Eso era un embuste, pues Candy no tenía la menor intención de violarla. Lo sexual le repugnaba; el acto sexual era indeciblemente repelente, pues requería la intervención de fluidos innominables y dependía del uso desvergonzado de los órganos asociados a la orina. La fascinación que causaba a otras personas servía sólo para demostrar a Candy que los hombres y las mujeres eran miembros de una especie decadente y que el mundo era un vertedero de pecado y demencia.
La muchacha cesó de ofrecer resistencia, bien porque creyó su promesa de no matarla o porque quedó casi paralizada de miedo. Tal vez necesitara todas sus energías para respirar. El peso total de Candy, ciento diez kilos, oprimió su pecho ejerciendo presión sobre los pulmones. Él notó en la mano que mantenía cerrada la boca, sus frías inhalaciones cuando las ventanas de la nariz se abrían, seguidas de exhalaciones breves y candentes.
Mientras tanto, su visión se había adaptado a la escasa luz. Aunque todavía no conseguía percibir los detalles de su rostro, pudo ver el brillo misterioso de sus ojos en las tinieblas, reluciendo de terror. Asimismo, vio que la chica era rubia; su pelo claro captaba incluso el resplandor grisáceo de las ventanas y despedía destellos de plata bruñida.
Con su mano libre, Candy le empujó hacia atrás el pelo en el lado derecho del cuello. Luego, cambió ligeramente de posición para agacharse sobre ella y aplicarle los labios en la garganta. Besó la tierna carne, sintió en los labios el latido intenso de su pulso, y luego le dio un mordisco profundo y encontró la sangre.
Ella se encorvó y pataleó bajo su cuerpo, pero él la aprisionó con fuerza y la chica no pudo desenganchar su codiciosa boca de la herida que le había infligido. Él tragó presurosamente pero no pudo consumir el denso y dulzón fluido tan aprisa como brotaba. Sin embargo, el flujo disminuyó muy pronto. También las convulsiones de la joven se hicieron menos violentas hasta que al fin cesaron y ella quedó tan quieta que semejaba un montón de sábanas revueltas.
Candy se levantó y encendió la lámpara de la mesilla el tiempo justo de verle la cara. Le gustaba ver siempre sus caras después del sacrificio, si no lo hacía antes. También le agradaba mirarles los ojos, que no parecían ciegos, sino dotados de una visión propia del lejano lugar adonde habían ido sus almas. Y no acababa de entender su propia curiosidad. Después de todo, cuando él comía un bistec no se preguntaba cuál sería el aspecto de la vaca. Aquella chica, y cada una de las otras que le habían alimentado, no eran para él más que otras tantas reses del rebaño. Cierta vez, en un sueño, cuando ya había terminado de beber en una garganta desgarrada, su víctima, aunque muerta, le había sorprendido preguntándole por qué deseaba mirarla en la muerte. Cuando él contestó que no sabía responder a aquella pregunta, ella había insinuado que, quizá, cuando él mataba en la oscuridad necesitaba más tarde ver las caras de sus víctimas porque en algún rincón lóbrego de su corazón esperaba encontrar su propia cara mirándole, una cara de blancura glacial y ojos muertos.
– Sabes en lo más profundo de tu ser -le había dicho la víctima del sueño-, que tú mismo estás ya muerto, quemado por dentro. Ves que tienes más en común con tus víctimas después de haberlas matado que antes.
Tales palabras, aunque pronunciadas sólo en un sueño y equivalentes a la más pura sensatez, le habían hecho despertar con un alarido. Él estaba vivo, no muerto, era poderoso y vital, un hombre con apetitos tan intensos como desusados. Las palabras pronunciadas por la víctima del sueño le habían acompañado durante años y cuando tenían eco en su memoria en momentos como aquél, le causaban ansiedad. Ahora, como siempre, Candy se negó a profundizar en ellas. Prefirió dedicar toda su atención a la chica que yacía sobre la cama.
