Mientras esperaba, Ulises hizo que sus hombres utilizaran sus hachas de piedra para construir seis grandes balsas. En una hora aproximadamente regresó el hombre murciélago y aterrizó en otro entramado de lianas. Llegó casi arrastrándose hasta la rama e informó que había visto a muchos hombres leopardo pero ninguna huella de su aldea.

Ulises dijo entonces al hombre murciélago que quería que volase río abajo y explorase. No quería que les tendiesen una emboscada estando en las balsas; serían entonces especialmente vulnerables. Ghuaj se quedaría con él. Ghlij no hizo ningún comentario. Se fue y estuvo fuera una media hora. Nada vio entre la densa vegetación.

La vida vegetal no era la única que florecía esplendorosa allí. Había miles de mariposas de diversos colores, con complicados dibujos en las alas. Una Libélula con una anchura de alas de más de un metro volaba sobre el agua, hundiéndose de cuando en cuando para agarrar grandes arañas acuáticas que patinaban por la superficie. A veces crujía una hoja, y Ulises veía cucarachas tan grandes como su mano. Pasó a su lado un lagarto volador; sus costillas se extendían sobresaliendo por ambos costados y entre ellas crecía una delgada membrana. En una ocasión, en la orilla opuesta, apareció otro que se hundió en el agua. Esta vez no cazaba, sino que huía de un cazador. Tras él iba un ave de como un metro de altura, una variedad más pequeña del correcaminos gigante de las llanuras. Se echó al agua también tras su presa y ninguno de los dos reapareció.

Ulises estuvo sentado un rato, pensando, mientras los otros hacían guardia o descansaban tendidos sobre la musgosa vegetación que cubría gran parte de la rama. El origen del riachuelo era una gran oquedad que había en la juntura del tronco y las ramas. Según Ghlij, el Árbol bombeaba agua y la expulsaba luego por varios puntos como aquél. El agua, o bien corría a través del canal, que se inclinaba imperceptiblemente hasta caer en cascada cuando la rama adquiría una inclinación brusca, o, con mayor frecuencia, cuando la rama se extendía horizontalmente, arroyos adicionales que se le unían de camino mantenían la corriente de agua, haciéndola superar en ocasiones ligeras elevaciones en su curso.

Este riachuelo corría al parecer durante muchos kilómetros, Ghlij calculaba unos cincuenta, aunque no estaba seguro. La rama, como muchas otras, zigzagueaba. Había incluso ramas que se doblaban sobre sí mismas.

Por fin Ulises se levantó. Awina, que había estado tendida junto a él, se levantó también. Dio la orden de marcha y subió a la primera balsa. Algunos wufeas subieron a la balsa con él y empujaron con grandes varas que habían cortado de una planta parecida al bambú.

La corriente avanzaba a sólo unos ocho kilómetros por hora allí. Había unos siete metros de profundidad en el centro del canal, y el agua estaba lo bastante clara para poder ver a través de ella hasta los primeros dos metros de profundidad. Después, se oscurecía. Ghlij dijo que se debía a las plantas del fondo, que desprendían de vez en cuando un líquido marrón. No sabía qué función tenía aquel liquido, pero sin duda cumplía alguna en la ecología del Árbol. No sabía tampoco por qué el líquido no ascendía hasta la superficie ensuciando así todo el río.

Había peces. Los habla de diversas variedades y tamaños, pero los mayores medían cerca de un metro de longitud y eran como peces joya con manchas rojas y negras. Parecían alimentarse de plantas. Un pez más pequeño, y mucho más activo, con la mandíbula inferior muy grande, se alimentaba de arañas acuáticas y perseguía también a las ranas. Pero éstas normalmente lograban escapar o se volvían y presentaban batalla. No tenían dientes, pero se pegaban al costado del pez y le arañaban los ojos. En una ocasión, uno de estos peces consiguió herir a una rana en una de sus patas traseras y entonces los demás se echaron sobre ella y la destrozaron a mordiscos.

Los balseros mantenían las balsas lo bastante cerca de la orilla para poder llegar al fondo e incluso a las orillas y poder impulsarse con las varas. Trabajaban al compás siguiendo las órdenes de los jefes, y empujando con un gruñido cuando los jefes contaban. Otros permanecían alertas con arcos y flechas preparados.

