Renato se ha alejado al ruego imperativo de su madre. Sola en la antecámara, frente a la temblorosa doncella a la que ha hecho salir de su escondite tras las cortinas, deja doña Sofía caer su máscara de severa dignidad, se crispan de cólera sus labios y relampaguean sus ojos al asegurar:

—Tu ama no está en la casa, ¿verdad?

—¿Cómo no, señora? Está ahí dentro...

—¡No mientas más! Delante de mi hijo es preciso disimular muchas cosas, pero a mí no vas a negármelo. Salió disfrazada con tu ropa... La vieron salir y pensaron que eras tú... ¿Entiendes? Me habían dicho que tú habías salido, pero al verte, me he dado cuenta de la verdad. ¡Era ella... ella... y tú, cómplice inmunda...!

—¡Aay! —se queja la doncella—. Yo no tengo la culpa de nada...

—¡Pues tú eres la que vas a pagarlo! ¡Mañana sales para Campo Real, y Bautista te arreglará las cuentas!

—¡No! ¡No, señora! —clama Ana espantada—. Yo no hice nada... Yo no tengo la culpa... A mí me manda mi ama, y si no la obedezco, también dice que me envía para Campo Real...

—Es a mí a quien tienes que obedecerme. Yo soy tu ama... en mi casa naciste esclava, y has comido el pan de los D'Autremont los años que tienes. ¡A mí sola has de servirme!

—Usted me mandó que sirviera a la señora Aimée, me mandó que fuera su doncella... Pero no me mande a Campo Real... Yo hago lo que usted quiera...

—¡Ve a buscarla! Encuéntrala cuanto antes... En una hora, en dos... Hazla entrar por donde mismo la sacaste, para que mi hijo la halle en esta alcoba cuando la puerta se abra. ¡Date prisa! Consíguelo Ana. ¡Que Renato no se entere de esto, o te haré desear no haber nacido! ¿Entendiste? ¡No pierdas un minuto más! ¡Corre! ¡Lárgate! ¡Que esté en esa alcoba antes de una hora, o serás tú la que todo lo pagues!

Hacia la parte más baja de la rica y populosa ciudad de Saint-Pierre, allí donde es más profunda la curva de la bahía, se extiende un barrio de casas pequeñas y calles estrechas, cuyas estribaciones alcanzan, trepando, casi hasta la falda del Mont Pelée. Barrio de tabernas y marineros, de garitos y mujeres perdidas... inquieto barrio de fiestas y pendencias, donde como resaca recia y amarga llega el deshecho de la palpitación de la ciudad. Es allí donde arde un carnaval de alcohol, de broncas risotadas, de bromas salvajes... un carnaval en el que muchas veces corren juntos el ron y la sangre. Ahora, los parroquianos de uno de aquellos sórdidos establecimientos han abierto un círculo de rostros congestionados, de ojos lascivos, de manos ávidas que con dificultad se contienen, y en el centro de aquel círculo, al son apagado y ancestral de las tamboras africanas, una mujer baila la más obscena de las danzas nativas, con retorcimientos de sierpe y aullidos de lobo. Baila... baila... mientras corre el sudor, haciendo brillar su carne de ébano... Apoyada en el brazo del teniente Britton, Aimée de Molnar sonríe, extrañamente fascinada por el ritmo de aquella danza, y en voz baja y expresiva comenta:

—¿Te gusta, Charles? Es una danza bruja. La primera vez que se ve bailar, pueden formularse tres deseos. Dicen que uno de los tres se logra siempre. Pero hay que pedirlo mojando dos dedos en sangre. Ahora van a degollar un cordero. ¿Quieres probar? ¿Quieres realizar tu mayor deseo, Charles?

—Sí. ¡Quiero pedir que esta noche no se acabe jamás! Que sea tan larga como mi vida, y pasarla a tu lado; pero...

—Aguarda... Espera... Ya degollaron al cordero, ya traen la sangre en esas jícaras. La ofrecen a todo el que la quiera. ¡Pronto! ¿Tienes una moneda? Échala en el fondo y moja los dedos...

—Es absurdo. Como espectáculo puede pasar, pero...

—¡Pronto! —Aimée ha extraído de su bolso una moneda de oro, arrojándola al fondo de la jícara llena del rojo liquido viscoso. Luego, tomando bruscamente la mano del teniente, la hunde en él, mientras le apremia:

—Pide... Pide por mí... Pide tres veces lo mismo... Que se realice lo que yo estoy pidiendo en este momento. Piénsalo conmigo... con toda tu fuerza... con toda tu voluntad...

