– ¿Cree que no tengo el dinero? -preguntó O'Connell.
– Tengo que verlo -replicó el otro dando un paso atrás.
O'Connell advirtió que los otros parroquianos se apartaban con disimulo. También ellos eran veteranos en esa clase de trifulcas.
Miró de nuevo al barman. Era demasiado viejo y tenía mucha experiencia en ese mundo de oscuros rincones para dejarse sorprender. Y, en ese segundo, O'Connell comprendió que el tipo tendría algún recurso a mano. Un bate, o tal vez una porra. Incluso algo más sustancioso, como una pistola de cromo plateado o una escopeta. No, pensó, escopeta no; demasiado pesada para manipularla. Algo más práctico, como un revólver del 38, con el seguro quitado, cargado con balas marcadas para ampliar al máximo el daño al cliente y reducir al mínimo los daños a la propiedad. Estaría situado fuera de la vista, fácil de alcanzar. Y él no podría sacar la navaja lo bastante rápido antes de que el barman cogiera el arma.
Se encogió de hombros y miró al hombre tras la barra.
– ¿Qué miras, viejo cabrón? -le espetó.
El tipo le sostuvo la mirada.
– ¿Quiere otro trago o no? -preguntó.
O'Connell ya no podía verle las manos.
– En una pocilga como ésta, no -dijo.
Y se levantó y salió del bar mientras todos lo observaban en silencio. Anotó mentalmente volver algún día y sintió un arrebato de satisfacción. No había nada tan placentero como acercarte al borde del abismo y balancearte de un lado a otro. La furia era como una droga: lo colocaba. Pero de vez en cuando era necesario dejarla correr, perderse en ella. Consultó su reloj: poco más de la hora del almuerzo. A veces a Ashley le gustaba tomarse un bocadillo bajo un árbol con algunos de sus compañeros de clase. Era un lugar donde podía observarla sin ser visto.
Michael O'Connell había conocido a Ashley Freeman por casualidad, unos seis meses atrás. Estaba trabajando a tiempo parcial en un taller situado a la salida de la carretera de Massachusetts, iba a clases de informática en su tiempo libre, sacaba algunos dólares como camarero en un garito de estudiantes cerca de la universidad. Ella volvía de esquiar con sus compañeras de habitación cuando un neumático trasero del coche reventó tras comerse uno de los proverbiales baches de Boston, algo frecuente en invierno. La compañera de Ashley llevó el coche al taller, y O'Connell cambió el neumático. Cuando las tarjetas de todas, agotadas por los excesos del fin de semana, fueron rechazadas, O'Connell usó la suya propia para pagar el neumático, un acto de aparente buen samaritanismo que sorprendió a las cuatro chicas. No sabían que la tarjeta que él usaba era robada, y le dieron sin problemas sus direcciones y números de teléfono, prometiendo devolverle el dinero a mediados de semana. El nuevo neumático y la mano de obra sumaban 221 dólares. Ninguna de las chicas imaginó lo irónicamente pequeña que era esa cantidad por permitir que Michael O'Connell entrara en sus vidas.
Además de su buen físico, O'Connell había nacido con una vista excepcionalmente aguda. No le resultó difícil localizar la silueta de Ashley desde una manzana de distancia, y se apoyó contra un roble para vigilarla con disimulo. Sabía que nadie repararía en él; estaba demasiado lejos, había bastante gente paseando y coches circulando en aquel despejado día de octubre. También sabía de sus habilidades camaleónicas para mezclarse con el paisaje. A veces pensaba que debería haber sido una estrella de cine por su capacidad de parecer siempre otra persona.
En un bar de mala muerte, lleno de alcohólicos y rateros, podía ser un tipo duro. Y luego, con la misma facilidad, mezclado con la enorme población estudiantil de Boston podía pasar por un universitario más. La mochila, llena de textos de informática, ayudaba a dar esa imagen. Michael se enorgullecía de su capacidad para pasar de un mundo a otro, confiando siempre en que la gente no dedicaba más de un segundo a mirarlo.
«Si lo hicieran -pensó-, se asustarían.»
