Una de las mujeres intervino:
– ¡No pueden…!
– ¡Calla y vístete! -la interrumpió Iverson-. O, si quieres, te llevamos así.
– No pienso ir…
– ¡Randy! -exclamó Goshen, con una voz cavernosa como el cañón de una pistola-. Cierra la boca y vístete. No van a llevarte a ningún sitio. Ni a ti tampoco, Harm.
Todos los hombres menos Goshen miraron automáticamente a la mujer que él había llamado Harm. Era un chica de unos cuarenta kilos de peso, con el pelo claro, pechos como tacitas de café y un arito de oro en los pliegues de la vagina. En su rostro, el pánico eclipsaba cualquier posible rastro de belleza.
– Harmony -aclaró ella con un susurro.
– Muy bien, Harmony, vístete -repitió Felton-. Las dos daos la vuelta y vestíos.
– Pásales la ropa y que salgan de aquí -dijo Iverson.
Harmony, que estaba poniéndose unos tejanos, se detuvo y miró a los detectives.
– Bueno, ¿en qué quedamos? -preguntó Randy, indignada-. ¡A ver si os aclaráis!
Bosch reconoció a Randy. Era la bailarina de la noche anterior.
– ¡Sacadlas de aquí! -gritó Iverson-. ¡Venga!
Los agentes de uniforme se acercaron para acompañar a las mujeres desnudas.
– Ya vamos -chilló Randy-. Y no me toquéis.
Iverson destapó a Goshen de un tirón y comenzó a esposarle las manos a la espalda. Fue entonces cuando Bosch vio que llevaba el pelo recogido en una trenza, un dato que se le había pasado por alto la noche anterior.
– ¿Qué te pasa, Iverson? -preguntó Goshen, con la cara aplastada contra el colchón-. ¿Te pone nervioso ver unos chochos? ¿No serás mariquita?
– Cierra la boca o te acordarás.
Goshen se rió de la amenaza. Era mucho más corpulento de lo que Bosch recordaba y estaba totalmente bronceado y musculoso, con unos brazos como jamones. Por un breve instante, Bosch creyó entender el deseo de aquel hombre de acostarse con dos mujeres. Y por qué ellas se prestaban al juego.
Goshen simuló un bostezo a fin de demostrar a los presentes que no se sentía ni lo más mínimamente amenazado por lo que estaba ocurriendo. Por toda vestimenta, llevaba un pequeño calzoncillo negro, a juego con las sábanas, y varios tatuajes. En el omóplato derecho, «1 %», y en el izquierdo, el logotipo de la Harley Davidson. En el antebrazo izquierdo tenía otro: el número 88.
– ¿Qué es esto? ¿Tu coeficiente intelectual? -comentó Iverson, dándole una palmada en el brazo.
– Vete a la mierda, Iverson. Y métete la orden de registro en el culo.
Bosch sabía el significado del tatuaje, ya que lo había visto a menudo en Los Ángeles. Como la octava letra del abecedario es la hache, dos ochos equivalían a dos haches: «Heil Hitler». Eso quería decir que Goshen había pasado algún tiempo con simpatizantes de la supremacía blanca. Sin embargo, la mayoría de tíos con tatuajes parecidos que Harry conocía se los habían hecho en la cárcel.
A Bosch no le cuadraba que Goshen no tuviera antecedentes penales ni hubiera cumplido condena, aunque de haber sido así su nombre habría aparecido en el Sistema Automatizado de Identificación de Huellas Dactilares. Bosch apartó de su mente esa contradicción cuando vio que Goshen giraba la cabeza hacia él.
– Tú -dijo Goshen-. A ti es a quien deberían detener, después de lo que le hiciste a Dandi.
Bosch se inclinó sobre la cama para responder.
– Esto no tiene nada que ver con lo que pasó anoche, sino con Tony Aliso.
Iverson le dio la vuelta a Goshen, con rudeza.
– ¿De qué vas? -preguntó Goshen con rabia-. Yo no tengo nada que ver con eso. ¿De qué coño…?
El hombre intentó incorporarse, pero Iverson se lo impidió con un empujón.
– Estate quieto -le ordenó-. Luego ya nos contarás tu versión, pero antes vamos a darnos un paseo por tu casa.
