– ¡Pitt!

– Has acertado -respondió Monfort-. Éste es el nombre que dio. Dirk Pitt. ¿Cómo lo has sabido?

– ¡Gracias a Dios!

– ¿Es auténtico?

– Sí, sí, lo es -dijo Sandecker con impaciencia-. ¿Y qué hay de los otros?

– No hay otros. Pitt estaba solo en una bañera.

– Repite esto.

– El capitán jura que era una bañera con un motor fuera borda.

Como conocía a Pitt, Sandecker no dudó un momento de la veracidad de la historia.

– ¿Cuánto tiempo necesitarás para hacer que le recoja un helicóptero y le deje en el aeródromo más próximo para que se traslade a Washington?

– Sabes que esto es imposible, Jim. No puedo hacer que le suelten hasta que el submarino haya atracado en su base de Charleston.

– No cuelgues, Clyde. Llamaré a la Casa Blanca por otra línea y conseguiré la autorización.

– ¿Tanta influencia tienes? -preguntó Monfort con incredulidad.

– Para esto y para más.

– ¿Puedes decirme de qué se trata, Jim?

– Acepta mi palabra. Es mejor que no te metas en esto.

Se habían reunido en la Casa Blanca para una fiesta en honor del primer ministro de la India, Rajiv Gandhi, que realizaba un viaje de buena voluntad por los Estados Unidos. Actores y líderes sindicales, atletas y multimillonarios, todos intercambiaban sus opiniones y sus diferencias, y se mezclaban como vecinos en un acto social dominical.

Los ex presidentes Ronald Reagan y Jimmy Cárter conversaban y actuaban como si nunca hubiesen salido del Ala Oeste. De pie en un rincón lleno de flores, el secretario de Estado Douglas Oates cambiaba historias de guerra con Henry Kissinger, mientras el quarterback de los Houston Oilers, ganadores de la Superbowl, estaba plantado delante de la chimenea y miraba descaradamente los senos de la locutora de la ABC, Sandra Malone.

El presidente brindó con el primer ministro Gandhi y después le presentó a Charles Murphy, que había sobrevolado recientemente la Antártida en globo. La esposa del presidente se acercó, tomó a su marido del brazo y le condujo hacia la pista de baile del regio salón.

Un auxiliar de la Casa Blanca captó la mirada de Dan Fawcett y señaló con la cabeza hacia la puerta. Fawcett se acercó a él, le escuchó y después se dirigió al presidente. La cadena de mando funcionaba perfectamente.

– Discúlpeme, señor presidente, pero acaba de llegar un mensajero con una ley aprobada por el Congreso y que tiene usted que firmar antes de la medianoche.

El presidente asintió con la cabeza, en señal de comprensión. No había ninguna ley a firmar. Era una frase en clave que indicaba un mensaje urgente. Se excusó con su esposa, cruzó el pasillo y entró en un pequeño despacho privado. Esperó a que Fawcett cerrase la puerta antes de descolgar el teléfono.

– Aquí el presidente.

– Soy el almirante Sandecker, señor.

– Sí, almirante, ¿qué sucede?

– Tengo al jefe de las Fuerzas Navales del Caribe en otra línea. Acaba de informarme de que uno de mis hombres, que había desaparecido con Jessie LeBaron, ha sido salvado por uno de nuestros submarinos.

– ¿Ha sido identificado?

– Es Dirk Pitt.

– Ese hombre debe ser indestructible o muy afortunado -dijo el presidente con un deje de alivio en su voz-. ¿Cuándo podemos tenerle aquí?

– El almirante Clyde Monfort está en la otra línea esperando autorización para un transporte urgente.

– ¿Puede ponerme con él?

– Un momento, señor.

Hubo una breve pausa seguida de un chasquido. El presidente dijo:

– Almirante Monfort, ¿me oye?

– Le oigo.

– Soy el presidente. ¿Reconoce mi voz?

– Sí, señor, la reconozco.

– Quiero que Pitt esté en Washington lo antes posible. ¿Entendido?

– Sí, señor presidente. Haré que un reactor de la Marina le deposite en el aeropuerto de la base Andrews de la Fuerza Aérea antes del amanecer.

– Tienda una red de secreto alrededor de este asunto, almirante. Mantenga el submarino en el mar y ponga a los pilotos o a cualquiera que se acerque a menos de cien metros de Pitt bajo confinamiento durante tres días.

Hubo una breve vacilación.

– Sus órdenes serán cumplidas.

– Gracias. Ahora déjeme hablar con el almirante Sandecker.

– Estoy aquí, señor presidente.

– ¿Lo ha oído? El almirante Monfort hará que Pitt esté en Andrews antes del amanecer.

– Iré personalmente a recibirle.

– Bien. Llévele en helicóptero a la sede de la CÍA en Langley. Martin Brogan y representantes míos y del Departamento de Estado estarán esperando para interrogarle.

– Es posible que no pueda arrojar luz sobre nada.

– Probablemente tenga razón -dijo cansadamente el presidente-. Espero demasiado. Creo que siempre he esperado demasiado.

Colgó y suspiró profundamente. Ordenó sus ideas durante un instante y las archivó en un rincón de la mente, para recuperarlas más tarde, técnica que más o menos deprisa llegan a dominar todos los presidentes. Pasar de los problemas a la rutina trivial y volver a los problemas como cuando se enciende y se apaga una luz eran unas exigencias del cargo.

Fawcett sabía interpretar los estados de ánimo del presidente y esperó con paciencia. Por fin dijo:

– Tal vez no sería mala idea que asistiese yo al interrogatorio.

El presidente le miró tristemente.

– Vendrá conmigo a Camp David al salir el sol.

