El cara de mapache se apartó al aproximarse él, pero hacia la escalera, de modo que aún podía impedirle el paso si quería. Luego volvió a aproximarse y alzó la lanza y él tuvo que defenderse. Le fastidiaba desprenderse del tomahawk, pero si lo conservaba, no sería gran arma contra la lanza. Su única posibilidad era alcanzar a su adversario antes de que se acercara lo bastante para ensartarle. Lanzó el hacha con todas las fuerzas de su cuerpo entumecido. Y, por suerte, no por habilidad, el filo del hacha se clavó en el cuello del cara de mapache. Este cayó hacia atrás y quedó tendido en el suelo.

Sonó un grito entre los espectadores, que eran ya casi todos los guerreros. Incluso le pareció que los hombres gato gritaban en triunfo y los cara de mapache con desesperación. Los cara de mapache corrieron hacia las escaleras en masa, tirando sus lanzas y tomahawks. Unos cuantos consiguieron saltar las empalizadas, pero la mayoría fueron alanceados o macheteados por la espalda antes de que llegaran a las escaleras o cuando subían por ellas. Se hicieron unos cuantos prisioneros.

Sólo entonces comprendió el hombre que aquel cara de mapache tampoco había pretendido utilizar su lanza contra él. Había levantado la lanza sólo para dejarla a un lado, como en ademán de sumisión. Pero el tomahawk estaba ya en camino. La realidad no era una grabadora que pudiese dar marcha atrás para borrar lo sucedido.

Los seres gato se arremolinaron a su alrededor, aunque sin aproximarse lo bastante para tocarle. Puestos de rodillas, hacían gestos sumisos con las manos unidas. Sus armas estaban en el suelo bajo ellos. Sus expresiones resultaban extrañas; el pelo y las húmedas y redondas narices negras, y los dientes largos, agudos y separados, y los ojos, que eran como los de los gatos, hacían indescifrables sus expresiones. Pero sus actitudes expresaban asombro, temor y adoración. Fueran cuales fuesen sus expresiones, evidentemente no significaban ningún peligro para él.

Las llamas se hicieron tras él más brillantes, y vio que los ojos de algunos de aquellos seres resplandecían. Tenían las pupilas contraídas como estrechas fisuras frente a la claridad que tras él había.

Uno de ellos se aproximó más y extendió una mano para tocarle. La mano era, aparte de peluda, humanoide. Tenía cuatro dedos y uñas, no garras. El pulgar era oponible.

Sintió las puntas de aquellos dedos sobre su muslo, y le pareció que aquel roce abría una brecha en sus defensas. El cielo nocturno, los edificios ardiendo, las empalizadas de troncos, los cuerpos de rabudas criaturas de color marrón y blanco y negro, y ahora los ojos resplandecientes y las caritas de los niños y de las mujeres que se asomaban a las cabañas, todo giró, giró y giró. La criatura que estaba arrodillada ante él dio un grito de terror e intentó retroceder de rodillas. Él cayó, golpeándose el hombro, y quedó tendido mientras todo giraba a su alrededor. El único objeto fijo era la punta negra del rabo de la criatura que estaba tendida ante él. Pero comenzó a girar también al poco y se hizo grande y negra, y todo se hizo negro y silencioso.

Volvieron la luz y el sonido. Estaba tendido sobre blandas pieles y bajo ellas había una sustancia mullida y suave. Sobre él había un techo bajo de vigas ennegrecidas por el humo y oscuras figurillas de madera, taraceadas con piel, que colgaban de tiras de cuero fijadas al techo. La estancia, de unos seis metros por diez, estaba llena de criaturas gato. Las más próximas a su lecho eran varones, pero a los pocos instantes una hembra cruzó un pasillo que se abrió entre los machos. Medía uno cuarenta de estatura aproximadamente y tenía pechos redondeados bajo el pelo y pequeñas zonas sin éste alrededor de los pezones. Llevaba un collar de tres vueltas de cuentas formadas por grandes piedras azules y muñequeras de piel de las que colgaban figurillas de piedra. Sus ojos enormes eran de un azul profundo, y al hombre le recordaron los ojos de una hermosa gata siamesa que había tenido su hermana.