Iverson sacó la orden de registro y la dejó caer sobre el pecho de Goshen.
– Ahí tienes tu orden.
– No puedo leerla.
– Haber acabado la primaria.
– Aguántamela.
Iverson no le hizo caso y se dirigió a los demás.
– Vale, dividámonos para echar un vistazo. Harry, tú te quedas aquí para hacer compañía a nuestro amigo, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
Iverson se acercó a los dos agentes de uniforme.
– Uno que vigile a este chorizo, pero sin obstruir el paso.
Uno de los agentes asintió y los demás se marcharon. Bosch y Goshen se miraron a los ojos.
– No puedo leer la orden -repitió Goshen.
– Ya lo sé -replicó Bosch-. Ya nos lo has dicho.
– Esto es un farol, una bravuconada. No podéis tener nada contra mí, porque yo no lo hice.
– ¿Y a quién se lo ordenaste? ¿A Dandi?
– Que no, tío. No pienso cargar con el muerto; quiero a mi abogado.
– En cuanto te arrestemos.
– ¿Arrestarme por qué?
– Por asesinato.
Goshen continuó negando su participación y pidiendo un abogado. Bosch no le hizo el menor caso y comenzó a registrar la habitación. Primero echó un vistazo a los cajones de la cómoda, mirando a Goshen de soslayo cada pocos segundos. Era como caminar dentro de la jaula de un león; sabía que estaba a salvo, pero no podía evitar comprobarlo constantemente, consciente de que el enemigo lo observaba a través del espejo del techo. Cuando por fin se apaciguó la fiera, Bosch esperó unos segundos y empezó a hacerle preguntas. Lo hizo de manera informal, mientras continuaba el registro, como si no le importaran demasiado las respuestas.
– ¿Dónde estabas el viernes por la noche?
– Tirándome a tu madre.
– Mi madre está muerta.
– Ya lo sé. Fue un poco rollo.
Bosch alzó la vista. Goshen deseaba que lo golpease; necesitaba la violencia, porque era el campo donde se movía mejor.
– ¿Dónde estabas, Goshen? El viernes por la noche.
– Pregúntaselo a mi abogado.
– Ya lo haremos, pero tú también puedes hablar.
– Estaba en el club. Tengo un trabajo, por si no lo sabías.
– Sí, ya lo sé. ¿Y a qué hora terminaste?
– No lo sé. Hacia las cuatro. Después volví a casa.
– Ya.
– Es la verdad.
– ¿Dónde estabas? ¿En el despacho?
– Sí, claro.
– ¿Te vio alguien? ¿Saliste en algún momento antes de las cuatro?
– No lo sé. Pregúntaselo a mi abogado.
– No te preocupes; lo haremos.
Bosch reanudó el registro. Cuando abrió la puerta del armario empotrado, observó que la ropa sólo ocupaba una tercera parte. Goshen vivía con poca cosa.
– Es la puta verdad -le gritó Goshen desde la cama-. Anda, compruébalo.
Lo primero que hizo Bosch fue examinar los dos pares de zapatos y las Nike que estaban dentro del armario. Tras estudiar detenidamente el dibujo de las suelas, decidió que ninguno se parecía siquiera remotamente a las huellas encontradas en el parachoques del Rolls y en la cadera de Tony Aliso.
Bosch se volvió un momento para asegurarse de que Goshen no se movía.
No se movía.
A continuación, Harry vio una caja en un estante del armario y, al abrirla, descubrió un montón de fotos publicitarias de bailarinas. No estaban desnudas; sólo posaban con poca ropa. El nombre de las chicas aparecía impreso en el margen inferior de cada retrato, así como la referencia de Models A Million. Bosch supuso que sería una agencia que suministraba bailarinas a los clubes y buscó en la caja hasta que encontró una foto con el nombre de Layla.
Bosch contempló la imagen de la mujer que había estado buscando la noche anterior. Layla lucía una larga melena castaña con reflejos rubios, tenía unas buenas curvas, ojos oscuros y unos labios gruesos entreabiertos, lo justo para mostrar un poco de su blanca dentadura. A Bosch le pareció muy guapa y no del todo desconocida, aunque no sabía por qué. Después de pensarlo un poco, achacó la familiaridad a la picardía sexual que transmitían todas esas mujeres.