– Es una suerte que se haya acordado de mi nombre -le dije.

– Me propuse hacerlo. También averigüé dónde vivía. Era lo menos que podía hacer.

– ¿Y entonces por qué no me llamó? Vivo aquí permanentemente y también tengo una oficina.

– ¿Por qué habría de molestarlo?

– Me parece que usted tiene que molestar a alguien Me parece que no tiene muchos amigos.

– ¡Oh! Tengo amigos -dijo- de cierta clase -Colocó el vaso encima de la mesa. -No es fácil pedir ayuda… especialmente si toda la culpa es de uno. -Me miró con una sonrisa cansada y agregó:

– Quizá pueda dejar la bebida uno de estos días. Todos dicen eso, ¿no es cierto?

– Desacostumbrarse lleva alrededor de tres años.

– ¿Tres años? -Pareció disgustado

– Por lo general es así. Es un mundo diferente. Hay que acostumbrarse a un juego de colores más pálidos, a un conjunto de sonidos más tranquilos. Hay que contar también con las recaídas. Toda la gente que usted conocía bien, llegará a serle un poco extraña. La mayor parte de ellos ni siquiera le gustarán y usted tampoco a ellos

– Eso sí que sería un cambio -dijo.

Se dio vuelta y miró al reloj.

– En la estación de ómnibus de Hollywood dejé una maleta, que vale doscientos dólares, en el depósito de equipajes. Si pudiera rescatarla me compraría una más barata y empeñaría la otra; así podría conseguir dinero suficiente como para llegar a Las Vegas en ómnibus. Allí puedo conseguir trabajo.

Yo no dije nada; simplemente asentí con la cabeza y seguí sentado con el vaso en la mano.

– Usted está pensando que esa idea se me pudo haber ocurrido un poco antes -dijo con tranquilidad.

– Pienso que detrás de todo esto hay algo que no me incumbe. ¿El trabajo es seguro o no es más que una esperanza?

– Es seguro. Un amigo que conocí muy bien en el ejército dirige allí un gran salón de baile, el Terrapin Club. Por supuesto, es medio chantajista, todos lo son, pero por lo demás es un tipo excelente.

– Puedo hacerme cargo del pasaje de ómnibus y de algo más. Pero lo haré siempre que esto le proporcione algo que le dure por algún tiempo. Será mejor que lo llame por teléfono.

– Gracias, pero no es necesario. Randy Starr no dejará de ayudarme. Siempre lo ha hecho. Y puedo empeñar la maleta por cincuenta dólares. Lo sé por experiencia.

– Oiga -le contesté-, le daré lo que necesita. No soy esos infelices de corazón blando, así que mejor tome lo que le ofrecen y que le vaya bien. Quiero sacármelo de encima porque tengo un presentimiento desde que lo conocí.

– ¡No me diga! -miró el contenido del vaso y continuó bebiendo-. Sólo nos hemos encontrado dos veces y en ambas oportunidades se portó conmigo como un hombre más que derecho. ¿Qué clase de presentimiento tiene?

– Siento que la próxima vez lo encontraré en dificultades peores, de las cuales no podré sacarlo. No sé por qué tengo esa sensación, pero sólo sé que la tengo.

Con la punta de los dedos se tocó el lado derecho de la cara.

– Quizá sea por esto. Supongo que me hace parecer un poco siniestro. Pero es una herida honorable… o al menos el resultado de algo honorable.

– No se trata de eso. Eso no me molesta para nada. Soy detective privado. Usted constituye un problema que yo no tengo que resolver, pero el problema existe. Llámelo corazonada. Si quiere ser cortés en extremo, llámelo intuición. Quizás aquella joven no lo dejó plantado en The Dancers solamente porque estaba borracho. Tal vez tuviera también un presentimiento.

Terry sonrió débilmente.

– En una época estuve casado con ella. Se llama Sylvia Lennox. Me casé por su dinero.

Me puse de pie y lo miré frunciendo el ceño.

– Le prepararé unos huevos revueltos; necesita alimentarse.

– Espere un minuto, Marlowe. Usted se preguntará por qué si estoy en las últimas y Sylvia tiene tanto dinero no le he pedido algunos dólares. ¿Conoce la palabra orgullo?

