Y la sombra que le pasaba la mano por la cara, cariñoteando respondió a su queja:

– ¡Hijo, me duele el alma!

La dicha no sabe a carne. Junto a ellos bajaba a besar la tierra la sombra de un pino, fresca como un río. Y cantaba en el pino un pájaro que a la vez que pájaro era campanita de oro:

– ¡Soy la Manzana-Rosa del Ave del Paraíso, soy la vida, la mitad de mi cuerpo es mentira y la mitad es verdad; soy rosa y soy manzana, doy a todos un ojo de vidrio y un ojo de verdad: los que ven con mi ojo de vidrio ven porque sueñan, los que ven con mi ojo la verdad ven porque miran! ¡Soy la vida, la Manzana-Rosa del Ave del Paraíso; soy la mentira de todas las cosas reales, la realidad de todas las ficciones!

Súbitamente abandonaba el regazo materno y corría a ver pasar los volatines. Caballos de crin larga como sauces llorones jineteados por mujeres vestidas de vidriera. Carruajes adornados con flores y banderolas de papel de China rodando por la pedriza de las calles en inestabilidad de ebrios. Murga de mugrientos, soplacobres, rascatripas y machacatambores. Los payasos enharinados repartían programas de colores, anunciando la función de gala dedicada al Presidente de la República, Benemérito de la Patria, Jefe del Gran Partido Liberal y Protector de la Juventud Estudiosa.

Su mirada vagaba por el espacio de una bóveda muy alta. Los volatines le dejaron perdido en un edificio levantado sobre un abismo sin fondo de color verdegay. Los escaños pendían de los cortinajes como puentes colgantes. Los confesionarios subían y bajaban de la tierra al cielo, elevadores de almas manejados por el Ángel de la Bola de Oro y el Diablo de los Oncemil Cuernos. De un camarín -como pasa la luz por los cristales, no obstante el vidrio- salió la Virgen del Carmen a preguntarle qué quería, a quién buscaba. Y con ella, propietaria de aquella casa, miel de los ángeles, razón de los santos y pastelería de los pobres, se detuvo a conversar muy complacido. Tan gran señora no medía un metro, pero cuando hablaba daba la impresión de entender de todo como la gente grande. Por señas le contó el Pelele lo mucho que le gustaba masticar cera y ella, entre seria y sonriente, le dijo que tomara una de las candelas encendidas en su altar. Luego, recogiéndose el manto de plata que le quedaba largo, le condujo de la mano a un estanque de peces de colores y le dio el arco iris para que lo chupara como pirulí. ¡La felicidad completa! Sentíase feliz desde la puntitita de la lengua hasta la puntitita de los pies. Lo que no tuvo en la vida: un pedazo de cera para masticar como copal, un pirulí de menta, un estanque de peces de colores y una madre que sobándole la pierna quebrada le cantara «¡sana, sana, culito de rana, siete peditos para vos y tu nana!», lo alcanzaba dormido en la basura.

Pero la dicha dura lo que tarda un aguacero con sol… por una vereda de tierra color de leche, que se perdía en el basurero, bajó un leñador seguido de su perro: el tercio de leña a la espalda, la chaqueta doblada sobre el tercio de leña y el machete en los brazos como se carga a un niño. El barranco no era profundo, mas el atardecer lo hundía en sombras que amortajaban la basura hacinada en el fondo, desperdicios humanos que por la noche aquietaban el miedo. El leñador volvió a mirar. Habría jurado que le seguían. Más adelante se detuvo. Le jalaba la presencia de alguien que estaba allí escondido. El perro aullaba, erizado, como si viera al diablo. Un remolino de aire levantó papeles sucios manchados como de sangre de mujer o de remolacha. El cielo se veía muy lejos, muy azul, adornado como una tumba altísima por coronas de zopilotes que volaban en círculos dormidos. A poco, el perro echó a correr hacia donde estaba el Pelele. Al leñador le sacudió frío de miedo. Y se acercó paso a paso tras el perro a ver quién era el muerto. Era peligroso herirse los pies en los chayes, en los culos de botellas o en las latas de sardina, y había que burlar a saltos las heces pestilentes y los trechos oscuros. Como bajeles en mar de desperdicios hacían agua las palanganas…

Sin dejar la carga -más le pesaba el miedo- tiró de un pie al supuesto cadáver y cuál asombro tuvo al encontrarse con un hombre vivo, cuyas palpitaciones formaban gráficas de angustia a través de sus gritos y los ladridos del can, como el viento cuando entretela la lluvia. Los pasos de alguien que andaba por allí, en un bosquecito cercano de pinos y guayabos viejos, acabaron de turbar al leñador. Si fuera un policía… De veras, pues… Sólo eso le faltaba…

– ¡Chú-chó! -gritó al perro. Y como siguiera ladrando, le largó un puntapié-. ¡Chucho, animal, dejá estar!…

Pensó huir… Pero huir era hacerse reo de delito… Peor aún si era un policía… Y volviéndose al herido:

– ¡Preste, pues, con eso lo ayudo a pararse!… ¡Ay, Dios, si por poco lo matan!… ¡Preste, no tenga miedo, no grite, que no le estoy haciendo nada malo! Pasé por aquí, lo vide botado y…

– Vi que lo desenterrabas -rompió a decir una voz a sus espaldas- y regresé porque creí que era algún conocido; saquémoslo de aquí…

El leñador volvió la cabeza para responder y por poco se cae del susto. Se le fue el aliento y no escapó por no soltar al herido, que apenas se tenía en pie. El que le hablaba era un ángel: tez de dorado mármol, cabellos rubios, boca pequeña y aire de mujer en violento contraste con la negrura de sus ojos varoniles. Vestía de gris. Su trape, a la luz del crepúsculo, se veía como una nube. Llevaba en las manos finas una caña de bambú muy delgada y un sombrero limeño que parecía una paloma.

