Segunda parte

El Cyclops
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18

25 de octubre de 1989

Key West, Florida

Pitt yacía boca arriba sobre el fresco hormigón de la pista, mirando hacia arriba al Prosperteer. El sol emergía del horizonte envolviendo lentamente la vieja aeronave en un manto de luz anaranjada. El dirigible parecía algo irreal, o al menos así lo imaginaba Pitt; era como un fantasma de aluminio que no sabía de fijo adonde ir.

Pitt había estado despierto casi todo el tiempo durante el vuelo desde Washington hasta Key West, mirando las cartas de Buck Caesar del Old Bahama Channel y resiguiendo la ruta cuidadosamente marcada del vuelo de Raymond LeBaron. Cerró los ojos tratando de hacerse una clara imagen de los vagabundeos espectrales del Prosperteer.

A menos que las bolsas de gas del interior del dirigible hubiesen sido repostadas desde un barco, cosa sumamente improbable, la única respuesta a las andanzas de Raymond LeBaron estaba en Cuba.

Algo hurgaba en su mente, una idea que volvía aunque él, inconscientemente, se esforzaba por apartarla, una pieza del cuadro que se hizo más clara cuando Pitt empezó a fijarse en ella. Y de pronto, cristalizó.

El vuelo para seguir la pista de LeBaron tenía otro objeto.

Pero la conclusión racional y lógica era todavía como un vago perfil en medio de una niebla espesa. La cuestión era tratar de fijarla en un plan. Y estaba pensando en qué dirección le convenía explorar, cuando sintió que una sombra se proyectaba encima de él.

– Bueno, bueno -dijo una voz conocida-, parece que Blancanieves ha vuelto a morder la manzana.

– O eso, o está hibernando -dijo otra voz que Pitt reconoció.

Abrió los ojos, resguardándolos del sol con una mano, y vio a un par de sonrientes individuos que le estaban mirando desde arriba. El más bajo de los dos, un hombre musculoso, de pecho abombado, cabellos negros y rizados y con el aire de quien gusta de comer ladrillos para desayunar, era el viejo amigo de Pitt y subdirector de proyectos de la AMSN, Al Giordino.

Giordino alargó un brazo, agarró la mano que le tendía Pitt y le puso en pie con la misma facilidad con que un encargado de la limpieza recoge un bote vacío de cerveza del césped de un parque.

– La hora de la partida es dentro de veinte minutos.

– ¿Ha llegado ya nuestro anónimo piloto? -preguntó Pitt.

El otro hombre, un poco más alto y mucho más delgado que Giordino, sacudió la cabeza.

– No ha dado señales de vida.

Rudí Gunn tenía unos ojos azules que eran amplificados por los gruesos cristales de sus gafas. Tenía el aspecto de un contable desnutrido que hiciese horas extras para comprarse un reloj de oro. Pero la impresión era engañosa. Gunn era supervisor de los proyectos oceanógraficos de la AMSN. Mientras el almirante Sandecker combatía encarnizadamente con el Congreso y la burocracia federal, Gunn cuidaba de la labor cotidiana de la agencia. Para Pitt, el hecho de haber obtenido de Sandecker la ayuda de Gunn y Giordino había sido una gran victoria.

– Si queremos partir a la misma hora que LeBaron, tendremos que apañarnos solos -dijo despreocupadamente Giordino.

– Creo que podremos arreglarnos -dijo Pitt-. ¿Has estudiado los manuales de vuelo?

Giordino asintió con la cabeza.

– Se necesitan cincuenta horas de instrucción y de vuelo para conseguir el permiso. El control básico no es difícil, pero el arte de mantener estable este escroto neumático en una brisa fuerte requiere práctica.

Pitt no pudo dejar de sonreír ante la caprichosa descripción de Giordino.

– ¿Ha sido cargado el equipo?

– Cargado y asegurado -le dijo Gunn.

– Entonces supongo que debemos partir.

Cuando se acercaban al Prosperteer, el jefe del personal de tierra de LeBaron descendió la escalerilla de la cabina de control. Dijo unas pocas palabras a uno de sus hombres y después saludó amablemente a Pitt y a sus compañeros.

– Está todo dispuesto, caballeros.

– ¿Hasta que punto son parecidas las condiciones atmosféricas de este viaje a las del anterior? -preguntó Pitt.

– El señor LeBaron volaba contra un viento de cinco millas por hora que soplaba del sudeste. Ustedes lo encontrarán de ocho, por lo que tendrán que compensar la diferencia. Hay un huracán de final de temporada que se acerca a las islas Turks y Caicos. Los meteorólogos le han dado el nombre de Evita, porque es una pequeña ráfaga de un diámetro de no más de sesenta millas. Las previsiones señalan que girará hacia el norte en dirección a la Carolinas. Si dan la vuelta no más tarde de las catorce horas, la brisa exterior de Evita debería proporcionarles un buen viento de cola para empujarles a casa.

– ¿Y si no?

– Si no, ¿qué?

– Si no damos la vuelta a las catorce horas.

El jefe del personal sonrió débilmente.

– No les recomiendo que se dejen pillar por una tormenta tropical con vientos de cincuenta nudos, al menos en una aeronave que tiene sesenta años.

– Es un buen argumento -confesó Pitt.

– Teniendo en cuenta el viento de frente -dijo Gunn-, no llegaremos a la zona de busca hasta las 10.30. Esto no nos deja mucho tiempo para buscar.

