– El señor LeBaron…

– Dejémonos de juegos -le interrumpió Pitt-. Conozco perfectamente la fama de Raymond LeBaron. Y ahorraremos tiempo si le digo que nada tengo que añadir al misterio que rodea su desaparición y su muerte. Dígale a la señora LeBaron que le doy mi más sentido pésame. Es cuanto puedo ofrecerle.

La Cabot respiró hondo.

– Por favor, señor Pitt, sé que ella agradecería mucho que viniese a verla.

Pitt casi pudo ver que pronunciaba las palabras «por favor» con los dientes apretados.

– Está bien -dijo-. Supongo que podré arreglarme. ¿Cuál es la dirección?

El tono de ella recobró inmediatamente su arrogancia.

– Enviaré el chófer a recogerle.

– Si le da lo mismo, preferiría ir en mi propio coche. Las limusinas me dan claustrofobia.

– Si insiste… -dijo secamente ella-. Encontrará la casa al final de Beacon Drive, en Great Falls States.

– Consultaré el plano de la ciudad.

– A propósito, ¿qué clase de coche tiene?

– ¿Por qué quiere saberlo?

– Para informar al guardián de la puerta.

Pitt vaciló y miró a través del hangar hacia un coche aparcado junto a la puerta principal.

– Un viejo descapotable.

– ¿Viejo?

– Sí, de 1951.

– Entonces tenga la bondad de aparcar en la zona destinada a la servidumbre. Está a la derecha subiendo por el paseo.

– ¿No le da vergüenza su manera de dar órdenes a la gente?

– No tengo nada de que avergonzarme, señor Pitt. Le esperamos a las cuatro.

– ¿Habrán acabado conmigo antes de que lleguen los invitados? -preguntó Pitt, en tono sarcástico-. No quisiera molestar a nadie con la vista de mi viejo cacharro.

– No se preocupe -replicó obstinadamente ella-. La fiesta no empieza hasta las ocho. Adiós.

Cuando Sandra Cabot hubo colgado, Pitt se acercó al convertible y lo miró durante unos momentos. Levantó las tablas de debajo del asiento de atrás y conectó los cables de un cargador de batería. Después volvió al Talbot-Lago y reemprendió su trabajo donde lo había dejado.

Exactamente a las ocho y media, el guardián de la puerta principal de la finca de LeBaron saludó a una joven pareja que llegaba en un Ferrari amarillo, comprobó sus nombres en la lista de invitados y les hizo ademán de que pasaran. Después llegó un Chrysler en el que iban el primer consejero del presidente, Daniel Fawcett, y su esposa.

El guardián estaba inmunizado contra los coches exóticos y sus célebres ocupantes. Levantó las manos sobre la cabeza y se estiró y bostezó. Entonces, sus manos se inmovilizaron en el aire y su boca se cerró de golpe al contemplar el coche más grande que jamás había visto.

Era un verdadero monstruo, que medía más de siete metros desde el parachoques delantero hasta el de atrás, y debía pesar más de tres toneladas. El capó y las puertas eran de un gris de plata, y los guardabarros, de un marrón metálico. Era un descapotable, pero la capota se perdía completamente de vista cuando estaba plegada. Las líneas de la carrocería eran delicadas y elegantes en extremo, un ejemplo de la inmaculada artesanía raras veces igualada.

– ¡Menudo coche! -dijo al fin el guardián-. ¿Qué es?

– Un Daimler -respondió Pitt.

– Parece inglés.

– Lo es.

El guardián sacudió la cabeza, admirado, y miró la lista de invitados.

– Su nombre, por favor.

– Pitt.

– No lo encuentro en la lista. ¿Tiene usted invitación?

– La señora LeBaron y yo teníamos una cita a hora más temprana.

El guardián entró en la caseta y consultó un bloc.

– Sí, señor, su cita era para las cuatro.

– Cuando telefoneé para decir que se me había hecho tarde, la señora dijo que me uniese a la fiesta.

– Bueno, ya que ella le esperaba -dijo el guardián, todavía absorto en el Daimler-, creo que todo está en orden. Que se divierta.

Pitt asintió con la cabeza para darle las gracias y el enorme automóvil subió sin ruido por el serpenteante paseo hasta la residencia de LeBaron. El edificio principal estaba emplazado en un montículo que dominaba una pista de tenis y una piscina. La arquitectura era la corriente en aquel sector: una casa de estilo colonial, de tres pisos, de ladrillo, con una serie de columnas blancas sosteniendo el techo de un largo porche frontal, y con las alas extendiéndose a ambos lados. A la derecha, un bosquecillo de pinos ocultaba una cochera y un garaje debajo de ella, y Pitt presumió que eran las dependencias de la servidumbre. En el lado opuesto y a la izquierda de la mansión, había un gran edificio acristalado, iluminado por arañas que pendían del techo. Plantas y arbustos exóticos florecían alrededor de veinte o más mesas, mientras una orquestina tocaba en un tablado detrás de una cascada. Pitt se quedó impresionado. Era el perfecto escenario de fiesta para una animada velada en octubre. Raymond LeBaron era famoso por su originalidad. Pitt detuvo el Daimler delante de la entrada del invernadero, donde un criado con librea, encargado del aparcamiento, se quedó mirando con la pasmada expresión de un carpintero ante una secoya.

Mientras salía de detrás del volante y se arreglaba la chaqueta del smoking, Pitt advirtió que empezaba a formarse detrás de la pared transparente un grupo de personas que señalaba el coche y gesticulaban. Dio instrucciones al criado sobre el cambio de marchas y entró por la puerta cristalera. La orquesta estaba tocando temas de John Barry. Una mujer elegantemente vestida, a la última moda, recibía detrás de la entrada a los invitados.

