– Aparentemente no. Podría ser que simplemente tenemos que sacárnoslo de dentro.
– Yo no tengo que sacarme nada de dentro -mintió-. Sólo tienes que preocuparte de ti. A mí no me interesa volver a meterme en el asiento trasero de tu coche.
– Eso podría resultar bastante interesante -comentó el, con una sonrisa-, pero yo tenía en mente un lugar mucho más cómodo.
– Sea cual sea el lugar, la respuesta sigue siendo no.
Vanessa se dirigió hacia la escalera. Él la agarró rápidamente por el brazo antes de que pudiera bajar.
– La última vez que me dijiste no, tenías dieciséis años. Por mucho que yo lo lamente, tengo que decirte que tenías razón. Los tiempos han cambiado y, ahora, los dos somos personas adultas.
– Que seamos adultos no significa que yo me voy a meter de un salto en tu cama -le espetó ella.
– Pero sí significa que yo me tomaré el tiempo y las molestias necesarias para hacer que cambies de opinión.
– Sigues siendo un estúpido egoísta, Brady.
– Y tú sigues dedicándome esa clase de apelativos cuando sabes que tengo razón -replicó él. Tiró de ella y le dio un beso duro y breve-. Sigo deseándote, Van, y te juro que esta vez voy a tenerte.
Ella vio la sinceridad que Brady tenía reflejada en los ojos justo antes de apartarse de él.
– Vete al infierno.
Se dio la vuelta y bajó corriendo la escalera. Brady observó desde la ventana cómo cruzaba el puente a toda prisa y se dirigía a su coche. A pesar de la distancia, oyó que cerraba la puerta con fuerza. Sonrió. Vanessa siempre había tenido muy mal genio. Se alegraba de ver que seguía siendo así.
Capítulo IV
Vanessa aporreaba las teclas del piano. Tocaba una pieza de Tchaikovsky, el primer movimiento de un concierto para piano. Estaba realizando una apasionada interpretación de una composición muy romántica. Gracias a la música conseguía sacar la violencia que le bullía en su interior.
Brady no había tenido derecho alguno a hacerla volver atrás, a obligarla a enfrentarse a sentimientos que deseaba olvidar. Lo peor era que le había demostrado que eran mucho más intensos y profundos al ser una mujer.
El no significaba nada para ella. No era más que un viejo conocido, un amigo de la infancia. No permitiría que volviera a hacerle daño. Nunca jamás volvería a permitir que nadie ejerciera sobre ella el poder que Brady había disfrutado una vez.
Se olvidaría de aquellos sentimientos. Si había algo que había aprendido a lo largo de todos aquellos años de viajes y trabajo era que ella era la única responsable de sus sentimientos.
Dejó de tocar y permitió que los dedos le descansaran sobre las teclas. Aunque no podía decir que se sintiera serena, estaba agradecida por, al menos, haber podido exorcizar con la música la mayor parte de su ira y frustración.
– Vanessa -le dijo su madre desde la puerta.
– No sabía que estabas en casa -respondió ella.
– Entré mientras estabas tocando. ¿Te encuentras bien? -le preguntó, algo preocupada.
– Sí, claro que sí. Lo siento. He perdido toda noción del tiempo.
– No importa. La señora Driscoll pasó por la tienda antes de que cerrara. Me dijo que te vio yendo a la casa de Ham Tucker.
– Ya veo que aún tiene vista de lince.
– Y sigue siendo bastante entrometida. Entonces, fuiste a visitar a Ham -dedujo Loretta, con una ansiosa sonrisa en los labios.
– Sí -respondió Vanessa, sin levantarse del taburete del piano-. Tiene un aspecto maravilloso. Casi no ha cambiado. Nos tomamos un trozo de pastel y un té en la cocina.
– Me alegro de que hayas ido a visitarlo. Siempre te ha querido mucho.
– Lo sé. ¿Por qué no me dijiste que tenías una relación con él? -preguntó, tras armarse de valor.
Loretta se llevó la mano al collar de perlas y se lo retorció con gesto nervioso.
– Supongo que no estaba segura de cómo decírtelo. De cómo explicártelo. Pensé que te pondrías… que te sentirías extraña al volver a verlo si sabías que nosotros…
– Tal vez pensaste que no era asunto mío -replicó Vanessa.
