Antes del anochecer, pasaron a otra rama a través de m entramado de lianas. Siguieron por ella hasta que Ghlij vio un gran agujero en la articulación de un tronco y una rama en un tronco próximo. Dijo que podrían alojarse en aquel agujero, aunque quizás tuviesen que expulsar a los animales que lo utilizasen como albergue.

– Hay muchos agujeros como éste, muy grandes, en el Árbol -dijo-. Normalmente cuando la rama brota del tronco.

– No los he visto hasta ahora -dijo Ulises.

– No supisteis mirar -dijo Ghlij, sonriendo.

Ulises guardó silencio un rato. No podía eliminar la suspicacia que sentía hacia aquella criatura. Sin embargo podía estar cometiendo una injusticia. Y Ghlij quizás estuviese aún más deseoso que él de encontrar un sitio cómodo y fácil de defender. Por otra parte, un lugar bueno para la defensa podía ser bueno también para que un enemigo te rodease en él. ¿Y si los hombres leopardo les habían seguido hasta allí y les rodeaban?

Por fin, tomó una decisión. Su gente necesitaba un sitio donde pudiese relajarse, relativamente hablando. Además, sus heridos necesitaban atención, y a algunos habría que transportarlos si continuaban la marcha sin detenerse.

– Está bien -dijo-. Acamparemos en este agujero esta noche.

No dijo que pensaba quedarse allí unos cuantos días. No quería que Ghlij supiese nada de lo que él planeaba.

No había ningún ocupante al que expulsar, aunque restos de huesos y excrementos frescos indicaban que el propietario, un animal grande, podría volver pronto. Ordenó que se limpiasen los excrementos, y se instalaron allí. La entrada tenía unos siete metros de anchura por dos de altura.

La cueva era un hemisferio de unos doce metros de anchura. Las paredes estaban tan suaves y pulidas que parecían talladas. Ghlij le aseguró que se trataba de un fenómeno natural.

Recogieron madera y la apilaron bloqueando la mayor parte de la entrada y encendieron fuego. El viento empujó parte del humo hacia el interior, pero no lo bastante para que resultase demasiado incómodo.

Ulises se sentó apoyando la espalda en la lisa pared, y, al cabo de unos minutos, Awina vino a sentarse junto a él. Se lamió los brazos y las piernas y el vientre durante un rato y luego aplicó saliva limpiadora a sus manos y las restregó por la cara y las orejas. Era sorprendente lo que podía hacer aquella saliva. Al cabo de algunos minutos su piel, manchada de sudor y de sangre, volvía a ser inodora. Los wufeas pagaban estas prácticas higiénicas con bolas de pelo en el estómago, pero tomaban una medicina compuesta de diversas hierbas para librarse de esas bolas.

A Ulises le agradaban los resultados de la operación de limpieza, pero no le gustaba verlos lamerse. Era algo demasiado animal.

– Los guerreros están descorazonados -dijo ella, después de llevar sentada a su lado varios minutos.

– ¿Dé veras? -dijo él-. Parecen tranquilos. Pero yo creía que este sosiego se debía a que estaban muy cansados.

– Lo están. Pero también están deprimidos. Murmuran entre ellos. Dicen que vos, por supuesto, sois un gran dios, siendo el dios de piedra. Pero aquí estamos en el cuerpo mismo del propio Wurutana. Y vos, comparado con Wurutana, sois un dios pequeño. No habéis sido capaces de mantenernos vivos a todos. Estamos al principio de nuestra expedición y hemos perdido muchos hombres.

– Ya aclaré antes de que partieran que algunos morirían -dijo Ulises.

– Pero no dijisteis que todos morirían.

– No todos han muerto.

– Aún no -dijo ella.

Luego, al verle fruncir el ceño, añadió:

– ¡Yo no digo eso, Señor! ¡Lo dicen ellos! ¡Y no todos! Pero las cosas han llegado a un punto tal que los que han hablado están sopesando las palabras del miedo. Y algunos han hablado de los wuggrudes.

Ella utilizó la palabra Ugorto, su pronunciación de los sonidos y combinaciones de sonidos difíciles para ella.

– ¿Los wuggrudes? Ah, sí, Ghlij me habló de ellos. Se dice que son gigantes que devoran a los extranjeros. Criaturas inmensas y hediondas. Dime, Awina. ¿Has visto tú o algunos de los tuyos alguna vez a un wuggrud?

