Fue un lunes de principios de diciembre cuando me introduje en el caso de la difunta Isabelle Barney. Aquel día había ido dos veces a Cottonwood, dos viajes de ida y vuelta de quince kilómetros cada uno para entregar una citación a un testigo de un juicio por agresión física. La primera vez no había nadie en la casa. La segunda vi llegar al individuo en el momento en que volvía del trabajo y aparcaba el coche en el sendero del garaje. Le entregué los papeles, me desentendí de su asombro y me marché con la radio a todo volumen para no oír las groserías con que me despidió. Dijo dos palabras que no oía desde hacía un montón de años. De regreso a la ciudad, di un rodeo para volver a la oficina.

El edificio del bufete -de dos pisos, ambos con despachos- tiene la fachada enlucida con yeso y un aparcamiento en la planta baja. Cada planta posee seis balcones, con las puertas abiertas para que entre el aire, y grandes contraventanas de madera pintadas de ese color verdigris que adquieren los objetos de cobre cuando se oxidan. Los balcones carecen de saliente y están protegidos a media altura por una barandilla de hierro forjado. El efecto es muy decorativo y, en caso de necesidad, las barandillas podían impedir que se arrojaran a la calle los perros suicidas y los niños enrabiados. El edificio se comunica con la finca contigua mediante un pasaje de techo abovedado situado a la derecha y por el que se accede a un pequeño aparcamiento situado detrás. El único inconveniente es la avara distribución de las plazas disponibles. Hay seis inquilinos fijos y doce plazas. Como todo es propiedad de Lonnie, el bufete tiene derecho a cuatro plazas: una para John, otra para Martin, otra para Lonnie y otra para su secretaria, Ida Ruth. Las ocho plazas restantes se distribuían según el contrato de alquiler que se hubiera firmado. Los demás podíamos elegir entre dejar el coche en la calle o aparcarlo en las zonas de estacionamiento que había a tres manzanas. Las tarifas de Santa Teresa son baratísimas en comparación con las vigentes en las grandes ciudades, pero, dado lo limitado de mi presupuesto, era un lujo que no me podía permitir. Los estacionamientos callejeros son gratis en el centro, pero limitados a noventa minutos, y los agentes municipales empiezan a poner multas en cuanto te pasas un minuto. En consecuencia, perdía mucho tiempo cambiando el coche de sitio o recorriendo la zona en busca de un lugar que estuviera cerca y fuera gratis al mismo tiempo. Por suerte, esta exasperante situación sólo dura hasta las seis de la tarde.

Eran ya las seis y cuarto y no se veía luz en los balcones de la fachada del segundo piso, lo que quería decir que ya se habían ido todos a casa. No obstante, vi el coche de Lonnie al cruzar el pasaje. El Toyota de Ida Ruth no estaba, así que aparqué en su plaza, junto al Mercedes de Lonnie. En la plaza de John vi un Jaguar azul claro que no conocía. Saqué la cabeza por la ventanilla y doblé el cuello. Las luces del despacho de Lonnie estaban encendidas, dos rectángulos amarillos proyectados sobre la sombra sesgada que bajaba desde el tejado. Estaba sin duda con algún cliente.

Los días eran cada vez más cortos y a aquella hora casi había oscurecido. En el aire flotaba algo que hacía añorar un buen fuego de leña, compañía grata y esos licores que parecen muy elegantes en los anuncios y que luego saben a jarabe para la tos. Me dije que me esperaba el trabajo, pero en el fondo no era más que una excusa para posponer el momento de volver a casa.

Cerré el coche con llave y me dirigí hacia la escalera, empotrada en un hueco que subía por el centro del edificio igual que una chimenea. Todo estaba a oscuras y tuve que echar mano de la linterna de bolsillo que llevo colgada del llavero. El pasillo de la segunda planta estaba también a oscuras, pero vi luz en la zona de recepción a través del vidrio esmerilado de la puerta del bufete. Éste, que abarca toda la planta segunda, de día era muy acogedor: muy buena iluminación, paredes blancas, moqueta de un tono naranja oscuro, macetas por todas partes y muchos dibujos a la cera en las paredes. El despacho que me habían alquilado había sido anteriormente una extraña mezcla de sala de juntas y cocina, pero ahora estaba amueblado con mi escritorio, mi silla giratoria, mis archivadores metálicos, un pequeño sofá-cama, el teléfono y el contestador automático. En las Páginas Amarillas seguía figurando mi nombre en la sección de Detectives Privados e Investigaciones, y a la gente que llamaba al número antiguo se le daba el actual. En las semanas transcurridas desde el traslado, aunque había tenido algún cliente, me había visto obligada a trabajar de recadera jurídica para llegar a fin de mes. A 20 dólares el servicio no había manera de hacerse millonaria, pero ya llegaría el radiante día de primavera en que podría pasearme por las calles con 100 dólares en el bolsillo. No estaba mal, si podía compaginarlo con alguna que otra investigación.