Por segunda, por tercera vez, ha obligado al oficial a hundir su mano en la sangre del cordero, que en una jícara ofrece un mocetón africano. Luego, mientras él limpia con repugnancia su mano en el pañuelo, ella se aleja hacia la puertecilla que da a una especie de terraza, y aspira ávidamente el aire salobre que llega desde el mar...

—Aimée, ¿qué te pasa? ¿Qué tienes?

—Nada... Respiro... No creo que tenga nada de particular...

Desconcertado, palpando en su muñeca las huellas que dejaran las uñas de Aimée al obligarlo a mojar su mano en la sangre, el teniente Britton se acerca a aquella mujer, más incomprensible para él a cada instante, y queda largo rato en silencio, hasta que repentinamente sacude la cabeza, como espantando las quimeras para volver a la realidad...

—Aimée, ¿por qué haces esto? ¿Por qué estás aquí conmigo? ¿Es despecho? ¿Son celos?

—¿Qué te importa? ¿No es bastante conque lo haga? ¿En qué piensas?

—No sé... Tienes gustos extraños... Este lugar, estas gentes...

—Un rincón típico. ¿Adónde querías que te llevara a ver el carnaval de la Martinica? ¿Al baile del gobernador? ¿Al salón de mi ilustre suegra?

—No he pretendido nunca tanto; pero, en realidad, no sé lo que me pasa. Mientras más trato de entender, menos entiendo. Hemos entrado, por lo menos, en diez tabernas. ¿Buscabas a alguien en ellas?

—¿Como piensas? ¿No comprendes que una mujer ahogada entre los muros de piedra de la casa D'Autremont quiera distraerse un rato?

—No soy yo quien pueda juzgarte, Aimée. Inútilmente trato de comprenderte. No te inspiran amor ni tu esposo ni Juan. En forma espontánea me has otorgado el regalo de tu presencia y de tu compañía. No puedo pensar que sea yo quien te inspire ese amor... ¿Por qué lo haces entonces? ¿Qué pretendes?

—¡Basta! —corta Aimée malhumorada—. Estoy empezando a creer que eres tonto de remate...

—Sí, por aquí... Déjame pasar, idiota...

La voz que ha pronunciado estas palabras llega hasta ella haciéndola saltar cual si fuese la picadura de un reptil. Rápidamente ha vuelto a ponerse el antifaz. Tiembla, retrocede, se aterra al brazo del teniente Britton, y ambos clavan los ojos en el marco de aquella puerta, por donde Juan del Diablo aparece seguido del viejo notario... Ha llegado hasta el centro de aquella especie de terraza natural que forman dos rocas lisas aladas sobre la arena de la playa, muy cerca del lugar en que el mar se estrella, y vuelve la cabeza para mirar a Noel. Sólo entonces se da cuenta de la presencia de aquella pareja inmóvil y expectante... Aimée envuelve su cuerpo en los percales de colorines del traje típico que le prestara su doncella. El teniente Britton, un poco pálido pero perfectamente sereno, da un paso hacia él, permitiendo que la luna le ilumine de pies a cabeza, al saludar:

—Buenas noches, Juan...

—Teniente Britton —se sorprende Juan—. Es una verdadera sorpresa verle a usted por estos arrabales. Creí que ni siquiera estaba ya en la Martinica...

—Me tiene enteramente a su disposición, por si puedo servirle en algo.

—Gracias, pero no faltaría otra cosa. Tiene usted una ocupación más grata, a lo que parece. Ya le veo bien acompañado... Sin embargo, si quisiera, podrían tomar una copa con nosotros...

Su mirada de águila ha recorrido de cabeza a pies aquella figura femenina, de la que, a pesar del disfraz, se desprende algo que cree reconocer, algo familiar, inquietante... En vano trata de ver sus manos o sus cabellos...

—Voy ahí cerca, donde se juega fuerte, pero donde también sirven bebidas: Hay monte, bacarat, ruleta... ¿Le gustaría probar su suerte? La mía es perfecta. Si me siguen, se rellenarán los bolsillos. ¿Qué dice usted, hermosa? Supongo que lo es cuando el teniente se toma la molestia de acompañarla...

—Muchas gracias, Juan, pero ya nos íbamos. Es muy tarde para ella... Justamente salíamos, y...


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