– Eso es terriblemente divertido. Lennox.

– ¿Le parece? Mi orgullo es algo diferente de lo que usted piensa. Es el orgullo de un hombre a quien no le queda otra cosa. Siento mucho si lo estoy aburriendo.

Me dirigí a la cocina y preparé huevos revueltos con tocino canadiense, tostadas y café. Comimos en la antecocina, donde acostumbro a tomar mis desayunos, en un rinconcito construido al efecto. La casa pertenecía a esa época en la que siempre había un comedor de diario.

Le dije que tenía que ir a la oficina y que a mi regreso recogería la maleta maleta. Pero esta casa es fácil de robar. Me dio la contraseña. Su rostro había recobrado un poco de color y los ojos ya no parecían hundidos en las profundidades del cráneo.

Antes de salir coloqué la botella de whisky en la mesa, frente al sofá.

– Use su orgullo en esto -le dije -y llame a Las Vegas, aunque sea para hacerme un favor.

Sonrió y se encogió de hombros. Bajé las escaleras sintiéndome molesto y resentido; no sabía por qué, de la misma forma que tampoco sabía por qué un hombre es capaz de morirse de hambre y vagabundear por las calles antes que empeñar su guardarropa. Era evidente que cuales quiera fueran los cánones de Terry, se atenía a ellos.

La maleta era la cosa más fenomenal que yo hubiera visto en mi vida. Era de cuero de cerdo y nueva debió haber sido de color crema pálido. Las guarniciones y cerraduras eran de oro. Estaba hecha en Inglaterra, y si uno pudiera comprarla aquí costaría una suma más próxima a los ochocientos dólares que a los doscientos.

Se la puse en el suelo delante del sofá. Miré la botella que estaba sobre la mesa: no la había tocado. Estaba tan sobrio como yo. Fumaba, pero me parecía muy satisfecho.

– Hablé con Randy -me dijo-. Estaba resentido por que no lo llamé antes.

– Es necesario un extraño para ayudarlo -dije, y le pregunté señalando la maleta-: ¿Regalo de Sylvia?

Miró hacia la ventana y contestó:

– No, me la regalaron en Inglaterra, antes de conocerla. Mucho tiempo antes. Me gustaría dejársela a usted si pudiera prestarme alguna maleta vieja.

Saqué de mi billetera cinco billetes de veinte dólares y los dejé caer frente a él.

– No necesito que me deje una garantía -dije.

– Esa no era mi idea. Usted no es un prestamista. Simplemente no quiero llevarla a Las Vegas. Y no necesito esta cantidad de dinero.

– Muy bien. Guárdese el dinero y yo me quedo con la maleta. Pero esta casa es fácil de robar.

– No importa -dijo con indiferencia-. No importa en absoluto.

Se cambió de ropa y a eso de las cinco y media comimos en lo de Musso. No bebimos nada. Tomó el ómnibus en Cahuenga y yo me dirigí a mi casa pensando en varias cosas. La maleta vacía estaba sobre la cama. Terry la dejó allí cuando sacó su ropa para guardarla en la maleta liviana que yo le había prestado. La maleta tenía una llave de oro en una de las cerraduras. La cerré con llave, até la llave a la manija y la coloqué en el estante superior del armario de la ropa. Me pareció que no estaba completamente vacía, pero lo que hubiera adentro no era asunto mío.

Era una noche tranquila y la casa parecía más vacía que de costumbre. Saqué el juego de ajedrez y jugué la defensa francesa contra Steinitz. Me ganó en cuarenta y cuatro movimientos, pero lo hice sudar un par de veces.

El teléfono sonó a las nueve y media y la voz que escuché no me era desconocida.

– ¿Habla el señor Marlowe?

– Sí, con él habla.

– Está hablando con Sylvia Lennox, señor Marlowe. Una noche, hace de esto un mes, nos encontramos un momento frente a The Dancers. Después supe que usted fue tan amable que se preocupó de llevar a Terry a su casa.

– Así lo hice.

– Supongo que sabe que estamos divorciados, pero he estado un poco preocupada por él. Dejó el departamento que tenía en Westwood y nadie sabe dónde está.

– Me di cuenta de lo preocupada que estaba la noche que nos conocimos.


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