¡Un ángel… -el leñador no le desclavaba los ojos-, un ángel se repetía-,… un ángel!

– Se ve por su traje que es un pobrecito -dijo el aparecido-. ¡Qué triste cosa es ser pobre!

– Sigún; en este mundo todo tiene sus asigunes. Véame a mí; soy bien pobre, el trabajo, mi mujer y mi rancho, y no encuentro triste mi condición -tartamudeó el leñador como hablando dormido para ganarse al ángel, cuyo poder, en premio a su cristiana conformidad, podía transformarlo, con sólo querer, de leñador a ley. Y por un instante se vio vestido de oro, cubierto por un manto ojo, con una corona de picos en la cabeza y un cetro de brillantes en la mano. El basurero se iba quedando atrás…

– ¡Curioso! -observó el aparecido sacando la voz sobre los lamentos del Pelele.

– Curioso, ¿por qué?… Después de todo, somos los pobres los más conformes. ¡Y qué remedio, pues! Verdá es que con eso de la escuela los que han aprendido a ler andan inflenciados de cosas imposibles. Hasta mi mujer resulta a veces triste porque dice que quisiera tener alas los domingos.

El herido se desmayó dos y tres veces en la cuesta, cada vez más empinada. Los árboles subían y bajaban en sus ojos de moribundo, como los dedos de los bailarines en las danzas chinas. Las palabras de los que le llevaban casi cargado recorrían sus oídos haciendo equis como borrachos en piso resbaloso. Una gran mancha negra le agarraba la cara. Resfríos repentinos soplaban por su cuerpo la ceniza de las imágenes quemadas.

– ¿Conque tu mujer quisiera tener alas los domingos? -dijo el aparecido-. Tener alas, y pensar que al tenerlas le serían inútiles.

– Ansina, pue; bien que ella dice que las quisiera para irse a pasear, y cuando está brava conmigo se las pide al aire.

El leñador se detuvo a limpiarse el sudor de la frente con la chaqueta, exclamando:

– ¡Pesa su poquito!

En tanto, el aparecido decía:

– Para eso le bastan y le sobran los pies; por mucho que tuviera alas no se iría.

– De cierto que no, y no por su bella gracia, sino porque la mujer es pájaro que no se aviene a vivir sin jaula, y porque pocos serían los leños que traigo a memeches para rompérselos encima -en esto se acordó de que hablaba con un ángel y apresuróse a dorar la píldora-, con divino modo, ¿no le parece?

El desconocido guardó silencio.

– ¿Quién le pegaría a este pobre hombre? -añadió el leñador para cambiar de conversación, molesto por lo que acababa de decir. -Nunca falta…

– Verdá que hay prójimos para todo… A éste sí que sí que… lo agarraron como matar culebra: un navajazo en la boca y al basurero. -Sin duda tiene otras heridas.

– La del labio pa mí que se la trabaron con navaja de barba, y lo despeñaron aquí, no vaya unté a crer, para que el crimen quedara oculto.

– Pero entre el cielo y la tierra…

– Lo mesmo iba a decir yo.

Los árboles se cubrían de zopilotes ya para salir del barranco y el miedo, más fuerte que el dolor, hizo callar al Pelele; entre tirabuzón y erizo encogióse en un silencio de muerte.

El viento corría ligero por la planicie, soplaba de la ciudad al campo, hilado, amable, familiar…

El aparecido consultó su reloj y se marchó deprisa, después de echar al herido unas cuantas monedas en el bolsillo y despedirse del leñador afablemente.

El cielo, sin una nube, brillaba espléndido. Al campo asomaba el arrabal con luces eléctricas encendidas como fósforos en un teatro a oscuras. Las arboledas culebreantes surgían de las tinieblas junto a las primeras moradas: casuchas de Iodo con olor de rastrojo, barracas de madera con olor de ladino, caserones de zaguán sórdido, hediendo a caballeriza, y posadas en las que era clásica la venta de zacate, la moza con traído en el castillo y la tertulia de arrieros en la oscuridad.

El leñador abandonó al herido al llegar a las primeras casas; todavía le dijo por dónde se iba al hospital. El Pelele entreabrió los párpados en busca de alivio, de algo que le quitara el hipo; pero su mirada de moribundo, fija como espina, clavó su ruego en las puertas cerradas de la calle desierta. Remotamente se oían clarines, sumisión de pueblo nómada, y campanas que decían por los fieles difuntos de tres en tres toques trémulos: ¡Lás-tima!… ¡Lás-tima!… ¡Lás-tima!…

Un zopilote que se arrastraba por la sombra lo asustó. La queja rencorosa del animal quebrado de un ala era para él una amenaza. Y poco a poco se fue de allí, poco a poco, apoyándose en los muros, en el temblor inmóvil de los muros, quejido y quejido, sin saber adónde, con el viento en la cara, el viento que mordía hielo para soplar de noche. El hipo lo picoteaba…

El leñador dejó caer el tercio de leña en el patio de su rancho, orno lo hacía siempre. El perro, que se le había adelantado, lo recibió con fiestas. Apartó el can y, sin quitarse el sombrero, abriéndose la chaqueta como murciélago sobre los hombros, llegóse a la lumbre encendida en el rincón donde su mujer calentaba las tortillas, y le refirió lo sucedido.


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