No le cupo duda de que era Jessie LeBaron, Porte frío, encarnación de la gracia y del estilo, prueba viviente de que las mujeres pueden ser hermosas después de los cincuenta años. Llevaba una brillante túnica verde y plata, adornada con abalorios, sobre una falda larga y ceñida de terciopelo.

Pitt se acercó y le hizo una breve reverencia.

– Buenas noches -dijo, con su sonrisa más seductora.

– ¿Qué es ese coche tan sensacional? -preguntó Jessie, mirando a través de la puerta de cristales.

– Un Daimler con motor de ocho cilindros y carrocería Hooper.

Ella sonrió amablemente y le tendió la mano.

– Gracias por venir, señor… -Vaciló, mirándole con curiosidad-. Discúlpeme, pero no lo recuerdo.

– Es que nunca nos habíamos visto -dijo él, admirando la voz gutural y casi ronca de aquella mujer, que tenía además un matiz sensual-. Me llamo Pitt. Dirk Pitt.

Los ojos oscuros de Jessie miraron a Pitt de un modo peculiar.

– Llega con cuatro horas y media de retraso, señor Pitt. ¿Se ha demorado por algún accidente?

– No he sufrido ningún accidente, señora LeBaron. Calculé minuciosamente el momento de mi llegada.

– No fue invitado a la fiesta -dijo suavemente ella-. Por consiguiente, tendrá que marcharse.

– Es una lástima -dijo tristemente Pitt-. Raras veces tengo ocasión de lucir mi smoking.

La cólera se pintó en el semblante de Jessie. Se volvió a una mujer muy estirada y de gruesas gafas que estaba en pie, un poco detrás de ella, y que Pitt presumió que era su secretaria, Sandra Cabot.

– Busque a Angelo y dígale que acompañe a este caballero.

Los ojos verdes de Pitt brillaron maliciosamente.

– Parece que tengo el don de despertar mala voluntad. ¿Quiere que me vaya de forma pacífica o que provoque una escena desagradable?

– Creo que pacíficamente es lo mejor.

– Entonces, ¿por qué me pidió que viniese a verla?

– Para un asunto referente a mi marido.

– Yo no lo conocía en absoluto. Nada puedo decirle sobre su muerte que usted no sepa ya.

– Raymond no ha muerto -dijo rotundamente ella.

– Entonces lo fingió muy bien cuando le vi en el dirigible.

– No era él.

Pitt la miró escépticamente y no dijo nada.

– No me cree, ¿verdad?

– En realidad, me da lo mismo.

– Esperaba que me ayudaría.

– Tiene usted una manera muy extraña de pedir favores.

– Ésta es una cena formal de una asociación benéfica, señor Pitt. Estaría usted fuera de lugar. Ya fijaremos una hora para vernos mañana.

Pitt decidió que no valía la pena encolerizarse.

– ¿Qué estaba haciendo su marido cuando desapareció? -preguntó de pronto.

– Buscaba el tesoro de El Dorado -respondió ella, mirando nerviosamente a su alrededor y a los invitados-. Creía que se había hundido con un barco llamado Cyclops.

Antes de que Pitt pudiese hacer ningún comentario, volvió Cabot con Angelo, el chófer cubano.

– Adiós, señor Pitt -dijo Jessie, despidiéndole y volviéndose para saludar a una pareja de recién llegados.

Pitt se encogió de hombros y ofreció el brazo a Angelo.

– Demos a esto un aire oficial. Écheme. -Se volvió hacia Jessie-. Una última cosa, señora LeBaron. No me gusta que me traten desconsideradamente. No se moleste en llamarme de nuevo; jamás.

Entonces dejó que Angelo le acompañase fuera del invernadero y hasta el paseo donde estaba esperando el Daimler. Jessie se quedó mirando hasta que el gran automóvil desapareció en la noche. Después se reunió con sus invitados.

Douglas Oates, el secretario de Estado, interrumpió la conversación que sostenía con el consejero presidencial Daniel Fawcett, al verla acercarse.

– Una fiesta espléndida, Jessie.

– Ciertamente -corroboró Fawcett-. Nadie en Washington podría preparar mejor un banquete.

Los ojos de Jessie resplandecieron y sus labios gordezuelos se curvaron en una cálida sonrisa.

– Gracias, caballeros.

Oates señaló con la cabeza hacia la puerta.

– ¿He estado viendo visiones, o han echado a la calle a Dirk Pitt?

Jessie miró a Oates, sin comprender.

– ¿Le conoce? -preguntó, sorprendida.

– Desde luego. Pitt es el número dos de la AMSN. Es el hombre que puso a flote el Titanic para el Departamento de Defensa.

– Y salvó la vida al presidente en Louisiana -añadió Fawcett.

Jessie palideció visiblemente.

– No tenía la menor idea.

– Espero que no le habrá encolerizado -dijo Oates.

– Tal vez he sido un poco grosera -reconoció ella.

– ¿No está interesada en hacer sondeos en busca de petróleo en el mar, al sur de San Diego?

– Sí. Los estudios geológicos indican que hay allí un vasto campo sin explotar. Una de nuestras compañías tiene una opción para adquirir los derechos de sondeo. ¿Por qué lo pregunta?

– ¿No sabe quién preside el comité del Senado sobre explotación del petróleo en tierras de dominio público?


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