Velikov le miró, divertido.
– Si esto trastorna de algún modo sus planes, puedo emplear la frecuencia del Control de Houston y transmitir una orden falsa.
– ¿Puede hacer esto?
– Sí.
– ¿Simular una orden a la lanzadera, para que abandone la estación espacial y regrese a la Tierra?
– Sí.
– ¿Y engañar a los jefes de la estación y de la nave, haciéndoles creer que oyen una voz conocida?
– No advertirán la diferencia. Nuestros sintetizadores computarizados tienen grabaciones de transmisiones más que suficientes para imitar perfectamente la voz, el acento y las peculiaridades verbales de al menos veinte oficiales de la NASA.
– ¿Y qué puede impedir que el Control de Houston anule la orden?
– Puedo interferir sus transmisiones hasta que sea demasiado tarde para que detengan la nave. Después, si las instrucciones que nos dieron ustedes de nuestros científicos espaciales son correctas, dominaremos sus sistemas de vuelo y la haremos aterrizar en Santa Clara.
Maisky miró larga y fijamente a Velikov. Después dijo:
– Hágalo.
El presidente estaba profundamente dormido cuando sonó suavemente el teléfono en su mesita de noche. Se volvió y miró la esfera fluorescente de su reloj de pulsera. Era la una y diez minutos de la madrugada. Entonces dijo:
– Hable.
Le respondió la voz de Dan Fawcett.
– Siento despertarle, señor presidente, pero ha ocurrido algo que creo que debe usted saber.
– Le escucho. ¿De qué se trata?
– Acabo de recibir una llamada de Irwin Mitchell, de la NASA. Me ha dicho que el Gettysburg ha salido del Columbus y está en órbita, preparándose para el regreso.
El presidente se incorporó de golpe, despertando a su esposa que dormía a su lado.
– ¿Quién dio la orden? -preguntó.
– Mitchell no lo sabe. Todas las comunicaciones entre Houston y la estación espacial se han interrumpido a causa de una extraña interferencia.
– Entonces, ¿cómo se ha enterado de la partida de la nave?
– El general Fisher ha estado observando el Columbus, en el Centro de Operaciones Espaciales de Colorado Springs, desde que Steinmetz salió de Jersey Colony. Las sensibles cámaras del Centro captaron el movimiento cuando el Gettysburg abandonó el dique de la estación. Me telefoneó en cuanto le informaron de ello.
El presidente golpeó desesperadamente el colchón.
– ¡Maldita sea!
– Me he tomado la libertad de poner sobre aviso a Jess Simmons. Éste ha desplegado ya dos escuadrillas tácticas de la Fuerza Aérea en el aire, para que escolten y protejan la lanzadera en cuanto penetre en la atmósfera.
– ¿Cuánto tiempo tenemos antes de que el Gettysburg aterrice?
– Desde la preparación inicial de descenso hasta el aterrizaje, unas dos horas.
– Los rusos están detrás de esto.
– Ésta es la opinión general -reconoció Fawcett-. Todavía no podemos estar seguros, pero todos los indicios señalan a Cuba como la causante del problema de interferencia de la radio de Houston.
– ¿Cuándo debe el equipo especial de Brogan atacar Cayo Santa María?
– A las dos.
– ¿Quién lleva el mando?
– Discúlpeme un momento; voy a buscar el nombre en el informe de ayer de la CÍA. -Fawcett no tardó más de treinta segundos en volver-. La misión está dirigida por el coronel de Infantería de Marina Ramón Kleist.
– Conozco el nombre. Kleist recibió una Medalla de Honor del Congreso.
– Hay algo más.
– ¿Qué?
– Los hombres de Kleist son dirigidos por Dirk Pitt.
El presidente suspiró casi con tristeza.
– Este hombre ha hecho ya demasiado. ¿Es absolutamente necesaria su presencia?
– Sólo Pitt podría hacerlo -dijo Fawcett.
– ¿Podrán destruir a tiempo el centro de interferencias?
– Sinceramente, debo confesar que es una cuestión de cara o cruz.
– Dígale a Jess Simmons que esté en el Salón de Guerra -dijo solemnemente el presidente-. Si algo anda mal, temo que, para que el Gettysburg y su valioso cargamento no caigan en manos de los soviéticos, no tendremos más remedio que derribarlo. ¿Me ha entendido, Dan?
– Sí, señor -dijo Fawcett palideciendo repentinamente-. Le transmitiré su mensaje.
53
– Alto -ordenó Kleist. Comprobó de nuevo los datos del instrumento satélite Navstar y aplicó un par de compases sobre una carta extendida-. Estamos a siete millas al este de Cayo Santa María. Es lo más cerca que podemos llevar el TSE.
