El café había bajado ya, el aire entró en el recipiente con su habitual bullicio, el café burbujeó y después se calmó. Saqué la parte superior de la cafetera y la puse sobre el escurridor de la tapa.

Serví dos tazas de café y a la suya le agregué una medida de whisky.

– Para usted café puro, Terry.

En la mía puse dos terrones de azúcar y un poco de leche.

En esos momentos ya estaba saliendo de mi embotamiento matutino. No sabía cómo había hecho para abrir la nevera y sacar el recipiente de leche.

Me senté frente a él. No se había movido; estaba apoyado en el rincón, rígido. De pronto, en forma inesperada agachó la cabeza sobre la mesa y comenzó a sollozar.

No prestó atención cuando me incliné sobre la mesa y le saqué la pistola del bolsillo. Era una Mauser 7.65; una belleza. La olfateé, no había disparado con ella. Solté la cámara de los cartuchos; estaba llena. No había nada en la recámara.

Terry levantó la cabeza, vio el café y comenzó a tomarlo lentamente sin mirarme.

– No maté a nadie -dijo.

– Bueno… no recientemente al menos. Y tendría que limpiar la pistola. Me resulta difícil pensar que pueda matar a alguien con esto.

– Le contaré todo -expresó.

– Espere un momento.

Bebí el café lo más rápido que pude, pues estaba muy caliente, y llené la taza de nuevo.

– La cosa es así -le previne-. Tenga mucho cuidado con lo que va a contarme. Si realmente quiere que lo lleve a Tijuana, hay dos cosas que no me debe decir. Una… ¿Me escucha?

Hizo un leve signo de asentimiento. Tenía la vista clavada en la pared, arriba de mi cabeza, con los ojos muy abiertos. Las cicatrices aparecían lívidas, y aunque el rostro parecía blanco como el de un cadáver, resaltaban lo mismo.

– Una -repetí lentamente-, si ha cometido un delito o lo que la ley llama un delito… quiero decir un delito serio; no me cuente nada sobre ello. Dos, si tiene conocimiento de que se ha cometido un delito así, tampoco me lo diga. Al menos si quiere que lo lleve a Tijuana. ¿Está claro?

Me clavó la vista. Sus ojos me enfocaron, pero carecían de vida. Había tomado todo el café, y aunque seguía pálido se sentía fuerte. Le serví otra taza de la misma forma que la anterior.

– Estoy en dificultades -dijo.

– Ya lo sé, pero no quiero saber de qué se trata. Tengo que ganarme la vida y tengo una licencia que proteger.

– Podría apuntarle con la pistola -contestó.

Hice una mueca y le alcancé el arma por encima de la mesa. La miró, pero no hizo ademán de tocarla.

– No podría apuntarme con ella hasta Tijuana, Terry, ni cuando cruzáramos la frontera o llegáramos a la escalerilla del avión. Soy un hombre que ocasionalmente tiene que vérselas con pistolas. Olvidémonos de la pistola. Sería divertido que tuviera que decirle a la policía que sentía tanto miedo que me vi obligado a obedecerle. Suponiendo, claro está, que hubiera algo que decir a la policía, cosa que ignoro.

– Óigame -dijo Terry-, será mediodía o tal vez más tarde antes de que alguien llame a la puerta. La mucama sabe muy bien que no tiene que molestarla cuando duerme hasta tarde. Pero alrededor del mediodía la mucama golpeará la puerta y entrará. Ella no estará en su cuarto.

Yo seguí tomando el café a sorbos y no dije nada.

– La mucama se dará cuenta de que no se acostó en la cama -prosiguió Terry-. Entonces la buscará en otro lugar. Hay un gran pabellón de huéspedes bastante alejado del edificio principal. Tiene su propio camino, garaje y todo lo demás. Sylvia pasó la noche allí. La mucama la encontrará finalmente.

Fruncí el ceño.

– Tengo que tener mucho cuidado con las preguntas que le hago, Terry. ¿No pudo haber pasado la noche fuera de la casa?

– Su ropa está tirada por todo el cuarto. Nunca cuelga nada. La mucama se dará cuenta de que se puso el salto de cama encima del pijama y que salió en esta forma. De modo que sólo pudo haber ido al pabellón de huéspedes.

– No necesariamente -contesté.

– Sólo pudo haber ido al pabellón de huéspedes. ¡Diablos! ¿Usted cree que no se sabe lo que pasa allí? Los sirvientes siempre saben.

– Sigamos -dije.

Se pasó un dedo con tanta fuerza por la mejilla sana que dejó marcada una línea roja.

– Y en el pabellón de huéspedes -prosiguió lentamente-, la doncella encontrará…

– A Sylvia borracha perdida, insensible, helada hasta la médula de los huesos -dije con voz ronca.