Awina volvió hacia él sus ojos azul oscuro. Lamió sus labios negros, que. de pronto se habían quedado secos.

– No, Señor. Ninguno de nosotros les hemos visto. Pero hemos oído hablar de ellos. Nuestras madres nos han contado historias sobre ellos. Nuestros antepasados los conocían cuando vivían más cerca de Wurutana. Y Ghlij los ha visto.

– ¿Así que Ghlij ha estado hablando?

Se levantó, se estiró, y luego se sentó otra vez. Tuvo el impulso de cruzar la cueva, pero recordó que era el mortal quién debía ir a ver al dios, y no el dios al mortal.

– ¡Ghlij! Ven acá -gritó.

El hombrecillo se puso torpemente en pie y cruzó la cueva hacia donde estaba Ulises.

– ¿Qué queréis, mi Señor? -preguntó.

– ¿Por qué andas propagando historias sobre los wuggrud? ¿Intentas acaso descorazonar a mis guerreros?

Ghlij le miró imperturbable.

– Jamás haría eso, mi Señor -dijo-. No, no he estado propagando historias. No he hecho más que contestar, verazmente, a las preguntas que tus guerreros me han hecho sobre los wuggrudes.

– ¿Son tan monstruosos como dicen las leyendas?

– Nadie puede ser tan monstruoso, mi Señor -dijo Ghlij sonriendo-. Pero son bastante terribles.

– ¿Estamos en su territorio?

– Si estamos en Wurutana, estamos en su territorio.

– Me gustaría ver a unos cuantos y arrojarles nuestras flechas. Así se les quitaría el miedo a mis hombres.

– Lo bueno de los wuggrudes -dijo Ghlij- es que uno acaba viéndolos, tarde o temprano. Pero por entonces quizás sea demasiado tarde.

– Y ahora estás intentando asustarme a mí.

Ghlij enarcó las cejas.

– ¿Yo, Señor? ¿Intentar asustar a un dios? Es Wurutana -prosiguió-, no los wuggrudes, quien ha desanimado a vuestros valientes guerreros.

– ¡Son valientes y animosos!

Y pensó: Les diré que nada podemos hacer respecto a Wurutana. No es más que un árbol. Un árbol grande y poderoso. Pero es una planta sin mente que nada puede hacerles. Y los otros, los jrauszmiddumes y los wuggrudes, no son más que los piojos de la planta.

Esperaría hasta la mañana para decírselo. Ahora estaban demasiado torpes y cansados. Después del descanso nocturno y un buen desayuno, les diría que podían descansar allí unos días, Y pronunciaría un discurso alentador.

Dio una vuelta por la cueva, asegurándose de que había leña bastante y de que se habían designado centinelas. Luego se sentó de nuevo en su sitio y mientras pensaba en su discurso se quedó dormido.

Al principio pensó que le despertaban para cumplir su turno de centinela que había insistido en cumplir. Luego comprendió que estaban dándole vueltas y que tenía las manos atadas a la espalda.

Una voz dijo algo en una lengua extraña. La voz era el bajo más profundo que había oído en su vida.

Miró hacia arriba. Llameaban antorchas en la cúpula. Las sostenían gigantes. Seres de casi tres metros de altura. Tenían las piernas muy cortas, el tronco muy largo y largos y musculosos brazos. Iban desnudos, y la distribución de su pelo se parecía mucho a la del hombre salvo por la zona peluda del vientre y de la ingle. La piel era tan pálida como la de un rubio sueco y el pelo rojizo o marrón. Tenían caras humanoides pero muy prognatas, con narices oscuras, redondas y húmedas. Las orejas eran puntiagudas y emplazadas muy arriba de la cabeza. Apestaban a sudor, basura y excremento.

Llevaban inmensos garrotes nudosos, grandes mazos de madera y lanzas con las puntas endurecidas al fuego.

El ser que había hablado antes (debía ser un wuggrudes) volvió a hacerlo. Tenía los dientes afilados y muy separados.

Hubo un rumor aflautado. Tardó unos segundos en darse cuenta de que era la voz de Ghlij y de que hablaba al wuggrudes en su idioma.

Ulises sintió tal cólera que se creyó capaz de romper las ligaduras que ataban sus muñecas. Pero éstas aguantaron.


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