Capítulo Cinco
– Hijo, me gustaría que me lo contaras todo de una vez, ¿qué fue exactamente lo que pasó después?
Jeb Blake se inclinó sobre su taza de café; tenía la voz áspera. A sus casi setenta años de edad, era delgado, alto y de rostro curtido. Con escasos cabellos blancos y la nuez de Adán sobresaliéndole en el cuello como si se tratara de una pequeña ciruela. En los brazos tenía tatuajes además de cicatrices y los nudillos siempre se le veían hinchados por tantos años de trabajo rudo en la pesca del camarón.
– Nada. Se subió a su auto y se marchó.
Jeb Blake miró a Garrett mientras enrollaba el primero de los doce cigarrillos que fumaría ese día.
– Bueno, eso suena como desperdiciar una oportunidad, ¿no te Parece, hijo?
Garrett se sorprendió ante su franqueza.
– No, papá. No fue un desperdicio. Pasó un buen rato anoche. Disfruté de su compañía.
– Pero no volverás a verla.
Garrett tomó un sorbo de café y negó con la cabeza.
– Lo dudo. Como ya te dije, está aquí de vacaciones.
– ¿Por cuánto tiempo?
– No sé. No le pregunté. Y de cualquier manera, ¿por qué estás tan interesado? Salí a navegar con alguien y pasé un buen rato. No hay mucho más que pueda decir al respecto.
Jeb se inclinó de nuevo sobre su taza de café.
– Te gustó, ¿no es cierto?
– Sí, papá, sí, pero como te dije, es probable que no vuelva a verla. No sé en qué hotel se hospeda y hasta es posible que se marche hoy mismo.
Su padre lo miró en silencio durante un momento antes de plantearle con cuidado la siguiente pregunta.
– Pero, si ella siguiera aquí, y tú supieras dónde se hospeda, ¿crees que te interesaría?
Garrett miró hacia otro lado sin responder y Jeb estiró la mano por encima de la mesa para tomar a su hijo por el brazo.
– Hijo, han pasado tres años. Sé que la amabas, pero la vida sigue adelante.
Unos cuantos minutos más tarde terminaron sus tazas de café. Garrett dejó caer un par de dólares sobre la mesa y siguió a su padre por la salida de la cafetería, hasta su camión en el estacionamiento.
Cuando por fin llegó a la tienda, en su mente se arremolinaban las ideas. Incapaz de concentrarse en el papeleo en el que tenía que trabajar, decidió volver a los muelles para terminar la reparación del motor que había comenzado un día antes. Ciertamente tenía que pasar algún tiempo en la tienda ese día, pero en ese momento necesitaba estar a solas.
Al quitar la cubierta del motor, pensó en la charla que había sostenido con su padre. Él tenía razón, pero Garrett no sabía cómo dejar de experimentar aquel sentimiento. Catherine lo había sido todo para él. Lo único que tenía que hacer era mirarlo y sólo con eso él sentía como si de pronto todo en el mundo estuviera bien. Perder algo así… simplemente le mostraba que algo andaba mal. ¿Por qué le sucedió a ella entre todos los mortales? Durante meses permaneció en vela por las noches preguntándose qué habría pasado si… si ella hubiera esperado un segundo más antes de cruzar la calle, ¿qué habría sucedido si se hubieran tardado unos cuantos minutos más en desayunar? Miles de preguntas, y sin embargo ahora no estaba más cerca de comprenderlo de lo que había estado cuando sucedió.
El Sol se elevó en el cielo mientras él trabajaba sin descanso y tuvo que secarse el sudor que le perlaba la frente. Recordó que el día anterior, casi a esa misma hora, había visto a Theresa caminar en el muelle hacia el Happenstance. Cuando se dio cuenta de que se detenía frente a su bote se sorprendió. Pensó que se detendría sólo por un instante, pero después notó que ella había ido a ver al Happenstance.
Hubo algo extraño en la manera en que ella lo miró por primera vez. Fue casi como si lo reconociera, como si supiera algo más sobre él de lo que admitía…
Le dijo que había leído los reportajes que estaban en la tienda… tal vez de ahí provenía aquella curiosa expresión que tenía en el rostro. Era la única explicación plausible, pero aun así algo no parecía encajar muy bien en todo ese asunto.
No es que fuera importante.
Poco antes de las once se encaminó a la tienda. Ian, uno de los empleados que contrataba durante el verano, estaba al teléfono, y cuando Garrett entró, le entregó tres mensajes. Los primeros dos eran de proveedores.
Leyó el tercero mientras se dirigía a su oficina y se detuvo al darse cuenta de quién se lo había dejado. Se aseguró de que no se tratara de un error, entró en su oficina y cerró la puerta a sus espaldas. Tomó el teléfono y marcó el número.
Theresa Osborne respondió al segundo timbrazo.
– Hola, Theresa. Habla Garrett. Tengo un mensaje que dice que me llamaste.
– ¡Ah! Hola, Garrett. Gracias por comunicarte conmigo. Olvidé mi chaqueta en el velero anoche y me preguntaba si no la habrías encontrado.
– No la vi, pero iré de una carrera a echar un vistazo.
– ¿No será mucha molestia?
– En absoluto. Te llamaré en cuanto la encuentre.
Garrett se despidió de ella, salió de la tienda y se encaminó a toda prisa hacia el Happenstance. En cuanto subió a bordo, vio la chaqueta cerca de popa, casi oculta bajo uno de los cojines de los asientos.
