MÓNICA - Caridad Bravo Adams

Segunda Parte de Corazón Salvaje

MÓNICA

Caridad Bravo Adams

1

—¡ANA... ANA! —llama Aimée con impaciencia—: ¡Ana...!

—Aquí estoy, señora Aimée, ya llego... corriendo llego...

—¿Corriendo? Hace tres horas que te envié. Si te parece, podías haber tardado más.

—¡Ay!, señora Aimée, si es que el señor Renato me mandó a una cosa y tuve que hacerla.

—¿Renato? ¿A qué te mandó Renato?

—A que acompañara a la señorita Mónica a su cuarto y a que le dijera a la señora Catalina que la señorita no se encontraba bien. El señor me mandó que hiciera eso y tuve que hacerlo.

—Naturalmente... olvidando por completo mis encargos, sabiendo que estoy aquí muriendo de impaciencia, esperando que llegues... Habla pronto. ¿Pudiste ver a Juan... hablar con él?

—No, señora, el señor Juan dejó al notario con la palabra en la boca, cogió un caballo y se fue...

—¿A dónde? ¿Qué rumbo tomó? ¿No te fijaste?

—No, señora, con la boca abierta me quedé mirando al caballo correr. Y cuando venía para acá a contárselo a usted, ¡zas!, el niño Renato que me llama y yo que tengo que acompañar a la señorita Mónica, que tampoco me dejó que entrara a su cuarto ni que le dijera nada a doña Catalina. Entró ella primero, me cerró la puerta en las narices y me dejó fuera. Para mí que no estaba enferma, sino como asustada. Seguro que la asustó el señor Juan, que estuvo peleando con ella.

—¿Peleando con ella? ¿Cuándo?

—Cuando la encontró sonsacando al negrito ese que siempre va con él, al Colibrí... ¡Muchacho más revoltoso y más travieso, y más atrevido también! Se robó una empanada de la cocina, ¿y sabe lo que le contestó a la cocinera?

—¿Qué puede importarme? Contéstame a lo que necesito saber. Antes de irse Juan, ¿con quién habló? ¿Qué dijo? ¿Se fue inmediatamente después de discutir con Mónica?

—No, señora, luego estuvo también con el notario pelea que te pelea. De ahí se fue como un tiro a buscar un caballo que ya había mandado ensillar. Se montó de un brinco, y después no se veía más qué la polvareda...

—Óyeme, Ana —se impacienta Aimée—, es preciso, indispensable, que yo vea a Juan antes de que anochezca, que yo le hable. Tienes que encontrarlo, que darle ese recado de mi parte, pero sin que te sienta la tierra, sin que nadie sospeche que fui yo quien te mandé, ¿entiendes?

—Entiendo, señora. Pero, ¿cómo voy a hacer eso? Yo no sé ni a dónde fue...

—Pregúntale a quien sea, a quien pueda darte razón. Espera, ¿el muchacho fue con él?

—No, él se fue solo y hecho una furia.

—Pues busca al muchacho y tráemelo sin que nadie te vea, sin que nadie se entere de que soy yo quien va a hablar con él. Sírveme bien, Ana, sírveme bien y tendrás la sortija más linda del mundo... y además dinero, todo el dinero que quieras... ¡Anda... ve, corre!

Con gesto de determinación desesperada ha empujado Aimée a la oscura doncella nativa, obligándola a acelerar el siempre pausado ritmo de sus movimientos. Luego va de un lado a otro por la lujosa alcoba sin saber cómo calmarse, cómo aplacar sus nervios, sometidos desde hace varias horas a la penosa tensión de la espera. Nunca pudo pensar que Juan del Diablo tomara tan rápidamente una determinación semejante. Seguirle, huir con él, dejarlo todo, cambiar su posición y su riqueza por la suerte de aquel aventurero, por muy atractivo que fuese para ella, por muy grande que fuese la sugestión que sobre sus sentidos ejerce, es más de lo que humanamente está dispuesta a dar. No, no irá con él de aquella manera. Pero, ¿cómo aplacarlo? ¿Cómo evitar la feroz venganza de sus celos? Pensando en él se estremece de temor y deseo a la vez. Lo anhela y lo repudia, lo ama y lo aborrece, se desespera al no poder dominarlo a su antojo y le ama más al verlo como es: duro y rebelde, feroz en su dominio, implacable en aquella amargura que ahora destilan sus caricias y sus besos...

