Volví a la oficina, dejé el coche en la plaza de Lonnie y subí los peldaños de dos en dos hasta llegar al segundo piso. Puede que a Ida Ruth le extrañara mi regreso, pero no me hizo el menor comentario. Abrí el despacho y me puse a repasar los expedientes, que, aunque ya mejor ordenados, estaban desperdigados todavía por todas las superficies disponibles. Encontré el que buscaba, me acerqué al escritorio, encendí la lámpara y me instalé en la silla giratoria.

Repasé las fotocopias de las noticias de prensa de seis años atrás que había sacado para preparar el interrogatorio de los vecinos de Barney. Aquellos días, en efecto, se había comentado ampliamente el aguacero que había caído sobre casi toda California. También se mencionaban a los equipos de empleados de las compañías de servicios públicos, que habían trabajado las veinticuatro horas del día para reparar las cañerías reventadas por doquier. La furia de los elementos había desatado una ola no menos furiosa de delitos de menor cuantía, como si los cambios climatológicos hubieran enardecido las bajas pasiones de los pobres delincuentes. Pasé las páginas fijándome en todos los artículos. No sabía a ciencia cierta qué buscaba… un vínculo, algo que se relacionara con el pasado.

Las preguntas saltaban a la vista. Si Tippy Parsons podía respaldar la coartada de David Barney, ¿por qué no lo había hecho en su debido momento? Como es lógico, tal vez no se hubiera encontrado allí. David podía haber visto a otra persona, o se inventó la presencia de la joven para adaptarla a sus fines. Aunque Tippy hubiera pasado por la salida de la autopista, podía ocurrir que ella no le hubiese visto -siempre cabía esta posibilidad-, pero situarla en la escena daba ciertamente verosimilitud a sus afirmaciones. ¿Y el individuo que según Barney se hallaba también en aquel lugar? ¿Qué papel tenía en todo aquello?

Cogí el teléfono para llamar a Rhe Parsons, con la esperanza de localizarla en su estudio. Oí cuatro timbrazos, cinco, seis. Descolgó al séptimo timbrazo y contestó jadeando y con irritación.

– Diga.

– Hola Rhe, soy Kinsey Millhone. Siento molestarla. Me da la sensación de que he vuelto a interrumpirla trabajando.

– Ah, hola. No se preocupe. Supongo que es culpa mía. Debería instalarme un teléfono portátil para poder llevármelo al estudio. Perdone el jadeo, pero estoy francamente agotada. ¿Cómo se encuentra?

– Bien, gracias. ¿Está Tippy ahí, por casualidad?

– No. Sale a las seis de la tarde. Trabaja en la Marisquería Santa Teresa. Si hay algo que pueda hacer yo…

– Quizá -dije-. ¿Sabe usted dónde estaba Tippy la noche que mataron a Isabelle?

– En casa, estoy segura. ¿Por qué?

– Bueno, quizá no tenga importancia, pero a una persona le pareció verla al volante de una camioneta.

– ¿Una camioneta? Tippy no ha tenido nunca una camioneta.

– Entonces será una equivocación. ¿Estaba ella con usted cuando llamó la policía?

– ¿Cuando me notificaron la muerte de Isabelle? -Hubo un momento de vacilación que yo habría tenido que interpretar como una advertencia, pero estaba tan concentrada en la pregunta que me olvidé de que hablaba con una m-a-d-r-e-. Vivía con su padre en aquella época -dijo con prudencia.

– Es verdad. Me lo dijo usted. Ahora lo recuerdo. ¿Tenía su padre algún vehículo de transporte?

Silencio mortal. Y al cabo del rato.

– Mire, no me gusta lo que insinúa usted.

– No insinúo nada. Me limito a recabar información.

– Sus preguntas parecen muy intencionadas. Espero que no esté diciendo de forma indirecta que Tippy tuvo algo que ver con lo que le ocurrió a Isabelle.

– No sea tonta, por favor. Jamás diría una cosa así, ni directa ni indirectamente. Sólo deseo desmentir cierta versión.

– ¿Qué versión?

– Escuche, lo más probable es que no tenga importancia alguna, y preferiría no entrar en detalles. Ya hablaré con Tippy en otro momento.

– Kinsey, si alguien ha afirmado algo acerca de mi hija, tengo derecho a saberlo. ¿Quién ha dicho que estaba fuera de casa? Es una acusación ofensiva.

– ¿Acusación? Alto ahí. No creo que pueda llamarse acusación a decir que conducía una camioneta.

