Los tres detectives asintieron.
– Vale. En segundo lugar, voy a pedirle a la capitana que nos deje continuar con el caso. Me parece que tenemos tres o cuatro indicios que debemos investigar inmediatamente. Granito para eliminar, como diría Harry -comentó Billets-. De todos modos, me ayudaría mucho que ya estuviéramos en plena faena. Harry, quiero que cojas un avión para Las Vegas lo antes posible y sigas todas las pistas que llevan hasta allí. Pero si no encuentras nada, te vuelves inmediatamente. Te necesitamos por aquí, ¿de acuerdo?
Bosch asintió. Aunque él habría hecho lo mismo, le molestó que ella tomara la decisión.
– Kiz, tú sigue con el asunto financiero. Mañana por la mañana quiero saber todo sobre Anthony Aliso. También tendrás que subir a su casa con la orden de registro, así que mientras estés allí, puedes aprovechar para hacerle unas preguntas más a la viuda. Si puedes, siéntate con ella; intenta que se sincere contigo.
– No sé -comentó Rider-. Dudo que sea de las que se sinceran. Es una mujer lista, al menos lo bastante para saber que la estamos vigilando. Creo que la próxima vez que hablemos con ella nos conviene leerle sus derechos. Ayer estuvo a punto de irse de la lengua.
– Haz lo que tú creas mejor -concedió Billets-. Pero si la adviertes, seguramente llamará a su abogado.
– Haré lo que pueda.
– Y Jerry, tú…
– Ya lo sé, ya lo sé. A mí me toca el papeleo.
Era la primera vez que abría la boca en quince minutos. Bosch pensó que se estaba pasando con la rabieta.
– Sí, te toca el papeleo, pero también quiero que investigues los casos civiles y al guionista que estaba peleado con Aliso. Me parece improbable, pero tenemos que contemplar también esa posibilidad. Si aclaramos este tema, podremos concentrarnos en lo importante.
Edgar asintió e hizo un saludo militar.
– Otra cosa -agregó ella-. Mientras Harry investiga el rastro de Las Vegas, quiero que compruebes lo del aeropuerto. Tenemos el ticket del aparcamiento, así que puedes empezar por allí. Cuando hable con los medios les daré una descripción detallada del coche (no creo que haya muchos Clouds blancos en la ciudad) y les diré que buscamos a gente que lo viera el viernes por la noche. Les contaré que estamos intentando reconstruir los pasos de la víctima desde el aeropuerto. ¿Quién sabe? A lo mejor tenemos suerte y nos cae alguna pista del cielo.
– Quién sabe -repitió Edgar.
– De acuerdo. Entonces, adelante -dijo Billets.
Los tres detectives se levantaron, pero Billets se quedó sentada. Bosch se entretuvo sacando la cinta del vídeo con la intención de quedarse a solas con la teniente.
– He oído que hasta ahora nunca había trabajado en Homicidios -comentó Bosch.
– Es cierto. Mi único trabajo como detective fue investigando delitos sexuales en la comisaría del valle de San Fernando.
– Bueno, por si le sirve de algo, yo habría asignado las cosas igual que usted.
– Pero te ha molestado que lo hiciera yo, ¿no?
Bosch reflexionó un segundo.
– Lo superaré.
– Gracias.
– De nada. Ah, lo de la huella de Powers… Seguramente se lo habría dicho, pero no me parecía que esta reunión fuera el mejor momento. Yo ya le eché la bronca por forzar el coche y él me contestó que si nos hubiera esperado, el coche seguiría allí. Aunque es un gilipollas, tiene parte de razón.
– Ya.
– ¿Le molesta que no se lo haya dicho?
Billets reflexionó un segundo.
– Lo superaré.
Bosch se quedó dormido unos minutos después de sentarse en el avión de la compañía Southwest que cubría el puente aéreo de Burbank a Las Vegas. Durmió profundamente, sin soñar, hasta que lo despertó la sacudida del aterrizaje. Mientras el aparato se deslizaba lentamente por la pista, Bosch salió poco a poco de su letargo y se sintió revitalizado por aquella hora de descanso.
