Capítulo 4

Como si estuviera viva, la furgoneta Dodge aulló con cada bala que atravesó sus paredes de plancha metálica, y las heridas infligidas no fueron una cada vez sino una veintena, y con una furia tan despiadada que el asalto debió de correr a cargo de dos metralletas por lo menos. Mientras Bobby Dakota yacía pegado al suelo, intentando atraer la atención de Dios con fervientes oraciones dirigidas al cielo, una multitud de fragmentos metálicos llovió sobre su cuerpo. La pantalla de un ordenador explotó, luego lo hizo el otro Terminal, y todas las luces indicadoras se apagaron pero el interior de la furgoneta no quedó completamente a oscuras; chispas ambarinas y verdes surgieron de las unidades electrónicas dañadas a medida que cada ráfaga perforaba los alojamientos del equipo y hacía añicos los tableros del circuito. También le llovieron cristal y partículas de plástico, trozos de madera y jirones de papel; el aire se llenó con una auténtica ventisca de residuos. Pero el estruendo fue lo peor de todo; Bobby se vio mentalmente encerrado en un gran bidón mientras media docena de descomunales motoristas golpeaban la cara externa de su prisión con barras de hierro, motoristas verdaderamente inmensos con musculatura maciza y recios cogotes, barbas hirsutas y calaveras de colores chillones tatuadas en los brazos… sí, e incluso en la cara, tipos tan grandes como Thor, el rey vikingo, pero con ojos llameantes, psicóticos.

Bobby tenía una imaginación desbordante. Había creído siempre que ésa era una de sus mejores cualidades, una de sus virtudes. Sin embargo le fue imposible imaginar una escapatoria para aquel atolladero.

A cada minuto que pasaba mientras las balas continuaban horadando la furgoneta, se preguntaba con creciente sorpresa por qué no le habría tocado todavía ninguna. Se pegó al suelo como una alfombra y procuró imaginar que su cuerpo tenía sólo un grosor de seis milímetros, un blanco con un perfil increíblemente reducido, lo cual no le impidió temer que le volaran el trasero de un momento a otro.

No había previsto la necesidad de utilizar una pistola; no era un caso de ese tipo. Al menos, no lo había parecido. Había un revólver del 38 en la guantera, lejos de su alcance, pero, a decir verdad, no le causó demasiada frustración porque una simple pistola contra dos armas automáticas no era de gran utilidad.

El fuego graneado cesó.

El silencio fue tan profundo tras la cacofonía, que Bobby creyó haberse quedado sordo.

El aire apestaba a metal caliente, componentes electrónicos recalentados, aislantes chamuscados… y gasolina. Evidentemente, el depósito había sido perforado. El motor traqueteaba todavía, y unas cuantas chispas proyectadas con acierto desde el ruinoso equipo en torno a Bobby harían que sus probabilidades de escapar a un incendio súbito fueran bastante menores que las de ganar cincuenta millones de pavos en la lotería nacional.

Quería largarse de allí, pero si surgía impetuosamente de la furgoneta, los otros podrían esperarle con las metralletas preparadas para cortarle en dos. Por otra parte, si continuaba apretado contra el suelo en la oscuridad, esperando que ellos le dieran por muerto sin creer necesario comprobarlo, la Dodge podría encenderse cual un fuego de campamento animado con petróleo, y asarle hasta dejarle tan dorado como la melcocha.

No le fue nada difícil verse saliendo de la furgoneta para ser recibido en el acto por una veintena de balas que le harían bailar la espasmódica danza de la muerte sobre el asfalto como una marioneta cuyos hilos se hubiesen enredado. Pero aún le resultó más fácil imaginar su piel pelándose bajo el fuego, la carne burbujeando y humeando, el pelo encendiéndose como una tea, ojos derritiéndose, dientes calcinándose mientras la llama le abrasaba la lengua y seguía el camino de su aliento hacia la tráquea y los pulmones.

A veces, tener una imaginación desbordante era una maldición, sin la menor duda.

