– ¡Así se hace! -Rosie golpeó la mesa con la mano y recuperó la actitud de costumbre. Se levantó y volvió a poner en la bandeja la botella de jerez y los dos vasos-. Mañana. A las dos. Es como una medicina. Muy puntual. Voy a traerle la cena. No discuta. Sé lo que necesita.

El corazón me dio un vuelco. La cena que iba a servirle consistiría en una peligrosa confabulación de especias húngaras y grasas saturadas, pero no me atreví a salir corriendo.

William observó a Rosie mientras ésta se alejaba.

– Es curioso -dijo-. Creo que incluso me ha bajado la tensión.

17

Esa noche dormí mal, y el viernes por la mañana hice mi habitual sesión de footing sin mucho convencimiento. El entierro de Morley estaba previsto para las diez y me daba miedo asistir. Había aún muchas preguntas en el aire y me sentía como si fuese responsable de casi todas. Lonnie volvería de Santa María no bien terminara el otro juicio. Quedaban por entregar muchas citaciones que Morley había dejado pendientes, pero consideraba absurdo buscar a los ciudadanos en cuestión mientras no supiera con exactitud cómo estaban las cosas. Puede que Lonnie acabara por renunciar al juicio. Me duché y rebusqué en el cajón de la ropa interior para ver si encontraba unas medias que no estuvieran como si los gatos se me hubiesen subido por las piernas. El cajón era un bazar de camisetas viejas y calcetines desparejados. No iba a tener más remedio que planteármelo seriamente y ordenar la ropa algún día. Me puse el vestido multiuso, que para los entierros resulta ideal: es negro, de manga larga, y confeccionado con poliéster mezclado con unas fibras tan milagrosas que puede permanecer un año enterrado sin arrugarse. Me calcé unos zapatos bajos de color negro para poder moverme sin dar traspiés. Tengo amigas a quienes les encanta ponerse zapatos de tacón alto, artilugios que a mí me resultan incomprensibles. Si fueran tan fabulosos, seguro que los hombres los llevarían también. Opté por no desayunar y dirigirme temprano a la oficina.

Llegué a las siete y media, antes que nadie. Como no había ventanas, la escalera interior estaba prácticamente a oscuras. Gracias a la linterna de bolsillo pude subir sin peligro de resbalar y partirme la boca. Llegué al segundo piso y entré por la puerta principal. El lugar estaba lóbrego y frío. Pasé unos minutos encendiendo luces para crear la ilusión de que había comenzado la jornada laboral. Puse café en el filtro de la cafetera eléctrica y la encendí accionando el interruptor. Cuando abrí mi despacho con la llave correspondiente, el aroma del café empezaba a impregnar el aire.

Miré el contestador automático y vi que el piloto parpadeaba con insistencia. Apreté la tecla de rebobinado y oí la voz irritada de Kenneth Voigt: «Señora Millhone. Soy Ken Voigt… Son… las doce de la noche del jueves. Acaba de llamarme Rhe Parsons, muy alterada por lo de Tippy. He llamado a Lonnie, pero en el motel de Santa María donde se hospeda no contesta nadie. Mañana a las ocho de la mañana estaré en la oficina y quiero una explicación. Avíseme en cuanto llegue». Recitó el número de Voigt Motors y colgó.

Miré el reloj. Eran las ocho menos cuarto. Marqué el número en cuestión, pero me respondió la voz del contestador automático, que me informó con una pronunciación muy cuidada de que el concesionario estaba cerrado y canturreó a continuación el número de los bomberos por si yo había llamado para avisar que se había declarado un incendio en el edificio. No me había quitado aún la cazadora y quedarme carecía de sentido. Podía igualmente afrontar las consecuencias. Ida Ruth llegó en aquel momento, le dije adónde pensaba ir y le dejé las oficinas para ella sola. Bajé y recogí el coche. Sólo había visto a Kenneth Voigt en una ocasión, pero me había parecido el típico individuo que disfruta dando órdenes y echando rapapolvos al personal. No me apetecía en absoluto hablar de las últimas etapas del caso. Aún no había comunicado a Lonnie lo que sucedía y me parecía que dar malas noticias era un cometido que le correspondía a él, no a mí. Al menos Lonnie podría aconsejar a Voigt a propósito de las consecuencias jurídicas.