Los machos llevaban cuentas y pectorales de hueso, y tobilleras y muñequeras con figurillas o dibujos geométricos, y algunos de ellos tocados de plumas como los de los jefes indios de las películas del oeste. Sólo unos cuantos iban armados, y parecía que más como tocado ceremonial que con fines utilitarios, a juzgar por sus muchos adornos.

La hembra se inclinó hacia él y dijo algo. El no esperaba entenderla, y no la entendió. El lenguaje no era ni siquiera identificable como perteneciente a ninguna de las grandes familias de lenguas. No tenía nada de germánico ni de eslavo ni de semita ni de chino ni de bantú. Si algo le recordaba, era el suave idioma lleno de vocales de los polinesios, pero sin pausas glóticas. Más tarde, cuando su oído se habituó más a los sonidos, distinguió las pausas, pero éstas nada significaban, no significaban lo mismo que en polinesio. Eran tan poco útiles como en el inglés.

Tenían dientes de carnívoros, pero su aliento no era desagradable. La lengua daba la sensación de ser tan áspera como la de un gato. Pese a su apariencia totalmente extraña, se sorprendió pensando que era hermosa. Pero, en realidad, siempre había pensado que aquella gata siamesa era una criatura extraña y hermosa.

Se incorporó sobre un codo y empezó a levantarse. A su lado estaba su cuchillo, cubierto de sangre seca. La hembra retrocedió y los machos que había tras ella se apartaron para dejarle paso. Murmuraban sobrecogidos.

Él se sentó un instante, las manos sujetas a los bordes de la cama. En realidad no se trataba de una cama sino de un montón de pieles dentro de un nicho excavado en la pared del fondo y de varias antorchas que ardían fijadas en las paredes. A la puerta había una multitud de machos y también algunas hembras y niños. Los niños pequeños eran muy hermosos con sus grandes orejas negras y puntiagudas, sus caras redondas y sus grandes ojos. Los rabos no eran tan oscuros como los de los adultos.

Se puso de pie, y durante un segundo sintió mareos, pero luego su cabeza se despejó. En aquel instante, se abrió un nuevo pasillo y otra hembra avanzó por él. Llevaba un gran cuenco de arcilla en el que había símbolos geométricos pintados y una sopa de carne y verduras. Su olor era muy apetitoso, aunque no le resultaba identificable. Aceptó el cuenco y el utensilio de madera, que era cuchara por un extremo y tenedor de dos púas por el otro. La sopa era fuerte y deliciosa, y los trozos de carne sabían a corzo o venado. Durante un segundo tuvo la visión de un hombre mapache como origen de la carne, pero decidió que tenía demasiada hambre para pensar en aquello. Pese al silencio inquietante y a las miradas fijas en él de toda la asamblea, comió toda la sopa. La hembra se llevó luego el cuenco, y todos volvieron a cerrar filas como si esperasen su próximo movimiento.

Caminó hasta la puerta más próxima, que se abrió ante él. El sol acababa de salir por los cerros del este. Había estado desmayado mucho tiempo, especialmente teniendo en cuenta que debía de haber sido justo desde la impresión que había recibido al encontrarse en un medio tan extraño y aterrador.

Ahora que podía pensar con más claridad, se preguntaba: ¿dónde estoy? ¿Dónde demonios estoy?

Los cerros y los árboles que podía distinguir a lo lejos parecían pertenecer a la región donde estaba emplazada Syracusa. Pero ése era el único parecido.

El gran salón estaba sólo medio quemado, y los demás edificios que él suponía convertidos en cenizas estaban también sólo en parte quemados. Alrededor de ellos, el suelo aún estaba mojado por la lluvia que había sofocado las llamas.

A un lado del gran salón de troncos, el interior de la aldea empalizada parecía el de un asentamiento onodaga del siglo diecisiete, con sus grandes casas alargadas. Las escaleras y los cadáveres habían desaparecido. Unas cuantas jaulas de madera que había allí cerca encerraban a una docena de mapaches.


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