– Es el tipo corriente de casco de la Marina -dijo Conde, sin vacilar-. Los hemos estado fabricando desde 1916. Son de cobre con accesorios de bronce. Llevan cuatro cristales herméticamente cerrados.

– ¿Lo vendieron a la Marina?

– La mayoría de los pedidos procedían de la Marina. En realidad, todavía siguen haciéndolo. La Marca V, Modelo 1, es todavía popular para ciertos tipos de operaciones submarinas con aire suministrado desde la superficie. Pero este casco fue vendido a un cliente comercial.

– ¿Puedo preguntarle cómo lo sabe?

– Por el número de serie. Cincuenta y ocho es el año en que fue manufacturado. Sesenta y siete es el número producido, y C indica una venta comercial. Dicho en otras palabras, fue el sesenta y sieteavo casco que salió de nuestra fábrica en 1958, y fue vendido a una empresa comercial de salvamento.

– ¿Le sería posible encontrar el nombre del comprador?

– Tal vez tardaría media hora. No nos hemos preocupado de registrar las operaciones antiguas en el ordenador. Será mejor que yo le llame cuando lo haya encontrado.

Alice sacudió la cabeza.

– El Gobierno puede pagar el servicio telefónico, señor Conde. Mantendré la comunicación.

– Como usted guste.

Conde cumplió su palabra. Volvió al aparato al cabo de treinta y un minutos.

– Señor Farmer, uno de los contables ha encontrado lo que le interesa.

– Le escucho.

– El casco, junto con un traje de buzo y el tubo de alimentación de aire, fueron vendidos a un particular. Da la casualidad de que yo le conocía. Se llamaba Hans Kronberg. Buzo de la vieja escuela, contrajo la enfermedad de los buzos más veces que ninguno de los que conocí Hans estaba lisiado, pero esto no le impidió nunca sumergirse.

– ¿Sabe lo que fue de él?

– Si no recuerdo mal, compró el equipo para un trabajo de salvamento en algún lugar próximo a Cuba. Se dijo que la enfermedad de los buzos acabó finalmente con él.

– ¿No recuerda quién lo contrató?

– No; hace demasiado tiempo -dijo Conde-. Creo que encontró un socio que tenía unos cuantos dólares. El equipo habitual de Hans estaba viejo y gastado. Su traje de buzo debía tener cincuenta remiendos. Vivía al día y apenas ganaba lo bastante para llevar una existencia cómoda. Entonces, vino un día aquí, compró todo el equipo nuevo y pagó en efectivo.

– Le agradezco su ayuda -dijo Pitt.

– No hay de qué. Me alegro de que haya telefoneado. Es muy interesante. ¿Puedo preguntarle dónde encontró su casco?

– Dentro de un viejo barco hundido cerca de las Bahamas.

Conde se imaginó la escena. Guardó silencio durante un momento. Después dijo:

– Así, el viejo Hans no volvió nunca a la superficie. Bueno, supongo que él habría preferido morir de esta manera que en la cama.

– ¿Sabe de alguien más que pudiese recordar a Hans?

– En realidad, no. Todos los atrevidos buzos de los viejos tiempos han pasado ahora a mejor vida. La única pista que se me ocurre es la de la viuda de Hans. Todavía me envía tarjetas en Navidad. Vive en una residencia de ancianos.

– ¿Sabe el nombre de la residencia o la población donde se encuentra?

– Creo que está en Leesburg, Virginia. Pero no conozco el nombre. Y hablando de nombres, ella se llama Hilda.

– Muchas gracias, señor Conde. Me ha sido de gran ayuda.

– Si viene usted alguna vez a Baltimore, señor Farmer, dése una vuelta por aquí. Tengo tiempo de sobra para hablar de épocas pasadas, desde que mis hijos me apartaron del timón de la empresa.

– Lo haré con mucho gusto -dijo Pitt-. Adiós.

Pitt cortó la comunicación y llamó a Jennie Murphy. Le pidió que telefonease a todas las residencias de ancianos del sector de Leesburg hasta que encontrase una en la que se albergase Hilda Kronberg.

– ¿Qué está buscando? -preguntó Alice. Pitt sonrió.

– Estoy buscando El Dorado.

– Muy gracioso.

– Esto es lo malo de la gente de la CÍA -dijo Pitt-. No saben aceptar una broma.

45

El camión Ford de reparto subió por el paseo de la Winthrop Manor Nursing Home y se detuvo ante la entrada de servicio. El vehículo estaba pintado de un brillante color azul con dibujos florales en los lados. Unas letras doradas anunciaban la Floristería Mother's.

– Por favor, no se entretenga -dijo Alice, con impaciencia-, Tiene que estar en San Salvador dentro de cuatro horas.

– Haré lo que pueda -dijo Pitt, saltando del camión.

Llevaba uniforme de conductor y un ramo de rosas en la mano.

– Para mí es un misterio cómo ha podido convencer al señor Brogan de que le permitiese esta excursión privada.

Pitt sonrió mientras cerraba la portezuela.

– Un sencillo caso de coacción.

La Winthrop Manor Nursing Home era un lugar idílico para la tercera edad. Tenía un campo de golf de nueve hoyos, una piscina interior climatizada, un elegante comedor y bien cuidados jardines. El edificio principal era más propio de un hotel de cinco estrellas que de una triste casa de reposo.

No era un hogar destartalado para viejos pobres, pensó Pitt. Winthrop Manor revelaba un gusto exquisito para ciudadanos maduros y ricos. Y empezó a preguntarse cómo la viuda de un buzo que se ganaba la vida a duras penas podía permitirse vivir con tanto lujo.