El nivel del agua cubría casi las orillas, y las plantas crecían espesas a lo largo de éstas. A veces la vegetación caía sobre el agua sin separación. Y había árboles que crecían inclinados sobre la corriente. Estaban llenos de pájaros y monos y otras criaturas. Los monos tenían el pelo más tupido que sus cantaradas de zonas menos elevadas.

De no ser por la amenaza de los seres leopardo, Ulises habría disfrutado en aquel viaje. Habría sido agradable sentarse allí y dejarse arrastrar por la corriente como Huck Finn en un río que Mark Twain jamás había imaginado.

Pero no podía ser. Todos tenían que estar alerta, listos para entrar en acción en cualquier momento. Y suponía que todos esperaban que surgiese una lanza de entre la densa vegetación en cualquier instante.

Transcurrieron dos tensas horas y luego las balsas llegaron a un punto donde el río se ensanchaba casi lo bastante para considerarlo un lago. Ulises había visto otras ramas que a veces se ensanchaban, pero nunca había estado en una. El agua alcanzaba también mayor profundidad y el lago tendría unos ciento treinta metros de anchura. Para cruzarlo, las balsas podían o bien ser empujadas por la corriente, que se había hecho muy lenta, o mantenerse cerca de la orilla, donde la profundidad fuese lo bastante pequeña para poder utilizar las varas. Ulises decidió mantenerse en medio donde, por lo menos, podían tranquilizarse unos instantes, pues se encontrarían fuera del alcance de las jabalinas de los jrauszmiddumes.

Un instante después, lamentó su decisión. Una manada de animales que parecían desde lejos hipopótamos surgió de la vegetación de la orilla y se lanzó al agua. Bufando y resoplando, comenzaron a cabriolear en el agua, acercándose a las balsas, aunque al parecer sin proponérselo.

A unos diez metros de distancia, pudieron comprobar que se trataba de roedores gigantes que se habían adaptado, al parecer, a la vida acuática. Tenían los ojos y las narices en la parte superior de la cabeza y una especie de lengüetas de piel por orejas. Habían perdido todo su pelo salvo una pequeña mata como la cola de un caballo que brotaba en la parte posterior de sus grandes cuellos.

En ese instante, en fila como si se tratase de una película de la selva, aparecieron en el lago tres grandes canoas. Dos venían por detrás de ellos y la otra por lo que constituía la salida del lago. Eran todas de madera pintada con cabezas de serpiente proyectándose de la proa y había en cada una de ellas diecinueve hombres leopardo, dieciocho remeros y un capitán al timón.

Unos segundos después, Ulises vio que varias inmensas criaturas brotaban de entre las plantas de la orilla y se lanzaban al agua. Parecían cocodrilos sin patas y de hocico corto.

Ulises abrió un saco de cuero impermeable en el suelo de su balsa y sacó una bomba. Piaumiwu, un guerrero que tenía la obligación de mantener un puro encendido en la boca constantemente, salvo cuando había fuego a mano, le alargó el puro. Ulises dio un par de chupadas hasta que estuvo bien encendido y luego lo acercó a la mecha. Esta chisporroteó y luego comenzó a lanzar un humo espeso y negro que el viento llevó hacia las dos canoas perseguidoras. La sostuvo hasta que la mecha estuvo a puntó, de desaparecer, y la tiró entonces en medio de las ratas acuáticas.

La bomba estalló unos instantes antes de llegar al agua. Los animales se sumergieron, y la mayoría de ellos no volvieron a salir a la superficie inmediatamente, pero uno surgió exactamente al otro lado de la balsa donde iba Ulises. Su cuerpo, brotando del lago, bañó de agua los tobillos de los que iban en la balsa. El animal bufó y volvió a hundirse y esta vez se alzó por debajo de la última balsa, que se inclinó peligrosamente. Gritando, unos cuantos wuagarondites cayeron al agua, y con ellos algunos sacos de suministros y de bombas. Luego el animal se hundió una vez más, y la segunda bomba de Ulises estalló en el aire cuando surgía de nuevo.


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