Vanessa se armó de valor, como había hecho cientos de veces antes de salir a un escenario, y siguió andando hacia la casa, subió los escalones de madera y se colocó delante de su madre. Casi eran igual de altas. Aquello fue algo que las sobresaltó. Sus ojos, del mismo tono verdoso, se miraron fijamente.

Estaban de pie, a pocos centímetros de distancia, pero no se abrazaron.

– Te agradezco mucho que me hayas dejado venir -dijo Vanessa. Odiaba la tensión que notaba en su propia voz.

– Aquí siempre eres bienvenida -respondió Loretta, tras aclararse la garganta-. Sentí mucho lo de tu padre.

– Gracias. Me alegra ver que tienes buen aspecto.

– Yo… -susurró Loretta. ¿Qué podía decir que borrara la amargura de doce años perdidos?-. ¿Había… había mucho tráfico en la carretera?

– No, al menos después de salir de Washington. Ha sido un viaje muy agradable.

– A pesar de todo, debes de estar muy cansada. Entra y siéntate.

Cuando siguió a su madre al interior de la casa, Vanessa se dio cuenta de que su madre había cambiado la decoración. Las habitaciones eran mucho más luminosas de lo que recordaba. El imponente hogar de su niñez había sido acogedor, pero el formal y oscuro papel pintando se había visto reemplazado por colores pastel. Se había retirado la moqueta para dejar al descubierto suelos de madera de pino que se veían decorados por coloridas alfombras. Había antigüedades, muy bien restauradas, y se respiraba el aroma de las flores frescas. Comprendió que era el hogar de una mujer. De una mujer con recursos y buen gusto.

– Probablemente te gustaría subir para deshacer la maleta -dijo Loretta deteniéndose frente a las escaleras-. A menos que tengas hambre…

– No, no tengo hambre.

Loretta asintió levemente y comenzó a subir las escaleras.

– Pensé que te gustaría disponer de tu antiguo dormitorio, aunque lo he decorado un poco.

– Ya lo veo.

– Sigues teniendo la vista del jardín trasero.

– Estoy segura de que estará muy bien.

Loretta abrió una puerta y Vanessa la siguió hacia el interior de la habitación.

No había muñecas ni peluches. No había pósters, ni diplomas ni certificados colgados de las paredes. Había desaparecido la estrecha cama sobre la que ella había soñado de niña, al igual que el escritorio sobre el que ella tanto había sufrido al estudiar los verbos franceses y la geometría. Ya no era el dormitorio de una niña, sino el de un invitado.

Las paredes estaban pintadas de color marfil. De las ventanas colgaban unas hermosas cortinas de flores. Había una cama con dosel, cubierta con un edredón color pastel y mullidas almohadas. Sobre un elegante escritorio había un jarrón de cristal con unas fragantes frisias. El aroma de las flores secas fluía por la estancia desde la cómoda.

Loretta, que se sentía muy nerviosa, recorrió la habitación para estirar el edredón y retirar un poco de polvo imaginario de la cómoda.

– Espero que te sientas cómoda aquí. Si necesitas algo, sólo tienes que pedírmelo.

Vanessa se sintió como si se fuera a alojar en un elegante y exclusivo hotel.

– Es una habitación preciosa. Estaré bien, muchas gracias.

– Bien -dijo Loretta. Se había agarrado de nuevo las manos. Ansiaba tanto tocar, abrazar…-. ¿Te gustaría que te ayudara a deshacer la maleta?

– No -replicó Vanessa, tratando de esbozar una sonrisa-. Puedo hacerlo yo sola.

– Muy bien. El cuarto de baño está…

– Lo recuerdo.

Loretta no supo qué decir. Con un gesto de indefensión, empezó a mirar por la ventana.

– Por supuesto. Si deseas algo, estaré abajo -replicó. Entonces, se dejó llevar al fin por la necesidad y enmarcó el rostro de Vanessa con las manos-. Bienvenida a casa.

Con eso, se marchó rápidamente y cerró la puerta a sus espaldas.