– ¡Oh! -Reflexionó un momento y agregó-: Por su puesto; eso es lo que pasará. Sylvia no es una borrachina cualquiera. Cuando se pasa al otro lado lo hace en forma drástica.

– Este es el fin de la historia, o casi. Déjeme que improvise. La última vez que bebimos juntos estuve un poco brusco con usted y lo dejé plantado no sé si se acuerda. Me hizo poner furioso. Después lo pensé mejor y comprendí que usted sólo trató de expresar el desprecio que sentía por sí mismo. Me dijo que tiene pasaporte y visado. Lleva bastante tiempo conseguir el visado para México; no dejan entrar a cualquiera por las buenas. De modo que hace tiempo que planeaba irse. Me he estado preguntando cuánto tiempo sería capaz de aguantar.

– Creo que sentía una especie de vaga obligación de quedarme a su lado, tenía la idea de que ella podría necesitarme para algo más que para hacer frente al viejo e impedirle que metiera la nariz en todos lados y curioseara demasiado. A propósito, traté de llamarlo a medianoche.

– Tengo un sueño profundo. No oí nada.

– Entonces me fui a uno de esos baños turcos. Me quedé un par de horas, tomé un baño de vapor, uno de inmersión, una ducha escocesa, un masaje e hice un par de llamadas telefónicas. Dejé el coche en La Brea y Fountain, y de ahí me vine caminando. Nadie me vio tomar por esta calle.

– ¿Esas llamadas me conciernen?

– Una fue para Harlan Potter. El viejo viajó ayer en avión a Pasadena por algún asunto de negocios. No estaba en su casa y me costó mucho trabajo localizarlo, pero al fin hablé con él. Le dije que lo sentía, pero que me iba.

Mientras me hablaba miraba de soslayo hacia la ventana que daba a la piscina, como si observara los arbustos que rozaban las persianas.

– ¿Cómo lo tomó?

– Dijo que lo lamentaba. Me deseó buena suerte. Me preguntó si necesitaba dinero. -Terry rió amargamente-. Dinero. Esas son las primeras seis letras de su alfabeto. Le dije que me sobraba. Después llamé a la hermana de Sylvia. Más o menos se repitió la misma historia. Eso es todo.

– Quiero hacerle una pregunta -le dije-. ¿Alguna vez la encontró con un hombre en esa casa de huéspedes?

El sacudió la cabeza.

– Nunca lo intenté. No habría sido difícil. Nunca lo fue.

– Se le está enfriando el café.

– No quiero más.

– Muchos hombres, ¿eh? Pero usted volvió y se casó nuevamente con ella. Admito que es muy interesante, pero con todo…

– Ya le he dicho que yo no soy ninguna maravilla. Demonios, ¿por qué la habré dejado la primera vez? ¿Por qué, después de aquello, me portaba como un miserable cada vez que la veía? ¿Por qué prefería vivir en el fango antes que pedirle dinero? Estuvo casada cinco veces, sin incluirme a mí. Cualquiera de ellos volvería a su lado conque sólo moviera un dedo. Y no solamente por sus millones.

– Es una mujer muy atractiva -comenté. Miré mi reloj-. ¿Por qué tenemos que estar exactamente a las diez y cuarto en Tijuana?

– En el avión que sale a esa hora siempre hay asiento.

No hay nadie en Los Angeles que desee viajar en un DC 3 sobre montañas, si puede tomar un Constellation y hacer el viaje a México en siete horas. Y los Constellation no paran donde yo quiero ir.

Me puse de pie y me apoyé contra la piscina.

– Ahora déjeme hacer un resumen y no me interrumpa.

Usted vino a verme esta mañana en un estado emocional muy intenso y quería que lo llevara a Tijuana para alcanzar el primer avión. Tenía una pistola en el bolsillo, pero no tengo por qué haberla visto. Me dijo que había aguantado todo lo que pudo, pero que anoche había estallado. Encontró a su esposa borracha perdida y un hombre había estado con ella. Usted salió y fue a un baño turco a pasar el tiempo hasta que llegara la mañana, y desde allí llamó por teléfono a dos parientes cercanos de su esposa y les dijo lo que estaba haciendo. A dónde fue usted, no es asunto que me concierna. Usted tenía los documentos necesarios para entrar en México. Cómo fue allí tampoco es asunto que me interese. Somos amigos e hice lo que me pidió que hiciera, sin pensarlo demasiado. ¿Y por qué no habría de hacerlo? Usted no me paga nada. Tenía su coche, pero se sentía demasiado nervioso para conducir. Ese es asunto suyo también. Usted es un tipo emotivo que en la guerra recibió una herida grave. Creo que tendré que tomar su coche y meterlo en algún garaje para que lo guarden.


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