Observó el pelo dorado rojizo de Ashley. Había media docena de jóvenes sentados en círculo informal, almorzando, riendo, contando chistes. Si hubiera sido el séptimo miembro de ese grupo, se habría quedado callado. Era bueno en mentir e inventar ficciones convincentes sobre quién era, de dónde procedía y qué hacía, pero en grupo siempre temía pasarse de la raya, decir algo raro e improbable, y perder credibilidad. Cara a cara con alguien como Ashley, no tenía ningún problema para mostrarse seductor y crear empatía.
Michael siguió espiando a la chica, mientras la furia crecía en su interior.
Era una sensación familiar, una sensación que agradecía y odiaba. Era diferente de la furia que sentía cuando quería pelear, o cuando discutía con su jefe de turno o su casero, o con la vieja que vivía en la puerta contigua a su diminuto apartamento y que lo molestaba con sus gatos y sus miradas acuosas. Podía discutir con cualquiera, incluso llegar a los puños, y para él no significaba nada. Pero sus sentimientos hacia Ashley eran muy diferentes.
La amaba.
Al observarla desde aquella distancia segura, al amparo del anonimato, se iba enardeciendo. Trató de relajarse, pero no pudo. Se dio la vuelta, porque mirarla era demasiado doloroso, mas, con la misma rapidez, se giró de nuevo, porque el dolor de no verla era aún peor. Cada risa de ella echando la cabeza atrás, agitando seductoramente el cabello, o cada vez que se inclinaba para escuchar a uno de sus acompañantes, era una agonía. Cada vez que extendía los brazos, e incluso en los movimientos más inadvertidos, cuando su mano rozaba la de otra persona, todas esas cosas eran como punzones de hielo que se clavaban en el pecho de Michael O'Connell.
La contempló y durante casi un minuto le costó respirar.
Ella constreñía su mismo pensamiento.
En un bolsillo del pantalón llevaba una navaja, no la típica multiuso del ejército suizo que se podía encontrar en cientos de mochilas de universitarios, sino una de hoja larga, robada en una tienda de artículos de acampada en Somerset. Pesaba. La empuñó sin sacarla del bolsillo y apretó con fuerza, tanto que le dolió. Un poco de dolor extra, pensó, lo ayudaría a despejar la cabeza.
Le gustaba llevar aquella navaja, pero le hacía parecer peligroso.
A veces creía que vivía en un mundo de futuribles. Los estudiantes, como Ashley, estaban todos en el proceso de convertirse en algo distinto de lo que eran. La facultad de Derecho para los futuribles abogados. Y la de Medicina. Y la academia de arte, los cursos de filosofía, los estudios de lengua, las clases de cine. Todo el mundo era parte del proceso de convertirse en otra cosa.
A veces deseaba haberse alistado en el ejército. Le gustaba creer que sus talentos habrían encajado bien en el ámbito militar, si hubiesen tolerado su dificultad a la hora de aceptar órdenes. «Tal vez debería haberlo intentado en la CIA», pensó. Habría sido un espía excelente, o un asesino a sueldo. Le habría gustado eso. Estilo James Bond. Habría sido el mejor. En cambio, se dijo, estaba destinado a convertirse en un criminal. Lo que le gustaba estudiar era el peligro.
Vio que el grupo empezaba a moverse. Se pusieron de pie casi a la vez, se sacudieron la ropa, ajenos a todo lo que no fuera su propio entorno de risas y charla feliz.
Él echó a andar, siguiéndolos lentamente, sin reducir distancias, mezclándose con los peatones, hasta que Ashley y los demás subieron una escalinata y entraron en un edificio.
Sabía que su última clase terminaba a las 16.30. Luego iría al museo a trabajar dos horas. Se preguntó si ella tendría planes para esa noche.
Se preguntó. Siempre se preguntaba.
– Pero hay algo que no entiendo del todo…
– ¿Qué? -respondió con paciencia, como una maestra con un niño retrasado.
– Si ese tipo…
– Michael. Michael O'Connell. Un bonito nombre irlandés. Un nombre de Boston. Debe de haber mil nombres iguales desde Brockton hasta Somerville. Evoca a monaguillos agitando incienso y cantando en el coro, o bomberos con kilts tocando la gaita el día de San Patricio.