Parecía tener unos catorce años y era muy bonita. Cautivado por su impecable tez, se preguntó si aquel cutis sería tan perfecto como parecía, tan suave como la porcelana, caso de que él osara tocarlo con las yemas de los dedos. Los labios de la joven estaban un poco entreabiertos, como si su espíritu los hubiese forzado dulcemente a abrirse al separarse de ella. Sus maravillosos ojos de un azul claro parecían enormes, demasiado grandes para su cara… y tan distantes como un cielo invernal.
Le hubiera gustado mirarla durante horas.
Dejando escapar un suspiro de pesar, apagó la lámpara.
Durante un rato permaneció inmóvil en la oscuridad, aspirando el aroma acre de la sangre.
Cuando sus ojos se readaptaron a las tinieblas, volvió al vestíbulo sin molestarse en cerrar la puerta. Entró en la habitación que se hallaba frente a la de la muchacha y la encontró desocupada.
Pero en el dormitorio contiguo a ésta, Candy olió un tufo de sudor rancio y oyó ronquidos. Esta persona fue un muchacho, diecisiete o dieciocho años, no un chico mayor pero tampoco pequeño, y ofreció más resistencia que su hermana. Sin embargo, como el chico dormía boca abajo, cuando Candy arrebató la manta y se arrojó sobre él la cara del muchacho quedó empotrada en la almohada impidiéndole respirar y dar un grito de aviso. Fue una lucha violenta pero breve. El muchacho perdió el conocimiento por falta de oxígeno. Candy lo colocó boca arriba, y cuando se lanzó sobre la garganta descubierta, lanzó un grito ansioso y sordo más ruidoso que cualquier sonido producido por el muchacho.
Más tarde, cuando abrió la puerta del dormitorio, la primera luz difusa del alba atravesaba las ventanas. Las sombras se amontonaban todavía en los rincones pero la oscuridad profunda había sido ahuyentada. El albor era todavía demasiado tenue para sacar el color a los objetos, y todo en la habitación parecía de un tono más o menos gris.
Una atractiva rubia de treinta y tantos años dormía a un lado de una inmensa cama. Las sábanas y la manta del otro lado estaban apenas sin tocar, por lo que Candy supuso que el marido de la mujer había salido o estaba fuera, en viaje de negocios. Sobre la mesilla de noche, vio un vaso lleno a medias de agua y un frasco de farmacia. Cogió el frasco y observó que contenía dos terceras partes de pequeñas píldoras: un sedante, según la etiqueta. Por la etiqueta supo también su nombre: Roseanne Lofton.
Candy permaneció de pie un rato examinando aquel rostro y sintió una vieja añoranza de consuelo materno. La necesidad continuaba asediándole, pero no quiso dominarla de forma violenta, no quiso rajarla y secarla en pocos minutos. Deseó que durara más tiempo.
Sintió la precisión de sorber la sangre de aquella mujer tal como había sorbido la de su madre cuando ella le confería semejante gracia. Algunas veces, cuando gozaba de ese favor, su madre solía hacerse un corte superficial en la palma de la mano o se pinchaba un dedo y le permitía acurrucarse junto a ella y chupar su sangre durante una hora o más. Durante ese tiempo le embargaba una paz inmensa, una paz tan profunda que el mundo y todo su dolor cesaban de ser reales para él, porque la sangre de su madre no tenía comparación con ninguna otra, era incorrupta, pura como las lágrimas de una santa. Desde luego, de aquellas heridas tan leves podía beber sólo exiguas cantidades, pero aquel goteo insignificante le resultaba más precioso y nutritivo que los litros que pudiera extraer a muchas otras personas. La mujer que yacía ante él no tendría aquella ambrosia en sus venas, pero quizá si cerrara los ojos mientras la secaba y diera rienda suelta a su imaginación para rememorar aquellos días lejanos que precedieron a la muerte de su madre, pudiera revivir por lo menos algo de la exquisita serenidad que había conocido entonces y experimentar un débil eco de aquella antigua emoción.
Por fin, sin apartar las sábanas, Candy se dejó caer dulcemente sobre la cama y se estiró junto a la mujer, observando cómo sus párpados aleteaban y luego se abrían. Al verlo acurrucado a su lado parpadeó y, por un momento, pareció creer que estaba aún soñando, pues ninguna expresión tensó los músculos de su apacible rostro.