Cuando se encontró sola, Vanessa se sentó sobre la cama. Los músculos del estómago le ardían, como si tuviera cuerdas anudadas en su interior. Se apretó la mano sobre el abdomen y estudió la habitación que una vez había sido la suya. ¿Cómo era posible que el pueblo hubiera cambiado tan poco y que aquel dormitorio, su dormitorio, fuera tan diferente? Tal vez ocurría lo mismo con la gente. Podría ser que tuvieran un aspecto parecido, pero que, en el interior, le fueran ya completamente desconocidos.

Como ella misma.

¿Era ella diferente de la niña que había vivido una vez en aquella casa? ¿Se reconocería? ¿Querría hacerlo?

Se levantó para colocarse delante del espejo que había en un rincón. El rostro y las formas eran familiares. Se examinaba cuidadosamente antes de cada concierto para asegurarse de que su apariencia fuera perfecta. Era lo que se esperaba de ella. Solía llevar el cabello bien peinado, recogido sobre la cabeza o en la nuca, pero nunca suelto. Cuando salía al escenario, siempre iba maquillada, aunque no demasiado. Su atuendo era sutil y elegante. Aquella era la imagen de Vanessa Sexton.

En aquellos momentos, tenía el cabello algo revuelto por el viento, pero no había nadie allí para juzgarla o verla. Era del mismo tono castaño oscuro que el de su madre, aunque más largo. Le rozaba suavemente los hombros y podía emitir reflejos del tono del fuego con la luz del sol o brillar suavemente con la de la luna. Los ojos parecían estar algo fatigados, pero aquello no era inusual. Aquella mañana había tenido especial cuidado con el maquillaje, para que sus marcados pómulos y sus labios mostraran un sutil color. Iba vestida con un traje de color rosa, con chaqueta entallada y falda con vuelo. La cinturilla le quedaba un poco suelta, pero últimamente su apetito no había sido demasiado bueno.

«Todo esto sigue siendo tan sólo imagen», pensó. La de una mujer adulta y segura de sí misma. Deseó poder volver atrás el tiempo para poder verse cuando sólo tenía dieciséis años, llena de esperanza a pesar de la tensión que llenaba la casa. Llena de sueños y de música.

Con un suspiro, se dio la vuelta y comenzó a deshacer la maleta.

Cuando era niña, le había parecido de lo más natural utilizar su habitación como su santuario. Después de colocar la ropa por tercera vez. Vanessa se recordó que ya no era una niña. ¿Acaso no había regresado para encontrar el vínculo que había perdido con su madre? Si se quedaba a solas en aquella habitación, no podría hallarlo.

Mientras bajaba las escaleras, escuchó una radio que sonaba en la parte trasera de la casa. Desde la cocina. Su madre siempre había preferido la música popular a la clásica, algo que siempre había irritado al padre de Vanessa. En aquellos momentos sonaba una vieja balada de Elvis Presley, profunda y solitaria. Se dirigió hacia el lugar desde el que provenía el sonido y se detuvo en la puerta de lo que siempre había sido el cuarto de música.

El viejo piano de cola había desaparecido, al igual que el enorme y pesado aparador que contenía montones de partituras de música. En su lugar había unas sillas pequeñas, de aspecto frágil, con cojines de punto de cruz. En un rincón, había una hermosa camarera para el té, sobre la cual destacaba un jarrón con una frondosa planta verde. De las paredes colgaban acuarelas enmarcadas en estrechos marcos y había un sofá de estilo Victoriano delante de las ventanas.

Todo ello, se había colocado alrededor de una hermosa y exquisita espineta realizada en palisandro. Vanessa se acercó inmediatamente y, muy suavemente, tan sólo para sí misma, tocó los primeros acordes de una pieza de Chopin. Sonó tan mecánicamente que comprendió que el piano era nuevo. ¿Lo habría comprado su madre después de recibir la carta en la que su hija le decía que iba a regresar? ¿Sería un gesto, un intento, por tender un puente sobre aquellos doce años perdidos?

Mientras se frotaba las sienes en un intento desesperado por frenar los inicios de un dolor de cabeza, Vanessa pensó que no podía ser tan sencillo. Las dos lo sabían. Le dio la espalda al piano y se dirigió a la cocina.


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