Fawcett le miró perplejo.

– En su agenda no está previsto un viaje a Camp David. Casi toda la mañana está reservada a reuniones con líderes del Congreso para tratar del presupuesto.

– Tendrán que esperar. Mañana tengo que celebrar una conferencia más importante.

– Como jefe de su personal, ¿puedo preguntarle con quién va a conferenciar?

– Con unos hombres que se hacen llamar el «círculo privado».

Fawcett miró al presidente, apretando poco a poco los labios.

– No comprendo.

– Debería comprenderlo, Dan. Usted es uno de ellos.

Antes de que el perplejo Fawcett pudiese replicar, el presidente salió del despacho y se reunió con sus invitados.

42

La sacudida del aterrizaje despertó a Pitt. Fuera del jet bimotor de la Marina, el cielo estaba todavía oscuro. A través de una pequeña ventana, pudo ver los primeros resplandores anaranjados que precedían al nuevo día.

Las ampollas causadas por el roce con la bañera casi le hacían imposible estar sentado, y había dormido de costado, en una posición violenta. Se sentía pésimamente y tenía sed de algo que no fuese los zumos de fruta que le había obligado a tragar en enormes cantidades el demasiado solícito médico del submarino.

Se preguntó qué haría si volvía un día a encontrarse con Foss Gly. Por muy infernales que fuesen los castigos que creaba en su mente, no le parecían suficientes. La idea del tormento que infligía Gly a Jessie, a Giordino y a Gunn le obsesionaba. Sentía remordimientos por haber escapado.

Se extinguió el zumbido de los motores del reactor y se abrió la puerta. Bajó rígidamente la escalerilla y se rundió en un abrazo con Sandecker. El almirante daba raras veces un apretón de manos, por lo que la inesperada muestra de afecto sorprendió a Pitt.

– Suspongo que lo que dices de que mala hierba nunca muere es verdad -dijo Sandecker con voz ronca.

– Es mejor salvar el pellejo que perderlo -respondió sonriendo Pitt.

Sandecker le asió de un brazo y le condujo a un coche que esperaba.

– Le esperan en la sede de la CÍA en Langley para interrogarle.

Pitt se detuvo de pronto.

– Ellos están vivos -anunció brevemente.

– ¿Vivos? -dijo, pasmado, Sandecker-. ¿Todos?

– Prisioneros de los rusos y torturados por un desertor.

La incomprensión se pintó en el rostro de Sandecker.

– ¿Estuvieron en Cuba?

– En una de las islas próximas -explicó Pitt-. Tenemos que informar a los rusos de mi rescate lo antes posible, para impedir que…

– Más despacio -le interrumpió Sandecker-. Estoy perdiendo el hilo, Mejor aún, espere a referir toda la historia cuando lleguemos a Langley. Supongo que tendrá mucho que contar.

Mientras volaban sobre la ciudad, empezó a llover. Pitt contempló a través del parabrisas de plexiglás las ochenta hectáreas de bosque que rodeaban la vasta estructura de mármol gris y hormigón que era sede del ejército de espías de los Estados Unidos. Desde el aire, parecía desierta; no se veía a nadie en el lugar. Incluso la zona de aparcamiento estaba sólo ocupada en una cuarta parte. La única forma humana que Pitt pudo distinguir era una estatua del espía más famoso de la nación, Nathan Hale, que había cometido el error de dejarse atrapar y había sido ahorcado

Dos altos oficiales estaban esperando en la pista para helicópteros, provistos de paraguas. Todos entraron corriendo en el edificio y Pitt y Sandecker fueron introducidos en un gran salón de conferencias. Había allí seis hombres y una mujer. Martin Brogan se acercó, estrechó la mano a Pitt y le presentó a los otros. Pitt les saludó con la cabeza y pronto olvidó sus nombres.

Brogan dijo:

– Creo que ha tenido un viaje muy accidentado.

– No lo recomendaría a los turistas-respondió Pitt.

– ¿Puedo ofrecerle algo de comer ó de beber? -dijo amablemente Brogan-. ¿Una taza de café o tal vez un desayuno?

– Me apetecería una cerveza bien fría…

– Desde luego -Brogan levantó el teléfono y dijo algo-. Estará aquí dentro de un minuto.

La sala de conferencias era sencilla en comparación con las de oficinas de empresas comerciales. Las paredes eran de un color beige neutro, lo mismo que la alfombra, y los muebles parecían proceder de una tienda de saldos. No había cuadros ni adornos de clase alguna que la animasen. Una habitación cuya única función era servir de lugar de trabajo.

Ofrecieron una silla a Pitt en un extremo de la mesa, pero rehusó. Sus posaderas no estaban todavía en condiciones de sentarse. Todos los que estaban en la sala le miraban fijamente, y empezó a sentirse como un animal del zoo una tarde de domingo.

Brogan le dirigió una sonrisa franca.

– Tenga la bondad de contarnos desde el principio todo lo que ha oído y observado. Su relato será registrado y transcrito. Después pasaremos a las preguntas y respuestas. ¿Le parece bien?

Llegó la cerveza. Pitt tomó un largo trago, se sintió mejor y empezó a relatar los sucesos, desde que se había elevado en Key West hasta que había visto surgir el submarino del agua a pocos metros de la bañera que se estaba hundiendo. No omitió nada y se tomó todo el tiempo necesario, explicando todos los detalles por triviales que fuesen, que podía recordar. Tardó en ello casi una hora y media, pero los otros le escucharon atentamente sin interrogarle ni interrumpirle. Cuando por fin hubo terminado, descansó cuidadosamente su dolorido cuerpo en una silla y esperó con calma a que todos consultasen sus notas.


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