– No pasa nada. ¿Le dijiste que las huellas no nos habían servido de nada?

– Sí, le conté que no las habíamos localizado. Entonces… entonces me pidió una copia y me dijo que tal vez él podría hacer algo con ellas. No sé qué.

– ¿Y qué hiciste?

– ¿Tú qué crees? Se las di.

– ¿Que hiciste qué?

– No, hombre no. Le dije que te llamara a ti si quería una copia.

– Muy bien. ¿Qué más le contaste?

– Nada más, Harry.

– Vale, Art. Tranquilo. Ya hablaremos.

– Adiós. Oye, por cierto, ¿dónde estás?

– En Las Vegas.

– ¡No jodas! Oye, ¿me puedes apostar cinco dólares al número siete? A la ruleta. Te pago cuando vuelvas. A no ser que gane; entonces te tocará pagar a ti.

Bosch regresó a su habitación cuarenta y cinco minutos antes de su cita con Hank Meyer, así que empleó el tiempo en ducharse, afeitarse y ponerse una camisa limpia. Eso le bastó para sentirse fresco y listo para volver al calor del desierto.

Meyer había pedido a los corredores de apuestas y a los crupieres que habían trabajado en las seis mesas de póquer el jueves y viernes por la noche que pasaran por su despacho para entrevistarlos uno por uno. Había seis hombres y tres mujeres: ocho crupieres y la mujer a quien Aliso siempre confiaba sus apuestas deportivas. Los crupieres se turnaban cada veinte minutos, lo cual significaba que los ocho barajaron cartas para Aliso durante su última visita a Las Vegas. Debido a aquel sistema y a la frecuencia de sus visitas, todos lo reconocieron en seguida.

En menos de una hora, Bosch terminó las entrevistas con los crupieres, ante la mirada atenta de Meyer. Aquello le permitió establecer que Aliso solía jugar en la mesa «cinco a diez», llamada así porque se apostaban cinco dólares antes de repartirse las cartas y luego de cinco a diez por jugada. En una partida se podían subir las apuestas tres veces y había cinco jugadas por partida. Bosch en seguida comprendió que si los ocho asientos de la mesa estaban ocupados podían acumularse fácilmente varios cientos de dólares en cada mano. Claramente el nivel era distinto del de las timbas de los viernes entre Bosch y sus compañeros.

Según los crupieres, Aliso había jugado unas tres horas el jueves por la noche sin perder ni ganar demasiado. El viernes por la tarde se pasó dos horas en las mesas y, según sus cálculos, cuando se marchó, había perdido un par de miles de dólares. Ninguno de ellos recordaba que Aliso hubiera sido un gran ganador o perdedor en visitas anteriores; siempre se marchaba con unos pocos miles de más o de menos. Al parecer, sabía cuándo parar.

Los crupieres también mencionaron que Aliso era generoso con las propinas. Generalmente les daba unos diez dólares en fichas cada vez que ganaba o una ficha de veinticinco cuando se llevaba un buen pellizco. Era más que nada por aquella costumbre por lo que ellos lo recordaban con aprecio. Siempre jugaba solo, bebía gin tonic y charlaba con los otros jugadores. En los últimos meses, le dijeron los crupieres, Aliso había venido acompañado de una rubia de unos veintipocos años. Ella nunca jugaba al póquer, pero sí a las tragaperras. De vez en cuando le pedía a Tony más dinero. Tony nunca la presentó a nadie y ninguno de los crupieres había oído su nombre. En su libreta Bosch apuntó: «¿Layla?».

Después de los crupieres, entró la corredora de apuestas favorita de Aliso: una mujer de aspecto tímido y pelo teñido de rubio llamada Irma Chantry. En cuanto se sentó, Irma encendió un cigarrillo. Por su voz, Bosch dedujo que debía de fumar como un carretero. Irma le contó que las dos noches que Aliso estuvo en la ciudad apostó a favor de los Dodgers.

– Tony tenía un sistema -le explicó-. Siempre doblaba la apuesta hasta que ganaba.

– ¿Qué quiere decir?

