Todo había ido como antes… hasta cierto punto. Ulises estaba sentado en su mesa, pero se disponía ya casi a levantarse y cruzar hasta el panel de control que supervisaba. La máquina estaba ya encendida y se calentaba. Frente a su mesa pudo ver el panel con los indicadores de toma de energía y otros marcadores y controles.
De pronto la aguja del gran medidor de energía había avanzado hacia el rojo. Los operadores habían gritado y uno se había levantado de un salto. Ulises había alzado la cabeza en el momento en que giraba la aguja. Y era lo único que recordaba. Nada había entre entonces y el momento en que abrió los ojos en el templo en llamas.
Era bastante fácil imaginar, en términos generales, lo que había sucedido. Algo había pasado en aquel complicado aparato; había estallado o había lanzado un rayo fino y concentrado que teóricamente aún no era capaz de producir. Y él, Ulises Singing Bear, había sido atrapado por aquel rayo. «Petrificado» No sabía si los otros habían escapado a aquello o se habían convertido también en «piedra» Quizás no lo supiese nunca.
Y así, habían transcurrido eones, durante los cuales él había sido como una estatua de una de las materias más duras del universo. Podría haber continuado así cuando el sol estallase y destrozase la Tierra y le enviase entre los grandes fragmentos a través del espacio, hacia las estrellas. En realidad bien podría haber sucedido precisamente eso, y él haberse arrastrado durante millones, quizás billones y billones de años, mientras unas galaxias morían y se formaban otras nuevas. O toda la materia del oscilante universo retrocedía para formar un átomo primigenio y estallaba de nuevo y se veía lanzado a velocidades próximas a la de la luz, y luego quedaba atrapado en materia recién formada, para constituir quizás el núcleo de un planeta. Quizás estuviese dentro de una nueva estrella y fuese lanzado durante una erupción de gigantesca inmensidad al espacio y atrapado allí por el campo gravitatorio de un planeta y sorbido incendiando toneladas de aire en su caída y hundiéndose profundamente en la tierra. Y yacer allí mientras las frescas aguas oceánicas de los mares primigenios se convertían en materia salina. Y los continentes se desgajaban y flotaban alejándose unos de otros, sobre la superficie de la tierra. Y él se veía alzado con la formación de nuevas cadenas montañosas y expuesto al aire por los terremotos, lanzado por erupciones volcánicas, destapado por la erosión del viento y del agua muchas, muchas veces. Y tras innumerables enterramientos y desenterramientos, había caído al fin en manos de los wufeas. Y éstos le colocaron en un trono de granito. Y, por último, debido a la acción del rayo, o a ésta y a la descomposición natural del material congelador, había pasado en un microsegundo de la piedra a la carne. Con tanta rapidez que su corazón, que había interrumpido su latir durante Dios sabía cuántos eones, había proseguido con su sístole y diástole, sin advertir siquiera que había estado silencioso y helado durante eras.
Aquella fantasía, pensaba, era muy vívida, y contenía ciertas verdades, pero no creía hallarse en un nuevo Universo. Pensaba que seguía aún en la Tierra, por muy vieja que ésta fuese. Era demasiado coincidencia el que el planeta tuviese una luna tan parecida a la que él conocía y que hubiese en él caballos y conejos y muchos insectos exactamente iguales que los que él había conocido.
Nacer de la piedra era una impresión bastante fuerte. Podría haber desequilibrado la mente de muchos, y Ulises no estaba seguro de hallarse del todo cuerdo. Pero una vez desvanecida la primera impresión, la soledad empezó a herirle.
Resultaba bastante doloroso saber que todos sus contemporáneos y sus descendientes durante cientos de miles de generaciones eran polvo. Pero lo más insoportable era saberse el único ser humano vivo.
No podía estar seguro de ser el único ser humano vivo de la Tierra, y esta inseguridad le impedía hundirse en la desesperación. Siempre había esperanza.
