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Puesto que Jefatura estaba en la manzana contigua, decidí empezar allí y visitar al teniente Dolan, de Homicidios. Este tenía la gripe y estaba de baja, pero me atendió la sargento Cordero. Vi al teniente Becker en un rincón, hablando con un individuo, tal vez un sospechoso, un veinteañero blanco y mohíno que parecía reacio a colaborar. Conocía más a Becker que a Cordero, pero si esperaba a que el primero estuviese libre, acabaría interrogándome sobre mis relaciones con Jonah Robb, el de Personas Desaparecidas. Hacía por lo menos ocho meses que no veía a Jonah y en esos momentos no me apetecía dar pie a que el contacto se reanudara.

Sheri Cordero constituía una anomalía en Jefatura. Como era mujer y sudamericana, mataba dos pájaros marginados de un tiro. Tenía veintinueve años, era bajita, pechugona, lista, dura y tal vez también corrosiva, aunque en un sentido que no sabría definir con precisión. Nunca decía nada ofensivo, pero los colegas no se sentían del todo a gusto cuando ella estaba delante. No obstante, yo sabía a qué tenía que enfrentarse Sheri. La policía de Santa Teresa es de las mejores que hay, pero no siempre es fácil ser mujer y agente del orden. Y si Sheri se comportaba como lo hacía, tenía sus motivos. Sostenía una conversación telefónica que prosiguió en español en cuanto llegué hasta ella. Me senté en la silla de metal y cuero sintético que había junto a su escritorio. Me enseñó un dedo para indicarme que me atendería enseguida. Había colocado un arbolito navideño encima de la mesa. Estaba decorado con barras de caramelo y me serví una. Lo bueno de estar ante alguien que habla por teléfono es que puede observársele a placer sin que la tachen a una de grosera. Desenvolví el caramelo y tiré el papel transparente a la papelera. Cordero estaba enfrascada en la conversación y gesticulaba con vehemencia para subrayar lo que decía. No era fea, aunque sí algo vulgar, y se maquillaba más bien poco. Le faltaba una esquirla a uno de sus incisivos y la melladura daba un matiz frívolo a una cara por lo demás seria. Mientras la observaba se puso a dibujar en el cuaderno de notas: un vaquero apuñalado en el pecho con un cuchillo desmesurado.

Terminó de hablar y se dirigió a mí sin que la transición le supusiera ningún cambio perceptible.

– ¿Sí?

– Buscaba al teniente Dolan, pero Emerald me ha dicho que está enfermo.

– Sí, al final ha acabado por contagiarse. ¿Tú no has pasado la gripe este año? Yo estuve de baja una semana, me encontraba fatal.

– Hasta ahora me he librado -dije-. ¿Cuánto tiempo lleva de baja?

– Sólo dos días. Cuando vuelva, lo hará arrastrándose y con cara de muerto. Anda, dime qué quieres.

– Me ha contratado Lonnie Kingman para que investigue un caso por defunción en circunstancias sospechosas. El acusado es David Barney. Ando detrás de los chismes y los rumores. ¿Estabas ya aquí en aquella época?

– Aún trabajaba atendiendo al público, pero oí lo que se decía. Sentó muy mal cuando se le declaró inocente; había comprado todos los números del sorteo, pero el jurado no cooperó. El personal se sintió muy contrariado. El teniente Dolan estaba que se mordía las uñas.

– Por lo que sé, un compañero de celda de David Barney dice que éste admitió su culpabilidad después de dictarse la sentencia.

– Te refieres a Curtis McIntyre -dijo Cordero-. Está en la penitenciaría del condado y, si quieres hablar con él, será mejor que te apresures. Sale esta semana. Le cayeron noventa días por agresión. ¿Te has enterado de lo de Morley Shine?

– Lonnie me lo contó anoche, pero no conozco los detalles. ¿Cómo ocurrió?

– Según dicen, simplemente se cayó redondo al suelo. Había estado en cama con la gripe, aunque creo que ya se había recuperado. Ocurrió mientras cenaba el domingo por la noche, bueno, ya sabes cómo era, no se saltaba nunca las comidas de rigor… Se levantó de la mesa y se desplomó en el acto.

– ¿Padecía del corazón?

– Desde hacía años, pero nunca se lo había tomado en serio. Acudía al médico y todo lo demás, por supuesto, pero eso no le supuso nunca ningún obstáculo. Incluso contaba chistes sobre su corazón.

– Es una lástima -dije-. Lamento de veras que haya muerto.