Había aún poco tráfico en la autopista y cuando la abandoné por la salida de Cutter Road eran las ocho y cinco. Voigt Motors era el concesionario oficial de Mercedes-Benz, Porsche, Jaguar, Rolls-Royce, Bentley, BMW y Aston Martin. Dejé el VW en una de las diez plazas vacías y me dirigí a la puerta. El edificio parecía una plantación sureña, un homenaje de vidrio y hormigón al espíritu aristocrático y el buen gusto. Un discreto rótulo, escrito a mano con letras de oro, indicaba que se trabajaba de lunes a viernes de 8.30 de la mañana a 8 de la noche, los sábados de 9 de la mañana a 6 de la tarde, y los domingos de 10 de la mañana a 6 de la tarde. Me hice visera con la mano y pegué la nariz al escaparate ahumado en busca de actividad en el oscuro interior. Vi seis o siete automóviles imponentes y una luz al fondo. A la derecha subía una escalera. Toqué una melodía golpeando el cristal con los nudillos y me pregunté si la oiría alguien.

Kenneth Voigt apareció en lo alto de la escalera al cabo de unos momentos y se inclinó sobre la barandilla para ver quién llamaba. Bajó, cruzó el reluciente suelo de mármol y avanzó hacia mí. Vestía un traje chaqueta de rayas muy finas, camisa azul claro y corbata azul marino. Tenía todo el aspecto de ser uno de los concesionarios más prósperos del condado de Santa Teresa. Se desvió ligeramente de la ruta inicial para encender las luces interiores que bañaron en un haz de blancura inmaculada los vehículos en exposición. Abrió con llave la puerta principal y me invitó a entrar.

– Veo que ha recibido el mensaje.

– He ido temprano a la oficina. Y he pensado que podríamos hablar personalmente.

– Tendrá que esperar un momento. Tengo que llamar a Nueva York. -Cruzó el salón y avanzó hacia una serie de despachos de vidrio, todos iguales, donde se gestionaban las transacciones durante la jornada laboral. Le vi sentarse en la silla giratoria de otro. Marcó un número y se acomodó en el asiento. Sin duda contestaron porque vi que se le animaban las facciones. Se puso a gesticular mientras hablaba. Incluso de lejos se le notaba el nerviosismo y la desmesura.

No lo eches a perder, me dije. Mantén la boca cerrada. Era cliente de Lonnie, no mío, y no me podía permitir el lujo de provocar su hostilidad. Anduve por el salón de muestras con la esperanza de dominar mi natural tendencia a precipitar las cosas. El despido me había bajado un tanto los humos. Me concentré en la aureola de buen gusto que me rodeaba.

El olor a cuero y pintura de coche perfumaban el aire. Me pregunté qué se sentirá cuando se tiene suficiente dinero en el banco para comprar un vehículo que cuesta más de doscientos mil dólares. Imaginé una escena con muchas risas de campechanía y poco regateo. Quien puede permitirse un Rolls-Royce tiene que saber que a cambio se le van a abrir muchas puertas. ¿Qué había que discutir, la entrada del Bentley?

Me fijé en un Corniche III, un deportivo descapotable pintado de rojo. Tenía bajada la capota. El interior estaba tapizado en cuero beige muy claro con ribetes rojos. Me volví para mirar a Voigt. Como estaba totalmente enfrascado en la conversación telefónica, abrí la portezuela del conductor del Rolls y me senté ante el volante. No estaba mal. En la guantera había un manual de instrucciones encuadernado en piel y cuyas hojas imitaban el pergamino. Parecía la carta de vinos de un restaurante de lujo. Poner precios era demasiado vulgar, pero me enteré de que los embellecedores pesaban 2,430 kilos y de que el portaequipajes tenía una capacidad de 0,27 metros cúbicos. Inspeccioné todos los contadores y mandos del salpicadero de nogal. Absorta, empecé a mover el volante de un lado a otro mientras imitaba con la boca el chirrido de los neumáticos. James Bond al ataque. Iba por una carretera de montaña de los alrededores de Montecarlo y me disponía a tomar una curva peligrosísima cuando alcé los ojos y vi a Voigt junto al vehículo. Noté que se me encendían las mejillas.


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