– Mantenga lejos de mí a esta perra demencial.

– A decir verdad, ella no tiene nada de demencial -repuso Sansón-. Por lo menos, en términos médicos. Me temo que hoy día es muy difícil declarar loco a alguien. Ahí intervienen montones de intereses acerca de sus derechos civiles, ya sabe. No, yo no diría que ella está loca.

Sin apartar la mirada de Rasmussen, Julie dijo:

– Muchas gracias, Sam.

– Observarás que no he dicho nada sobre la otra parte de su acusación -repuso, de buen humor, Sansón.

– Ya, te comprendo.

Mientras ella hablaba con Sansón siguió observando atentamente a Rasmussen.

Todo el mundo albergaba algún miedo especial, un trasgo hecho a su medida y agazapado en un rincón recóndito de su mente, y Julie sabía lo que Tom Rasmussen temía más que nada en el mundo. No las alturas, ni los espacios reducidos. No las multitudes, ni los gatos. No los insectos voladores, ni los perros, ni la oscuridad. En las últimas semanas, Dakota amp; Dakota había formado un grueso expediente sobre él y había descubierto que Rasmussen padecía fobia de ceguera. En la cárcel, el hombre había solicitado cada mes, con regularidad verdaderamente obsesiva, un reconocimiento de ojos aduciendo que su vista se estaba deteriorando, y había requerido unos análisis periódicos para determinar si había sífilis, diabetes y otras dolencias que pudieran ocasionar la ceguera de no tener el tratamiento adecuado.

Cuando estaba fuera de la cárcel (la había visitado dos veces), había tenido consultas mensuales con un oftalmólogo de Costa Mesa.

Todavía plantada ante Rasmussen, Julie le cogió la barbilla. Él respingó. Ella le obligó a mirarla, luego le apuntó con dos dedos de la otra mano y se los pasó por la mejilla haciéndole verdugones rojos en la enfermiza piel, pero sin la fuerza suficiente para hacerla sangrar.

Rasmussen chilló e intentó golpearla con las manos esposadas aunque se lo impedían su propio miedo y la cadena que le unía muñecas y tobillos.

– ¿Qué diablos cree usted que está haciendo?

Julie extendió los mismos dedos con que le había arañado y los mantuvo a pocos milímetros de sus ojos. El se echó hacia atrás lanzando una especie de maullido e intentó zafarse pero ella le sujetó con firmeza por la barbilla.

– Yo y Bobby hemos estado juntos ocho años, casados más de siete, y ésos han sido los mejores años de mi vida, pero entonces se presenta usted y cree que puede aplastarle como quien aplasta a una chinche.

Dicho esto, acercó aún más las uñas a sus ojos. Veinte milímetros. Diez milímetros.

Rasmussen intentó apartarse pero le era imposible pues su cabeza estaba oprimida contra la pared.

Las puntas agudas de las bien cuidadas uñas quedaron a cinco milímetros de sus ojos.

– Esto es brutalidad policial -dijo Rasmussen.

– No soy un poli -murmuró Julie.

– Ellos sí -dijo él volviendo la mirada hacia Sansón y Burdock-. Mejor será que aparten de mí a esta perra o entablaré acción judicial contra ustedes hasta que les arda el culo.

Julie le tocó las pestañas con las uñas y atrajo otra vez toda su atención. El hombre respiró, jadeante, y, repentinamente ella empezó también a sudar.

Nuevo toque de pestañas acompañado de una sonrisa.

Las pupilas negras de los ojos castaño amarillentos se dilataron.

– Escuchad, bastardos, será mejor que me hagáis caso. Os juro que entablaré acción legal, os echarán del cuerpo…

Julie rozó otra vez las pestañas y sonrió.

Rasmussen apretó cuanto pudo los ojos.

– Os quitarán vuestros malditos uniformes y placas, os echarán a la mazmorra, ¿y sabéis lo que les sucede en la cárcel a los ex polis? ¡Les hacen cagarse de miedo, los destrozan, los matan y violan! -Su voz subió en espiral y se quebró al pronunciar la última palabra como la de un adolescente.

Julie miró a Sansón para asegurarse de que contaba con su aprobación tácita, si no activa, respecto al pequeño juego, y echó otra ojeada a Burdock observando que éste no se mostraba tan plácido como Sansón pero, probablemente, se mantendría al margen durante un rato; luego, apretó con las uñas los párpados de Rasmussen.