Ha caído de rodillas al pie de la ventana, apretadas una contra otra las manos engarfiadas, dilatadas las pupilas que espían inútil y ansiosamente. Una fiera determinación se levanta también en su alma y prorrumpe en voz alta:

—¡No será como a él se le antoja! ¡Será como yo quiera! ¡Tendrá que ser como yo quiera!

—¡Ana... Ana...! —se exaspera Aimée—. ¿Acabarás de mover esos malditos pies? ¿Acabarás de llegar?

—Ya llego, señora Aimée. Pero es que hace un calor...

—¡El demonio cargue contigo! ¿Dónde está el niño?

—Pues no lo encontré, pero me dijeron dónde estaba el señor Juan. Fue al ingenio... Yanina le estaba diciendo a Bautista que el señor Juan... Juan del Diablo como dice ella, había mandado ensillar el caballo blanco del amo y había tumbado en él para el ingenio, y que había que ver cómo mandaba y cómo disponía, como si el amo fuera él. Si usted quiere, yo puedo irme para allá. Ahora mismo están cargando en el patio los carretones grandes con todo lo que van a mandar para el ingenio... Yo puedo ir en uno de ellos y le digo al señor Juan lo que usted me mande que le diga, mi ama. Que venga, ¿no?

—Sí. Que necesito hablarle, verlo... Pero espera, espera... No me fío mucho de que llegues a tiempo. —Con angustia creciente ha ido hacia la ventana. Ya el sol está muy bajo, apenas dora con sus últimos rayos la cumbre altanera del Mont Pelée, y murmura como para sí—: Él me espera esta noche a las doce...

—De aquí a las doce hay mucho tiempo...

—¿Nadie ha preguntado por mí en la casa?

—Nadie ha salido de su cuarto desde esta mañana. Ni la señora Sofía, ni la señorita Mónica, ni la señora Catalina... Y el señor Renato está con el notario en el despacho que fue del amo don Francisco, y lo único que pidieron que les entraran fue coñac y café. Yanina misma entró a llevárselo. Dijo que no podía entrar otro a molestarlos, porque estaban arreglando las cuentas...

—Menos mal. Bueno, vas a buscar, dónde esté, al señor Juan. Vas a decirle que estoy enferma, muy enferma; que por piedad aguarde a la mañana para hablarme y para verme. Dile que se lo ruego llorando... Dile...

—¿Por qué no me escribe todo eso en un papel, mi ama?

—¿En un papel? Sí, tienes razón... Pero...

—En un papel sin firmarlo. Yo ya le digo que es de usted. En su propia mano lo pongo. Sólo a él se lo entrego. Se lo juro, mi ama, sólo a él... No tenga miedo...

—Voy a confiar en ti, Ana, voy a escribir ese papel, pero me respondes con tu vida de que sólo a Juan lo has de entregar... ¡Júramelo, Ana, júramelo!

—¡Por Dios y la Virgen del Cielo! ¡Sólo al señor Juan le daré el papel, y si no es así, que me caiga muerta!

La oscura doncella ha jurado cruzando los dedos, y un instante Aimée parece vacilar entre la necesidad perentoria de confiarse a ella y el pensar el arma terrible que fabrica contra sí misma en aquellas letras. Con ansia febril va hasta el pequeño secreter y nerviosamente rebusca hasta hallar lo que necesita.

—Ana, vas a tener mucho cuidado con esto. Si alguien quiere quitártelo, si te ves en cualquier aprieto...

—¡Me como la carta antes que dársela a otro! Juradito, mi ama...

—Está bien, está bien... —acata Aimée poniéndose a escribir, mas de pronto duda y rompe el papel—. ¡No puedo venderme de esa manera! Espera... ¿No sabes tú escribir, Ana?

—¿Yo escribir? ¡Qué va! Sé sacar cuentas y pintar muy bonito. Yanina sí sabe escribir y leer. Le pusieron maestro como a las niñas blancas. De las sirvientas, es la única que sabe escribir. Pero usted no va a fiarse de ella... Además, si el señor Juan no ve su letra no va a creer que el papel es de usted...

—Él nunca vio mi letra. Pero espera... espera... Puedo escribir un papel que no me comprometa demasiado. Sí, eso es, él comprenderá. Él comprenderá que no puedo mandar otra cosa contigo... Él entenderá...


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