Entré en silencio para no molestar a Lonnie, por si se hallaba reunido con alguien. Tenía abierta la puerta del despacho y al pasar no pude reprimir una mirada automática. Lonnie hablaba con un cliente, pero nada más verme alzó la mano y me llamó por señas.

– Kinsey, por favor, ¿podrías concederme un minuto? Me gustaría presentarte a alguien.

Di marcha atrás y crucé la puerta del despacho. El cliente estaba sentado en el sofá tapizado en cuero negro y me daba la espalda. Se levantó en cuanto Lonnie se puso en pie y se giró para mirarme cuando nos presentaron. Había en él un no sé qué sombrío.

– Kenneth Voigt -dijo Lonnie-. Kinsey Millhone, la investigadora de que te hablaba.

Nos dimos la mano y repasamos el habitual repertorio de cortesías mientras nos inspeccionábamos con la mirada. Tenía cincuenta y tantos años, el pelo y los ojos negros, y las cejas separadas por surcos profundos, debidos a la costumbre de fruncir el ceño. Había rudeza en sus facciones y un mechoncito de pelo raleante, que se peinaba hacia un lado, le contenía el avance de la frente. Me sonrió con educación, pero su rostro no manifestó alegría alguna. Una película de sudor parecía cubrirle la frente. Se quitó la chaqueta y la arrojó sobre el sofá. Llevaba un polo color gris oscuro, de manga corta y pechera cerrada por tres botones. Del cuello del polo le sobresalía una negra pelusa y tenía los antebrazos alfombrados de vello. Estrecho de espaldas, tenía los músculos de los brazos fibrosos y sin desarrollar. Le convenía ir a un gimnasio, aunque sólo fuera para descargar la tensión. Sacó un pañuelo y se lo pasó por la frente y por el labio superior.

– Me gustaría que lo oyese ella -le decía Lonnie-. Podría mirar esta misma noche en los ficheros y empezar mañana por la mañana.

– Por mí, de acuerdo -dijo Voigt.

Volvieron a sentarse. Me acurruqué en un extremo del sofá con las piernas encogidas, estimulada hasta extremos inimaginables por la perspectiva de volver a cobrar. Una de las ventajas de trabajar para Lonnie es que éste ahuyenta a los morosos.

Antes de que los dos reanudaran lo que hubiesen comenzado, Lonnie me dio unas cuantas explicaciones.

– El detective al que solíamos recurrir ha muerto de un ataque al corazón. Morley Shine -sufrí un sobresalto-, ¿lo conocías?

– Desde luego -dije-. ¿Y ha muerto? ¿Cuándo?

– Ayer por la noche, a eso de las ocho. Estuve fuera todo el fin de semana, y volví pasada la medianoche. Por eso no me he enterado hasta esta mañana, cuando me llamó Dorothy para decírmelo.

Conocía a Morley Shine desde siempre y, aunque no era un amigo íntimo, podía contar con él en caso de apuro. Morley y el individuo de quien yo había aprendido cuanto hay que saber en el oficio habían sido socios durante años. Tras una discusión habían seguido en la profesión, pero cada uno por su lado. Morley tenía casi setenta años, era alto, cargado de espaldas, probablemente le sobraban cuarenta kilos, tenía la cara redonda y con hoyuelos, se reía como si susurrase, exhalando un chorro de aire, y tenía los dedos amarillos de tanto fumar. Conocía a los chivatos y confidentes de todas las penitenciarías del estado y tenía contactos en las principales fuentes de información de la localidad. Ya preguntaría a Lonnie por las circunstancias de su muerte. Por lo pronto me concentré en Kenneth Voigt, que había aprovechado la interrupción para recapacitar; miraba al suelo, con las manos unidas sobre los muslos.


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