De pronto, el humo de la gasolina se hizo tan denso que Bobby tuvo dificultad para respirar e hizo ademán de levantarse.

Fuera, empezó a sonar el claxon de un coche. Se dejó oír un motor acelerado acercándose aprisa.

Alguien gritó y una metralleta abrió fuego de nuevo.

Bobby se lanzó al suelo, preguntándose qué estaría ocurriendo, pero cuando el coche de claxon atronador se acercó más, lo comprendió: Julie. ¡Julie era lo que estaba ocurriendo! A veces ella era como una fuerza de la Naturaleza; ocurría tal como ocurría una tormenta o un rayo cayendo entre chasquidos desde un cielo tenebroso. Le había dicho que huyera de allí para salvar la vida pero no le había hecho caso. Bobby deseó poder darle un puntapié en el trasero por ser tan tozuda, pero al propio tiempo la adoró por eso.

Capítulo 5

Apartándose sigilosamente de la ventana rota, Frank intentó sincronizar sus pasos con los del hombre del patio, esperando que cualquier ruido que hiciese sin querer al pisar cristales quedara disimulado por el avance de su enemigo. Calculó que se hallaba en la sala del apartamento, el cual estaba vacío salvo por los escombros dejados por sus últimos ocupantes y por la suciedad que, impulsada por el viento, había entrado a través de las ventanas rotas. Así pues, atravesó la habitación en un silencio relativo y llegó a un vestíbulo sin tropezar con nada.

Prosiguió presurosamente su camino por un vestíbulo que estaba tan negro como la guarida de un animal rapaz. Olía a moho y orina. Atravesó la entrada de otra habitación, siguió adelante, dobló a la derecha entrando por la primera puerta que encontró y llegó, arrastrando los pies, a otra ventana rota. Ésta no tenía restos de cristales en el marco ni miraba al patio, sino a una calle alumbrada y desierta.

Algo se agitó a sus espaldas.

El se volvió, parpadeando en la penumbra, y casi lanzó un grito.

Pero el ruido lo había hecho una rata escurriéndose por la pared entre hojas secas o restos de papel. Sólo una rata.

Frank escuchó atentamente por si oía pasos, pero si el merodeador estaba todavía dándole caza, el clic hueco de sus tacones quedó apagado completamente por las paredes que ahora cumplían su papel.

Miró otra vez por la ventana. La hierba muerta abajo, tan seca como la arena y dos veces más parda, ofrecía un amortiguador insignificante. Dejó caer la bolsa, que tocó tierra con un ruido sordo. Respingó ante la perspectiva del salto, se montó a horcajadas sobre el alféizar, agazapándose en la ventana y aferrándose con ambas manos al marco. Así se mantuvo, vacilante, durante un momento.

Una racha de viento le alborotó el pelo y le acarició, refrescante, la cara. Pero fue una corriente normal, nada parecido a los soplidos preternaturales del viento que poco antes habían sido acompañados por el sonido misterioso y poco melódico de una flauta distante.

Súbitamente, detrás de Frank, procedente de la sala, se produjo un fogonazo azul que atravesó el vestíbulo y la puerta. Aquella extraña marea luminosa fue seguida de cerca por una detonación y una onda explosiva que sacudió las paredes y batió el aire hasta transformarlo en una sustancia casi sólida. La puerta principal quedó hecha añicos; Frank oyó que sus trozos caían sobre el suelo del apartamento, dos habitaciones más allá.

Él saltó por la ventana y cayó de pie. Pero las rodillas cedieron haciéndole quedar de bruces sobre el césped muerto.

En aquel instante, un camión grande dobló la esquina. Su caja de carga tenía listones laterales y un portón de madera. El conductor cambió suavemente de velocidad al pasar ante el edificio de apartamentos sin percibir, al parecer, a Frank.

Éste se levantó de un salto, cogió la bolsa y corrió a la calle. El camión avanzaba despacio mientras doblaba la esquina y Frank consiguió aferrar el portón e izarse con una mano hasta sentar pie sobre el parachoques trasero.


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