– Yo también. No te imaginas lo mal que me siento. Cuando me llamaron para decírmelo, ¿sabes?, me eché a llorar. Te lo juro, y ni siquiera sé por qué. No nos conocíamos tanto. A veces, cuando yo iba al juzgado a declarar, me lo encontraba allí y charlábamos un rato. Siempre estaba en el juzgado, fumando un Camel tras otro y masticando fritos de maíz o lo que se expendiera en las máquinas de los pasillos. Cada vez que uno de estos viejos muere de repente me llevo una impresión tremenda. ¿Por qué no se cuidan?, me pregunto yo.

Sonó el teléfono y al cabo de un segundo ella estaba ya enfrascada en otra historia. Tras despedirme con la mano me alejé del escritorio. Básicamente me había contado lo que quería saber. La policía estaba convencida de que David Barney era culpable. Aquello no convertía la sospecha en hecho real, pero tendía a corroborarla.

Me detuve en Archivos y pedí a Emerald que me dejara telefonear. Llamé a Ida Ruth y le pregunté si podía concertarme una entrevista con Curtis McIntyre esa misma mañana. El horario de visitas de la penitenciaria es de una a tres de la tarde y sólo los sábados, pero como yo trabajaba por cuenta de Lonnie Kingman, podía hablar con él a cualquier hora. Son las ventajas de la profesión jurídica. Había estado tantos años sirviéndome de emboscadas y subterfugios que me costaba acostumbrarme a la legalidad vigente.

Resuelto aquel punto, le pregunté también por la dirección de Morley Shine. Morley había vivido en Colgate, el municipio con que limita Santa Teresa por el norte, donde abundan industrias químicas y urbanizaciones, y a lo largo de la calle principal hay comercios de todas clases. En lugar de granjas y naranjales, ahora hay gasolineras, boleras, funerarias, autocines, moteles, restaurantes de comida preparada, tiendas de alfombras y supermercados, sin que nadie, al menos en apariencia, haya prestado la menor atención a la estética o la unidad arquitectónica del conjunto.

Morley y su mujer, Dorothy, poseían una casa modesta de tres dormitorios en una de las urbanizaciones más antiguas; se alzaba entre la autopista y las montañas y se accedía a ella por una travesía de South Peterson. Supuse que la casa se había construido en los años cincuenta, antes de que a las empresas constructoras se les ocurriera diferenciar las fachadas. Éstas, edificadas al estilo de las casas de campo suizas, estaban pintadas de marrón sucio o de azul y los garajes de dos plazas sobresalían de tal modo que obstaculizaban el acceso a la entrada. Las contraventanas de madera armonizaban con los zócalos de madera de los arriates, donde crecían pensamientos mustios que, cuando se observaban de cerca, resultaba que eran artificiales. El barrio entero parecía la personificación de la pusilanimidad, desde los heterogéneos jardines hasta los senderos de cemento agrietado que conducían a los garajes y donde cada dos casas había un coche estacionado sobre tablas. La decoración navideña no había hecho más que empeorar las cosas. Casi todas las casas estaban adornadas con bombillas de múltiples colores. Un vecino de Morley parecía querer competir con el de la casa de enfrente. Los dos habían llenado el patio de artículos propios de las fiestas, desde figuras de plástico que representaban a Santa Claus hasta figuras de plástico que representaban a los Reyes Magos.

Era martes por la mañana. Morley había muerto el domingo por la noche y, aunque me resultaba violento comportarme como una intrusa, me parecía de primera necesidad recuperar todos los papeles que pudiera antes de que un pariente bien intencionado los tirase a la basura. Llamé a la puerta principal y esperé. Morley había descuidado siempre los detalles y advertí que su casa poseía la misma característica. La pintura azul de la barandilla del porche -ya desnivelada de por sí- tenía tantos años que había comenzado a desconcharse. Me asaltó la deprimente sensación de haber estado antes en aquella casa. Podía imaginarme el destartalado interior: baldosas agrietadas en la cocina, suelos de vinilo levantados por mil puntos, moquetas estampadas con huellas de pies que permanecerían allí por los siglos de los siglos. El marco metálico de las ventanas estaría doblado, los apliques del cuarto de baño con herrumbre. Un Mercury verde de cuatro puertas y con abolladuras estaba estacionado en la franja de césped lateral. Supuse que sería de Morley, aunque no sé por qué. Era la típica cafetera que le gustaba al difunto. Seguramente lo había comprado nuevo hacía mucho y lo había conducido contra viento y marea hasta que le falló el motor. En el sendero del garaje había un turismo, un Ford nuevo de color rojo. En el borde de la matrícula figuraba el nombre de una casa local de alquiler de vehículos; pertenecería a alguien que había llegado de fuera.


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