Entró por una puerta lateral, se acercó a la mesa de recepción y mostró las flores.

– Traigo esto para la señora Hilda Kronberg.

La recepcionista le miró a la cara y sonrió. Pitt pensó que era bastante atractiva, con sus cabellos de un rojo oscuro, largos y resplandecientes, y sus ojos de un azul grisáceo en una cara estrecha.

– Déjelas sobre el mostrador -dijo suavemente-. Haré que un criado se las lleve.

– Tengo que entregárselas personalmente -dijo Pitt-. Traigo además un mensaje verbal.

Ella asintió y señaló una puerta lateral.

– Probablemente encontrará a la señora Kronberg en la piscina. No espere hallarla en perfecta lucidez, pues tiene altibajos en su percepción de la realidad.

Pitt le dio las gracias y lamentó no poder invitarla a cenar. Cruzó la puerta y descendió por una rampa. La piscina cubierta y rodeada de cristales había sido diseñada como un jardín hawaiano con piedras negras de lava y una cascada.

Después de preguntar a dos ancianas por Hilda Kronberg, la encontró sentada en una silla de ruedas, mirando fijamente el agua y con la mente en otra parte.

– ¿Señora Kronberg?

Ella hizo visera con una mano y miró hacia arriba.

– ¿Sí?

– Me llamo Dirk Pitt y desearía hacerle unas pocas preguntas.

– ¿Has dicho señor Pitt? -preguntó ella con voz suave. Observó su uniforme y las flores-. ¿Por qué quiere hacerme preguntas un muchacho repartidor de flores?

Pitt sonrió al oír la palabra «muchacho» y le tendió las flores.

– Tienen que ver con su difunto marido, Hans.

– ¿Está usted con él? -preguntó ella, con recelo.

– No; estoy completamente solo.

Hilda tenía un aspecto enfermizo, estaba delgada y su piel era tan transparente como un papel de seda. Iba muy maquillada y llevaba el pelo hábilmente teñido. Con sus anillos de brillantes habría podido comprar una pequeña flota de Rolls-Royces. Pitt sospechó que tendría quince años menos de los setenta y cinco que aparentaba. Hilda Kronberg era una mujer que esperaba la muerte. Sin embargo, cuando sonrió al oír mencionar el nombre de su marido, sus ojos parecieron sonreír también.

– Parece usted demasiado joven para haber conocido a Hans -dijo.

– El señor Conde, de Weehawken Marine, me habló de él.

– Bob Conde, desde luego. Él y Hans eran viejos compañeros de póquer.

– ¿No volvió usted a casarse después de morir él?

– Sí, volví a casarme.

– Sin embargo, todavía usa su apellido.

– Eso es una larga historia que no creo que le interese.

– ¿Cuándo vio a Hans por última vez?

– Fue un jueves. Le vi partir en el vapor Monterrey, con rumbo a La Habana, el 10 de diciembre de 1958. Hans se hacía siempre castillos en el aire. Él y su socio iban a la busca de un nuevo tesoro. Me prometió que encontrarían oro suficiente para comprarme la casa de mis sueños. Por desgracia, no volvió.

– ¿Recuerda quién era su socio?

Sus suaves facciones se endurecieron de pronto.

– ¿Qué pretende usted, señor Pitt? ¿A quién representa?

– Soy director de proyectos especiales de la National Underwater Marine Agency -respondió él-. Durante el examen de un barco hundido llamado Cyclops, descubrí lo que creo que son los restos de su marido.

– ¿Encontró a Hans? -preguntó ella, sorprendida.

– No pude identificarle positivamente, pero la escafandra que llevaba me han dicho que era de él.

– Hans era un buen hombre -dijo tristemente ella-. Tal vez no un buen proveedor, pero vivimos bien los dos…, bueno, hasta que murió.

– Usted me preguntó si yo estaba con él -dijo amablemente Pitt.

– Un secreto de familia, señor Pitt. Pero me tratan bien. Él cuida de mí. No tengo queja. Si me he retirado del mundo real, ha sido por mi propia voluntad…

Su voz se extinguió y su mirada se hizo remota.

Pitt tenía que agarrarla antes de que se encerrase en su concha.

– ¿Le dijo él que Hans fue asesinado?

Hilda pestañeó durante unos instantes y después sacudió en silencio la cabeza.

Pitt se arrodilló a su lado y le asió la mano.

– La cuerda de seguridad y el tubo del aire fueron cortados mientras él trabajaba bajo el agua.

Ella se echó a temblar visiblemente.

– ¿Por qué me cuenta esto?

– Porque es la verdad, señora Kronberg. Le doy mi palabra. Probablemente, la persona que trabajaba con Hans, fuese quien fuere, lo mató para poder quedarse con su parte del tesoro.

Hilda permaneció sentada, confusa y como en trance, durante casi un minuto.

– Conoce usted lo del tesoro de La Dorada -dijo al fin.

– Sí -respondió Pitt-. Sé cómo fue a parar al Cyclops. También sé que Hans y su socio la encontraron.

Hilda empezó a juguetear con uno de sus anillos de brillantes.

– En el fondo de mi corazón, siempre sospeché que Ray había matado a Hans.

La impresión retardada se pintó lentamente en la cara de Pitt mientras se hacía la luz en su cerebro. Cautelosamente, jugó su carta al azar.

– ¿Cree que Hans fue asesinado por Raymond LeBaron?

Ella asintió con la cabeza.


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