De vuelta en su oficina, marcó el número escrito en el papel. Esta vez, ella contestó de inmediato.
– Habla Garrett otra vez. Encontré tu chaqueta.
– Muchas gracias por ir a buscarla -parecía aliviada-. ¿Podrás guardármela? Puedo pasar por tu tienda en veinte minutos para recogerla.
– Con mucho gusto -respondió él. Después de colgar el teléfono, se retrepó en la silla y pensó en lo que acababa de ocurrir. “Aún no se marcha”, pensó, “y podré verla de nuevo”.
Y no es que fuera importante, por supuesto.
Theresa llegó veinte minutos más tarde, vestida con pantaloncillos cortos y una blusa escotada y sin mangas que la hacían lucir maravillosa. Le sonrió y lo saludó. Garrett se encaminó hacia ella con la chaqueta en la mano.
– Aquí tienes, como nueva -comentó mientras extendía el brazo para entregársela.
– Gracias por haberla encontrado -le dijo Theresa y algo en los ojos de ella hizo resurgir la atracción inicial que había experimentado el día anterior. Sin darse cuenta comenzó a rascarse un lado de la cara.
– No es nada. Creo que el viento la empujó hasta donde estaba.
– Sí, eso supongo -respondió ella con un leve encogimiento de hombros y Garrett observó cómo se ajustaba el tirante de la blusa con una mano. Dijo lo primero que se le ocurrió:
– La pasé muy bien anoche.
– También yo.
Al decirlo, Theresa lo miró a los ojos y Garrett sonrió con infinita dulzura.
– ¿Viniste hasta acá sólo para recoger tu chaqueta o también planeabas visitar algún lugar turístico?
– Sólo iba a comer -lo miró con expectación-. ¿Podrías sugerirme algo?
Él lo pensó un momento antes de responder.
– Me gusta comer en Hank’s, allá en el muelle. La vista es fantástica tienen excelentes camarones y ostras.
Ella esperó por si él añadía algo más y al ver que no lo hacía miró hacia otro lado, a las ventanas. Por fin, él se animó.
– Me encantaría llevarte si quieres ir acompañada.
Ella sonrió.
– Me daría mucho gusto, Garrett.
Con una expresión de alivio en el rostro la condujo a través de la tienda y salieron por la puerta posterior.
Hank’s se fundó casi al mismo tiempo que cuando construyeron el muelle y contaba por igual entre su clientela con turistas y lugareños. Un poco rústico, pero de mucha tradición, sus pisos de madera estaban ya raspados por los años del roce de zapatos llenos de arena, y sus enormes ventanales tenían vista al mar. Las mesas y las sillas eran de madera maciza y se veían desgastadas por el uso de los cientos de visitantes que habían acudido al lugar.
– Confía en mí -insistió él mientras se dirigían a una mesa-. La comida aquí es excelente a pesar del aspecto del restaurante.
Eligieron una mesa cerca de un rincón y Garrett hizo a un lado un par de botellas vacías de cerveza que aún no recogían. Los menús con cubiertas de plástico estaban colocados entre botellas de salsa Tabasco, salsa tártara y otra cuya etiqueta sólo decía HANK’S. Theresa miró a su alrededor y notó que casi todas las mesas estaban ocupadas.
– Está lleno -comentó mientras se ponía cómoda.
– Siempre está igual. Tuvimos suerte de conseguir mesa.
Ella miró el menú.
– ¿Qué me recomiendas?
– ¿Te gusta el pescado?
– Me encanta.
– Entonces prueba el atún o el delfín. Los dos son deliciosos.
– ¿Delfín?
El rió.
– No es como Flipper, el delfín del programa televisivo. Se trata de un pez delfín. Así lo llamamos por aquí.
– Creo que prefiero el atún -respondió ella con un guiño-, sólo para estar segura.
– ¿Crees que sería capaz de inventar algo así?
Ella le respondió en tono de broma.
– Recuerda que apenas nos conocimos ayer. Aún no sé de lo que eres capaz.
– Me ofendes -respondió él en el mismo tono y ella sonrió. Garrett también se rió y después de un momento ella lo sorprendió al inclinarse sobre la mesa y tocarlo fugazmente en el brazo. De pronto se dio cuenta de que Catherine solía hacer lo mismo para llamar su atención.
– ¿Hay alguien que atienda aquí o tenemos que pescar y cocinar nuestro propio pescado?
– Malditos yanquis -masculló mientras movía la cabeza, y ella volvió a reír.
Unos minutos más tarde llegó la camarera y les tomó la orden. Los dos pidieron cerveza y, después de dejar la orden en la cocina, la camarera les llevó dos botellas a la mesa.
– ¿Sin vasos? -preguntó Theresa con una ceja arqueada después de que la camarera se retiró.
– Sí. Nada como la elegancia de este lugar.
– Ya veo por qué te gusta tanto.
– ¿Acaso es un comentario acerca de mi falta de buen gusto?
– Depende de cuán seguro te sientas de lo que recomiendas.
– Hablas como si fueras psiquiatra.
– No soy psiquiatra, pero sí soy madre y eso me convierte en algo así como una experta en la naturaleza humana.
– ¿Ah, sí?
– Eso es lo que le digo a Kevin.
Garrett tomó un sorbo de su cerveza.
– ¿Ya hablaste con él hoy?
Ella asintió y también tomó un trago de su bebida.
– Sólo tinos minutos. La está pasando muy bien con su padre. David siempre ha sido bueno con él. Cuando Kevin va para allá espera divertirse.