– Sí -dijo Giordino-, pero la ruta conocida de LeBaron debería llevarnos directamente a la meta.

– Una meta grande -murmuró Pitt, a nadie en particular-.demasiado grande.

Los tres hombres de la AMSN estaban a punto de subir a bordo cuando el automóvil de LeBaron se detuvo junto al dirigible. Angelo se apeó y abrió cortésmente la portezuela del otro lado. Jessie bajó del coche y se acercó; tenía un aspecto exótico, con un traje de safari y los cabellos recogidos con un brillante pañuelo, al estilo de los años treinta. Llevaba una bolsa de viaje de ante.

– ¿Está todo listo? -dijo animadamente, pasando por su lado y empezando a subir ágilmente la escalerilla.

Gunn dirigió una hosca mirada a Pitt.

– No nos dijiste que íbamos a ir de picnic.

– Tampoco me lo habían dicho a mí -dijo Pitt, mirando a Jessie, que se había vuelto al llegar a la puerta.

– La culpa es mía -dijo Jessie-. Olvidé mencionar que soy su piloto.

Giordino y Gunn pusieron una cara como si se hubiesen tragado un calamar vivo. La cara de Pitt tomó una expresión divertida.

– Lo dirá en broma -dijo.

– Raymond me enseñó a pilotar el Prosperteer -dijo ella-. He manejado más de ochenta horas los controles y tengo licencia.

– Lo dirá en broma -repitió Pitt empezando a intrigarse.

Giordino no le vio la gracia.

– ¿Sabe también sumergirse, señora LeBaron?

– ¿Con escafandra autónoma? También tengo licencia.

– No podemos llevar a una mujer -dijo resueltamente Gunn.

– Por favor, señora LeBaron -suplicó el jefe del personal de tierra-. No sabemos lo que le ocurrió a su marido. El vuelo puede ser peligroso.

– Usaremos el mismo plan de comunicación que en el vuelo de Raymond -dijo ella, sin prestar atención a la advertencia-. Si encontramos algo interesante, lo transmitiremos en palabras normales. Esta vez no habrá claves.

– Esto es ridículo -saltó Gunn.

Pitt se encogió de hombros.

– Pues, no lo sé. Yo voto por ella.

– ¡No lo dirás en serio!

– ¿Por qué no? -replicó Pitt, con una sardónica sonrisa-. Yo creo firmemente en la igualdad de derechos. Ella tiene tanto derecho a matarse como nosotros.

El personal de tierra permaneció silencioso, como si estuviese ante un féretro, siguiendo con la mirada al viejo dirigible que se elevaba bajo los rayos del sol naciente. De pronto, la aeronave empezó a caer. Todos contuvieron el aliento cuando la rueda de aterrizaje rozó la cresta de una ola. Entonces rebotó lentamente y luchó por elevarse.

– Arriba, pequeño, ¡arriba! -murmuró ansiosamente alguien.

El Prosperteer se elevó a sacudidas, unos pocos metros cada vez, hasta que por fin se niveló a una altura segura. Los hombres de tierra observaron inmóviles hasta que el dirigible se convirtió en una pequeña mancha oscura sobre el horizonte. Y siguieron allí cuando se hubo perdido de vista, instintivamente silenciosos, sintiendo miedo en el fondo de sus corazones. Hoy no habría partido de balonvolea. Subieron todos al camión de mantenimiento, sobrecargando el sistema de acondicionamiento de aire y apiñándose alrededor de la radio.

El primer mensaje llegó a las siete. Pitt explicó el motivo de la accidentada elevación. Jessie no había compensado lo bastante la falta de fuerza de sustentación ocasionada por el peso de Giordino y Gunn a bordo.

Desde entonces hasta las catorce, Pitt mantuvo abierta la frecuencia y sostuvo un diálogo fluido, comparando sus observaciones con las que habían sido transmitidas durante el vuelo de LeBaron.

El jefe del personal de tierra levantó el micrófono.

– Prosperteer, aquí la casa de la Abuela. Cambio.

– Adelante, Abuela.

– Puede darme su última posición satélite V1KOR.

– Roger. Lectura VIKOR H3608 por T8090.

El jefe comprobó rápidamente la posición en una carta.

– Prosperteer, parece que van bien. Les sitúa a cinco millas al sur de Guinchos Cay, en el Bahama Bank. Cambio.

– Yo leo lo mismo, Abuela.

– ¿Cómo están los vientos?

– A juzgar por las crestas de las olas, yo diría que han subido a fuerza 6 en la escala de Beaufort.

– Escuche, Prosperteer. La Guardia Costera ha emitido un nuevo boletín sobre Evita. Ha doblado la velocidad y girado hacia el este. Hay alarma de huracán en todas las Bahamas del sur. Si sigue el curso actual, llegará a la costa oriental de Cuba esta tarde. Repito: Evita ha girado al este y avanza en su dirección. Den por acabado su trabajo y vuelvan rápidamente a casa.

– Lo haremos, Abuela. Ponemos rumbo a los Cayos.

Pitt guardó silencio durante la media hora siguiente. A las catorce treinta y cinco, el jefe del personal de tierra llamó de nuevo:

– Responda, Prosperteer. Aquí la casa de la Abuela. ¿Me reciben?

Nada.

El aire sofocante del interior del camión pareció enfriarse súbitamente, cuando la aprensión y el miedo asaltaron al personal. Los segundos se hicieron eternos, convirtiéndose en minutos, mientras el jefe trataba desesperadamente de comunicar con el dirigible.


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