– ¿Quién le ha contado semejante barbaridad?

– Mire, Rhe, no estoy autorizada a revelar mis fuentes. Trabajo para Lonnie Kingman y se trata de información reservada… -No era verdad, pero lo parecía. Los derechos que protegen a los clientes de los abogados ni me afectaban a mí ni afectaban a los testigos con quienes yo quisiera ponerme en contacto. Me di cuenta de que ella hacía un esfuerzo por contener la cólera.

– Le agradecería que me dijera qué ocurre. Le prometo no hacerle preguntas sobre sus fuentes de información, si realmente representa un problema.

Dudé unos momentos y me dije que en el fondo no había ningún motivo para ocultarle la información.

– Una persona dice que la vio aquella noche. Yo no digo que el asunto guarde relación con la muerte de Isabelle, pero me extraña que Tippy no lo haya mencionado en ningún momento. Tal vez a usted le comentara algo.

Rhe me contestó en tono terminante.

– No me ha comentado nada porque aquella noche no salió.

– Estupendo. Es lo único que quería saber.

– Y si salió, no es asunto suyo.

Me llevé una mano imaginaria a un oído imaginario.

– ¿Qué ha querido decir con eso? -dije.

– Nada. Ha sido una forma de replicar.

– ¿Le importaría decirle a su hija que me llame?

– No pienso hacerlo.

– Como quiera. Perdone si la he molestado. -Colgué con brusquedad y con la cara encendida. ¿Qué le pasaba a aquella mujer? Redacté una nota relativa a enviarle una citación judicial a Tippy, si es que no había ya una en curso. Hasta entonces no había concedido mucho crédito a la afirmación de Barney, pero después de comprobar la reacción de Rhe empecé a dudar.

Por el interfono, le dije a Ida Ruth que pidiera una transcripción de las actas del juicio por homicidio. Luego me retrepé en la silla giratoria, apoyé los pies en la mesa y entrelacé los dedos a la altura de los ojos mientras meditaba sobre el desarrollo de los acontecimientos. El asunto se ponía feo. Entre los papeles desorganizados de Morley y su muerte inesperada, el caos que nos había caído encima no había hecho más que acentuarse. El principal testigo de Lonnie ya no era digno de confianza y el acusado parecía contar con una coartada sólida. A Lonnie no le iba a gustar aquello. Y debía informarle ahora, y no el primer día del juicio, cuando Herb Foss hiciese al jurado la exposición inaugural, aunque no iba a sentarle nada bien. Había planeado volver a casa el viernes por la noche para pasar un relajado fin de semana con su mujer. Hacía ocho meses que se había casado con una instructora de karate a la que había defendido con brillantez de varias acusaciones de agresión intencionada. Ignoro qué había hecho María, lo único que Lonnie me había contado es que el proceso se incoó porque quiso violarla un hombre que actualmente se ha retirado de la vida activa. Obligué a mis errabundos pensamientos a concentrarse en mi asunto. Cuando Lonnie entrase en la oficina el lunes por la mañana, volaría por los aires más de una grapadora. Y seguro que una como mínimo me alcanzaría en el cogote.

Volví a repasar la lista de testigos que Lonnie había reclamado a la defensa. Figuraba un tal William Angeloni, aunque aún no se le había tomado declaración. Anoté su dirección, consulté la guía y apunté su teléfono. Descolgué el auricular y volví a colgarlo. Mejor entrevistarlo personalmente para saber qué aspecto tenía. Cabía la posibilidad de que fuera un sinvergüenza contratado por David Barney para que soltara una sarta de mentiras. Metí un puñado de documentos en el maletín y salí a la calle.

Vivía en el sector occidental de la ciudad. La casita, de una sola planta y con la fachada enlucida con yeso, estaba en trance de sufrir una profunda transformación. Habían levantado el tejado y derribado las paredes laterales. Los huecos se habían cubierto con grandes cortinas de plástico blanquecino, clavadas en los pilares para proteger las partes de la casa que había que dejar intactas. A un costado se amontonaba la madera y la piedra artificial. En el sendero del garaje había un contenedor azul oscuro, lleno de cascotes y viejas vigas erizadas de clavos torcidos y oxidados. Al parecer los obreros habían terminado ya la jornada, aunque en el patio vi a un sujeto con una lata de cerveza en la mano. Aparqué el coche al otro lado de la calle, bajé y crucé la línea fronteriza del césped alfombrado de polvo.


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