– No, claro que no. Oh, Van… -susurró Loretta. Rápidamente se acercó a su hija.
– Bueno, después de todo no lo es. Mi padre y tú llevabais divorciados muchos años antes de que él muriera. Eres muy libre de escoger nuevo acompañante.
La censura que notó en la voz de Vanessa hizo que Loretta sintiera una profunda tristeza. Había muchas cosas de las que se lamentaba, pero su relación con Abraham Tucker no era una de ellas.
– Tienes razón -dijo, cuando hubo recuperado la compostura-. No me siento avergonzada ni culpable por estar saliendo con Ham. Somos adultos y los dos estamos libres. Tal vez al principio me pareció extraño lo que empezó entre nosotros, por Emily. Ella fue mi mejor y más querida amiga, pero ya había muerto y tanto Ham como yo estábamos solos. Tal vez el hecho de que los dos adoráramos a Emily tuvo que ver con que empezáramos nuestra relación. Me siento muy orgullosa de lo que él siente por mí. Durante los últimos años, me ha dado algo que nunca he tenido de otro hombre. Comprensión.
Se dio la vuelta y subió corriendo las escaleras. Estaba delante de la cómoda, quitándose las joyas, cuando Vanessa abrió la puerta.
– Si te he parecido demasiado crítica, te ruego que me disculpes.
Loretta se quitó el collar y lo depositó con brusquedad sobre la cómoda.
– No quiero que te disculpes con tanta cortesía, como si fueras una desconocida, Vanessa. Eres mi hija. Preferiría que me gritaras o que dieras portazos o que te encerraras en tu dormitorio tal y como solías hacerlo entonces.
– Estuve a punto de hacerlo -afirmó Vanessa. Entró en el dormitorio. Se sentía más tranquila y muy avergonzada, por lo que eligió sus palabras con mucho cuidado-. No me disgusta tu relación con el doctor Tucker, pero sí me sorprendió. Lo que te he dicho antes es cierto. No es asunto mío.
– Van…
– No, por favor. Cuando llegué aquí, pensé que nada había cambiado, pero me equivocaba. Me va a resultar muy difícil aceptar ese hecho. Me resulta difícil aceptar que hayas seguido con tu vida tan fácilmente.
– He seguido con mi vida, sí, pero no fácilmente.
De repente, Vanessa la miró con los ojos llenos de pasión.
– ¿Por qué me dejaste marchar?
– No tuve elección. En aquel momento, traté de creer que era lo mejor para ti. Lo que tú deseabas.
– ¿Lo que yo deseaba? -replicó ella, airada-. ¿Me preguntó alguien alguna vez qué era lo que yo deseaba?
– Yo lo intenté. En todas las cartas que te escribí, te supliqué que me dijeras si eras feliz, si querías regresar a casa. Cuando me las devolviste sin abrir, comprendí muy bien tu respuesta.
El rostro de Vanessa palideció súbitamente mientras miraba muy fijamente a Loretta.
– Tú nunca me escribiste.
– Te escribí durante años, con la esperanza de que al menos te apiadaras de mí lo suficiente como para abrir una de mis cartas.
– No hubo ninguna carta -afirmó Vanessa, apretando los puños.
Sin decir ni una palabra, Loretta abrió un pequeño baúl que tenía a los pies de la cama. Sacó una caja y retiró la tapa.
– Las he guardado todas.
Vanessa miró el interior de la caja y vio docenas y docenas de cartas, dirigidas a los hoteles en los que ella se había alojado por toda Europa y los Estados Unidos. Sintió que el estómago se le revolvía, por lo que tuvo que sentarse sobre la cama.
– No las viste nunca, ¿verdad? -murmuró Loretta. Vanessa negó con la cabeza-. Tu padre me negó hasta algo tan insignificante como una carta…
Con un suspiro, Loretta volvió a dejar la caja en el baúl.
– ¿Por qué? -preguntó Vanessa, con la voz desgarrada-. ¿Por qué evitó que viera tus cartas?
– Tal vez pensó que yo interferiría con tu carrera. Se equivocaba -afirmó-.Yo nunca te habría impedido que alcanzaras algo que deseabas y que te merecías tanto. A su modo, te estaba protegiendo a ti y castigándome a mí.