Al menos, no era el único ser racional vivo. Tenía mucha gente con la que hablar, aunque los interlocutores fuesen tan extraños que a veces le repugnaran, y el lenguaje contuviese conceptos que él no podía entender del todo, y aunque sus actitudes le resultasen a veces desconcertantes o irritantes.
Su actitud hacia su supuesta divinidad dificultaba cualquier posible intimidad o calor. La única excepción era Awina. Si bien le miraba con medroso respeto, poseía un calor y una alegría de carácter arrolladores. Ni siquiera un dios podía ser inmune a aquello, ni Awina podía sobreponerse a sus propios impulsos. Estaba constantemente diciendo que no debería haber sido esto y aquello y que si la perdonaba, que no había querido ser tan escandalosa ni tan molesta, etc. Ulises le aseguraba entonces que no había nada en su actitud que hubiese de perdonar.
Awina tenía diecisiete años y debería haberse casado el anterior. Pero había muerto su madre, y su padre, con cuarenta años y sumo sacerdote, no había querido forzar un matrimonio. Su autoridad pasaba por momentos difíciles, porque según la ley no escrita todas las hembras ricas debían casarse como muy tarde a los dieciséis. Aizira era un individuo bastante agradable cuando las cosas iban bien y era estimado como sacerdote, y consiguió mantener a su hija en su casa. Sin embargo, no podía mantener aquella situación mucho tiempo más. Ella tendría que aceptar un compañero y luego trasladarse a su casa. Aunque el sumo sacerdote tenía privilegios, no podía casarse de nuevo. ¿Por qué? Nadie lo sabía. Era la costumbre, y no solía quebrarse la costumbre sin castigo inmediato.
Ahora bien, aunque no podía mantener a su hija junto a él todo el tiempo, Aizira tenía otra excusa para retrasar su matrimonio. Ella era la servidora del dios de piedra, y mientras el dios desease tenerla a su servicio, ella seguiría con él. ¿Alguien se oponía?
Nadie se opuso abiertamente. Así que Awina se quedaba con el dios hasta la hora de dormir, en que regresaba a casa de su padre. Se quejaba a veces de que su padre la tenía despierta hasta muy tarde hablando y que nunca podía dormir lo suficiente. Cuando Ulises dijo que pondría fin a aquello, ella le suplicó que no dijese nada. Después de todo, ¿qué era perder un poco de sueño si con eso hacía feliz a su viejo padre?
Entre tanto, Ulises hablaba ya con más fluidez el idioma wufea. Sus combinaciones de sonidos le resultaban fáciles de dominar, salvo ciertas leves variaciones vocálicas, utilizadas para indicar tiempos y actitudes relacionadas con los tiempos. Tomó también lecciones del idioma wuagarondite con los cautivos. Esta lengua no se relacionaba en nada con el wufea, por lo que pudo determinar, aunque quizás un especialista con pruebas escritas (que no existían, claro) podría haberlas remitido a un ancestro común. Después de todo, ¿quién sospecharía que el hawaiano, el indonesio y el thai descendiesen del mismo origen? Pero el wuagarondite contenía una serie de fonemas que le resultaban difíciles. Su estructura le recordaba la de los idiomas agonquianos, aunque por supuesto sólo era una semejanza superficial.
El lenguaje comercial, el airata, tampoco parecía relacionado con los otros dos. Sus sonidos le resultaban fáciles, y su sintaxis era tan sencilla y regular como la del esperanto. Le preguntó a Awina de dónde procedía, y ésta le dijo que se lo habían enseñado los zululuquis. Gutapa era la pronunciación wulfea de la palabra utilizada por los zululuquis; ella no podía pronunciar esto. El idioma propio de los zululuquis quedaba por encima de sus posibilidades, ellos habían introducido el airata «en todo el mundo» Todo el mundo sabía hablar algo de airata, y todos los consejos comerciales y bélicos y los tratados de paz se realizaban en airata.
Ulises escuchó la descripción que hizo Awina de los zululuquis y concluyó que eran seres procedentes de su mitología. No podían existir cosas así.