Fuera de la terminal, el sol estaba en su punto más alto y la temperatura rondaba los cuarenta grados centígrados. De camino al aparcamiento, donde le esperaba un coche de alquiler, Bosch notó que el calor le privaba de sus recién recuperadas energías. Lo primero que hizo en cuanto encontró el automóvil fue poner el aire acondicionado al máximo. Acto seguido se dirigió hacia el Mirage.
A Bosch nunca le había gustado aquella ciudad, aunque su trabajo lo obligaba a ir con frecuencia. Las Vegas tenía un rasgo en común con Los Ángeles; ambos lugares eran el refugio de gente desesperada. Las Vegas era incluso peor, porque allí acababan los que huían de Los Ángeles. Bajo una fina capa de brillo, dinero, energía y sexo, latía un corazón oscuro. Bosch sabía que, por mucho que intentaran vestirla de luces de colores y diversión para toda la familia, Las Vegas seguía siendo una puta.
Si había un sitio que podía cambiar su opinión sobre la ciudad, éste era el Mirage. El hotel simbolizaba la nueva Las Vegas; era limpio, elegante, opulento, legal. Bajo la luz del sol, las ventanas del altísimo edificio resplandecían con un fulgor dorado. Dentro tampoco se habían escatimado gastos; en el vestíbulo Bosch se quedó fascinado ante la grandiosa jaula de cristal en la que se paseaban unos tigres blancos que ya quisieran para sí los mejores zoológicos del mundo. Mientras esperaba en la cola para registrarse, Harry contempló el enorme acuario situado tras la mesa de recepción. Al otro lado del vidrio, varios tiburones se desplazaban tan perezosamente como los tigres.
Cuando le llegó el turno a Bosch, el recepcionista vio una nota en su reserva e hizo una llamada. En seguida apareció el jefe de seguridad del turno de día, que se presentó como Hank Meyer y le aseguró a Harry que podía contar con la completa colaboración del hotel y el casino.
– Tony Aliso era un cliente muy apreciado -explicó Meyer-. Queremos hacer todo lo posible para ayudar, aunque dudo mucho que su muerte guarde alguna relación con su estancia aquí. Nuestro establecimiento es el más limpio del desierto.
– Ya lo sé -le tranquilizó Bosch-. Y también sé que no quieren manchar su reputación. No espero encontrar nada en el Mirage, pero tengo que dar todos los pasos. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– ¿Lo conocía?
– No, yo llevo en el turno de día desde que empecé hace tres años. Por lo que me han dicho, el señor Aliso jugaba de noche.
Meyer tenía unos treinta años y la nueva imagen que el Mirage, y toda Las Vegas, deseaba proyectar al mundo. El encargado de seguridad explicó que el hotel había precintado la habitación donde se había alojado Aliso para que pudiera ser inspeccionada. A continuación le entregó la llave a Bosch y le pidió que la devolviera en cuanto hubiese terminado. Meyer agregó que los crupieres y los corredores de apuestas que trabajaban en el turno de noche estaban a su disposición. Dada la frecuencia de sus visitas, todos ellos conocían a Tony Aliso.
– ¿Hay una cámara encima de las mesas de póquer?
– Em… sí.
– Si tienen un vídeo de la noche del jueves al viernes, me gustaría verlo.
– ¿Cómo no?
Bosch quedó con Meyer en la oficina de seguridad a las cuatro, hora en que cambiaban los turnos del casino y los crupieres que conocían a Aliso entraban a trabajar. Así también podría echarle un vistazo a la cinta de vigilancia de las mesas de póquer.
Unos minutos más tarde Bosch se hallaba solo, sentado en la cama de su habitación. El cuarto era más pequeño de lo que esperaba pero no podía quejarse; era el más cómodo y bonito que había visto en Las Vegas. Harry cogió el teléfono, se lo puso en el regazo y llamó a la División de Hollywood para averiguar cómo iban las cosas.