– No, realmente sólo estoy sustituyéndolo durante unas semanas. Hay mucho trabajo. Está habiendo muchos cambios. Realmente soy ayudante de archivos.
Azetti asintió, retorciendo su sombrero entre las manos. Tendría que haber adivinado el puesto de Maggio. A pesar de todos los años que habían pasado, la frase le vino inmediatamente a la cabeza: un ratón de archivos. Así llamaban a quienes trabajaban en lo más profundo de los archivos, buscando pergaminos y viejos textos iluminados para los cardenales, los obispos y los profesores de las universidades vaticanas. Maggio moqueaba continuamente y tenía la nariz roja y los típicos ojos miopes de la especie. Al cabo de cierto tiempo, la escasa iluminación y los siglos de humedad acumulados en los libros hacían inevitable que todos compartieran esas características.
– Entonces… -dijo Maggio frunciendo el ceño, – ¿en qué puedo ayudarlo, padre? -Se sentía un poco decepcionado porque el sacerdote no le había preguntado la razón de tanto trabajo ni la naturaleza de los «cambios» que había mencionado. De haberlo hecho, Maggio podría haber mencionado algo sobre la salud del papa para disfrutar con la reacción de sorpresa del párroco ante la noticia. Pero este párroco parecía ensimismado en sus propios pensamientos. Maggio tuvo que repetir la pregunta. – ¿En qué puedo ayudarlo?
– He venido a ver al cardenal.
Maggio movió la cabeza.
– Lo siento -contestó.
– ¡Es urgente! -insistió Azetti.
Maggio pareció dudar.
– Una amenaza contra la fe -explicó Azetti.
El ratón de archivos sonrió parcamente.
– El cardenal está muy ocupado, padre. Usted debería saber eso.
– ¡Lo sé, lo sé! Pero…
– Cualquiera puede decírselo: las citas tienen que concertarse con mucha antelación. -El hombre detalló el procedimiento con desgana. Primero, Azetti debería haber consultado con el obispo de su diócesis. Pero, como no lo había hecho, como ya estaba en Roma, quizá fuera posible conseguirle una entrevista con algún prelado a quien Azetti podría explicarle la naturaleza del asunto. Y, si después se estimaba pertinente, tal vez fuera posible que viera al cardenal, aunque desde luego no antes de que transcurrieran varias semanas, o puede que incluso más. Quizá lo mejor fuera que escribiera una carta.
El padre Azetti dio unos golpecitos impacientes en el ala de su sombrero. Ya había sido acusado antes de arrogancia por creer que sus preocupaciones eran lo más importante cuando la Iglesia tenía otras prioridades. Pero ¿en este caso? No. No. Un intermediario no serviría, ni tampoco una carta. Tenía que hablar personalmente con el cardenal. Con este cardenal.
– Esperaré -decidió. Después volvió a sentarse en el banco.
– Creo que no me he explicado bien -dijo Maggio esbozando una débil sonrisa. -El cardenal no puede recibir a todas las personas que quieran verlo. Existen procedimientos.
– Se ha explicado perfectamente -dijo el padre Azetti ante la desesperación del secretario, -pero esperaré.
Y eso hizo.
Cada mañana, Azetti llegaba a la basílica de San Pedro a las siete en punto. Rezaba sus oraciones sentado en un banco cerca de la famosa estatua de San Pedro, observando cómo los devotos se acercaban y esperaban su turno para besar el pie de bronce del gran apóstol. Siglos de besos habían hecho desaparecer las separaciones entre los dedos y la parte delantera del pie había perdido su forma original; incluso la suela de la sandalia se había fundido con el bronce del pie.
A las ocho de la mañana, Azetti subía los escalones hasta la antecámara del tercer piso y le daba su nombre al padre Maggio. Cada día, Maggio bajaba la cabeza con frialdad y escribía el nombre de Azetti en el libro de registro con una precisión hostil. El párroco ocupaba su puesto en el banco, donde permanecía incómodamente sentado durante el resto del día. A las cinco de la tarde, cuando se cerraban las dependencias del cardenal, volvía sobre sus pasos, descendía la escalera, atravesaba la columnata de Bernini y salía por la puerta de Santa Ana.