– Pues que la primera noche apostó uno de los grandes por los Dodgers. Como perdieron, al día siguiente apostó dos mil dólares a su favor. Esa vez sí ganaron. Descontando el porcentaje que se queda el casino, se sacó casi mil dólares con la apuesta. Aunque no vino a buscarlo.

– ¿No fue a buscarlo?

– No es tan raro. El recibo no caduca; podía volver en cualquier momento y nosotros se lo hubiésemos pasado por el ordenador. Tony ya lo había hecho alguna vez. Ganaba, pero no recogía el dinero hasta su siguiente visita a la ciudad.

– ¿Cómo sabe que no se lo pidió a otro corredor?

– Porque Tony nunca haría eso. Siempre cobraba sus ganancias conmigo y me daba una propina; decía que yo era su talismán.

Bosch meditó un instante. Sabía que los Dodgers habían jugado en casa el viernes por la noche y que el avión de Aliso había despegado de Las Vegas hacia las diez de la noche. Por lo tanto, antes del final del partido Aliso ya tenía que estar en el aeropuerto internacional McCarran o en el avión de vuelta a Los Ángeles. Sin embargo, el recibo no había aparecido ni en su cartera ni en el cadáver. Aquello le recordó a Harry el maletín perdido. ¿Estaría allí? ¿Podría un papelito valorado en cuatro mil dólares ser el móvil del asesinato? Parecía improbable, pero no podía pasarse por alto. Bosch miró a Irma, que estaba chupando su cigarrillo con tanta fuerza que la dentadura se le marcaba en las mejillas.

– ¿Y si otra persona cobró la apuesta? ¿Con otro corredor? ¿Hay alguna forma de averiguarlo?

Irma vaciló un instante.

– Sí, es posible -intervino Meyer-. Cada recibo lleva un código con el número del corredor y la hora en que se realizó la apuesta.

Meyer se dirigió a la mujer.

– Irma, ¿recuerdas haber hecho muchas apuestas de dos mil dólares a favor de los Dodgers ese viernes?

– No, sólo la de Tony.

– Lo encontraremos -le aseguró Meyer a Bosch-. Revisaremos los recibos cobrados desde el viernes por la noche hasta hoy. Si alguien cobró la apuesta del señor Aliso, descubriremos cuándo lo hizo y lo tendremos grabado en vídeo.

Bosch volvió a mirar a Irma. Era la única empleada del casino que se había referido a Aliso por su nombre de pila. Quería averiguar si entre ellos había algo más que una relación profesional, pero supuso que los empleados tendrían prohibido salir o confraternizar con los clientes del casino, así que si se lo preguntaba delante de Meyer no obtendría una respuesta sincera. Tras decidir que ya hablaría con ella más tarde, Bosch le dijo que ya podía irse.

Harry consultó su reloj. Le quedaban cuarenta minutos antes de su reunión telefónica con Billets y los demás detectives, de modo que le preguntó a Meyer si podía echarle un vistazo al vídeo de la mesa de póquer.

– Sólo quiero ver al tío jugando -explicó-. Para hacerme una idea de cómo era.

– Lo comprendo. Las cintas están listas; ya le he dicho que estamos a su disposición.

Bosch y Meyer salieron de la oficina y caminaron hasta una sala de control. La habitación estaba poco iluminada y, a excepción del zumbido del aire acondicionado, en completo silencio. Dentro, unos hombres con americanas grises controlaban los seis monitores que había en cada una de las seis consolas de la sala. Bosch vio varias imágenes aéreas de las mesas de juego y se fijó en que cada consola tenía un tablero de mandos que permitía al operador cambiar el encuadre mediante el zoom de las cámaras.

– Si quisieran -susurró Meyer-, podrían decirle las cartas de cada jugador en todas las mesas de black jack.

Meyer condujo a Bosch hasta el despacho de un encargado situado junto a la sala de control. Allí, rodeado de más equipos de vídeo y un almacén de cintas, había otro hombre con una americana gris sentado tras una mesita. Meyer lo presentó como Cal Smoltz, el supervisor.

– ¿Todo listo, Cal?


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