Él intentó apretar aún más los ojos.

Ella acentuó la presión.

– Intentaste dejarme sin Bobby, por tanto procuraré dejarte sin ojos.

– ¡Está loca!

Julie apretó aún más.

– ¡Deténgala! -vociferó Rasmussen dirigiéndose a los dos agentes.

– Si pretendiste que yo no viera más a mi Bobby, ¿por qué he de dejarte que sigas viendo cosas en tu vida?

– ¿Qué es lo que quieres? -El sudor resbaló por el rostro de Rasmussen; el hombre semejaba una vela derritiéndose aprisa en una hoguera.

– ¿Quién te dio licencia para matar a Bobby?

– ¿Licencia? ¿Qué quieres decir? Nadie. Yo no necesito…

– Tú no habrías intentado ni tocarle si tu patrón no te hubiese dicho que lo hicieras.

– Yo sabía que él me espiaba -respondió, frenético, Rasmussen. Y como ella no aflojara la presión de sus uñas, unas cuantas lágrimas asomaron bajo sus párpados-. Yo sabía que él estaba ahí fuera, le guipé hace cinco o seis días pese a que él empleaba diferentes furgonetas, camiones e incluso esa furgoneta color naranja con el escudo del condado en la puerta. Por tanto, yo tenía que hacer algo ¿no? Me era imposible abandonar el trabajo, había mucho dinero en juego. Yo no podía dejarle que me pescara cuando conseguí al fin el Whizard, o sea que tenía que hacer algo. Fue tan sencillo como eso, hazme caso, por Dios.

– Tú eres sólo un monstruo de los ordenadores, un pirata informático alquilado… sin sentido de la moralidad, sórdido, pero no eres un tipo coriáceo. Eres blando, blando hasta el baboseo. No planeaste por tu cuenta ese golpe. Tu jefe te dijo que lo hicieras.

– Yo no tengo jefe. Trabajo por libre.

– Alguien te paga.

Julie se arriesgó a ejercer más presión, no con las uñas, sino con las yemas, pero Rasmussen estaba tan alucinado por el miedo que quizá creyó sentir las afiladas uñas penetrar poco a poco en los delicados tejidos de sus párpados. Ahora, debía ver por dentro campos de estrellas, fogonazos y remolinos de color; y tal vez sintiera incluso cierto dolor. Empezó a temblar; los grilletes entrechocaron con leve tintineo. Aparecieron más lágrimas bajo sus párpados.

– Delafield. -La palabra le salió como un eructo, como si hubiera estado intentando reprimirla y al mismo tiempo expelerla con toda su fuerza-. Kevin Delafield.

– ¿Quién es? -inquirió Julie, sujetándole todavía la barbilla y clavándole las uñas en los párpados sin cejar.

– Microwest Corporation.

– ¿Es el que te contrató para hacer esto?

Rasmussen se puso rígido, temía moverse siquiera una fracción de milímetro, convencido de que el menor cambio de posición haría que aquellas uñas penetraran en sus ojos.

– Sí. Delafield. Un chiflado. Un renegado. La Microwest no se esfuerza por comprenderle. Le basta con que el tipo obtenga resultados. Así que suéltame. ¿Qué más quieres?

Julie le soltó.

Él abrió los ojos al instante, parpadeó para probar su vista y luego se vino abajo entre sollozos de alivio.

Cuando Julie se apartaba, las puertas del cercano ascensor se abrieron y Bobby reapareció con el agente que le había acompañado abajo, a la oficina de Ackroyd.

Bobby miró a Rasmussen, ladeó la cabeza y chascando la lengua dijo:

– Te has portado mal, ¿verdad, querida? ¿Es que no puedo llevarte a ninguna parte?

– Sólo he tenido una pequeña conversación con el señor Rasmussen. Eso es todo.

– Él parece haberlo encontrado estimulante -observó Bobby.

Rasmussen siguió sentado, inclinado hacia delante con ambas manos sobre los ojos, y llorando desconsoladamente.

– Estuvimos en desacuerdo sobre algo -dijo Julie.

– ¿Películas, libros?

– Música.

– ¡Ah!

– Eres una mujer despiadada, Julie -dijo, en voz baja, Sansón Garfeuss.


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