El comandante Quintana, que llevaba uniforme de campaña moteado de gris y negro, miró fijamente la marca amarilla en la carta.
– Tardaríamos unos cuarenta minutos en girar hacia el sur y desembarcar desde el lado cubano.
– El viento está en calma y las olas no son de más de medio metro. Otra ventaja es que no hay luna. La noche no puede ser más negra.
– Una noticia tan mala como buena -dijo gravemente Quintana-. Hace que seamos difíciles de ver, pero tampoco podremos ver nosotros las patrullas de guardias, si es que las hay. A mi entender, nuestro principal problema es que no tenemos la situación exacta del recinto. Podemos desembarcar a kilómetros de distancia.
Kleist se volvió y miró a un hombre alto e imponente que se apoyaba en un mamparo. Como Quintana, vestía un traje de campaña especial para la noche. Sus ojos grises y penetrantes se fijaron en los de Kleist.
– ¿Todavía no puede señalar exactamente el lugar?
Pitt se irguió, sonrió con su acostumbrada indiferencia y dijo simplemente:
– No.
– No es muy alentador -dijo rudamente Quintana.
– Es posible, pero al menos soy sincero.
Kleist habló con indulgencia.
– Lamentamos, señor Pitt, que las condiciones visuales no fuesen las adecuadas durante su fuga. Pero le agradeceríamos que fuese un poco más concreto.
La sonrisa de Pitt se extinguió.
– Miren, yo llegué a tierra en medio de un huracán y huí en plena noche. Ambas cosas tuvieron lugar en el lado de la isla opuesto a aquel en que se presume que hemos de desembarcar. No medí las distancias, ni arrojé migas de pan al suelo durante mi camino. La tierra era llana, sin colinas ni arroyos que pudiesen servir de puntos de referencia. Sólo palmeras, malezas y arena. La antena estaba a media milla del pueblo. El recinto, al menos una milla más allá. Cuando lleguemos al camino, el recinto estará a la izquierda. Esto es cuanto puedo decirles.
Quintana asintió resignadamente con la cabeza.
– Dadas las circunstancias, no podemos pedir más.
Un tripulante desaliñado, que vestía jeans y camiseta de manga corta, entró por la escotilla en el cuarto de control. Tendió en silencio un mensaje descifrado a Kleist y se marchó.
– Ojalá no sea una cancelación en el último momento -dijo vivamente Pitt.
– Al contrario -murmuró Kleist-. Todavía nos apremian más.
Releyó el mensaje, con un fruncimiento de cejas en el rostro normalmente impasible. Lo tendió a Quintana, el cual lo leyó y después apretó los labios contrariado antes de pasar el papel a Pitt. Decía así:
NAVE ESPACIAL GETTYSBURG DEJÓ ESTACIÓN Y ESTÁ EN ÓRBITA PREPARANDO REENTRADA. PERDIDO TODO CONTACTO. APARATOS ELECTRÓNICOS DE SU OBJETIVO HAN PENETRADO ORDENADORES DE DIRECCIÓN Y TOMADO EL MANDO. CALCULAMOS QUE DESVIACIÓN RUMBO HARÁ ATERRIZAR NAVE EN CUBA A LAS 0340. RAPIDEZ ES ESENCIAL. CONSECUENCIAS IMPREVISIBLES SI INSTALACIÓN NO ES DESTRUIDA A TIEMPO. SUERTE.
– Son muy amables al avisarnos en el último minuto -dijo hoscamente Pitt-. Faltan menos de dos horas para las tres y cuarenta.
Quintana miró severamente a Kleist.
– ¿Pueden realmente los soviéticos hacer una cosa así y salirse con la suya? -dijo.
Kleist no les escuchaba. Volvió a contemplar la carta y trazó una fina línea en lápiz que marcaba el rumbo hacia la costa sur de Cayo Santa María.
– ¿Dónde sitúa usted aproximadamente la antena?
Pitt tomó el lápiz y marcó un pequeño punto en la base de la cola de la isla.
– Una suposición, en el mejor de los casos.
– Está bien. Le proveeremos de un pequeño aparato de radio impermeable. Cambiaré la posición en la carta y la programaré en el ordenador Navstar; después les mantendré localizados con su señal y les guiaré.
– Usted no será el único que podrá localizarnos.
– Un pequeño riesgo, pero que nos ahorrará un tiempo valioso. Podrían volar la antena, interrumpiendo así las órdenes dirigidas por radio al Gettysburg con mucha más rapidez que si tuviesen que entrar por la fuerza en el recinto y destruir la instalación principal.
– Muy sensato.
– Ya que está de acuerdo -dijo pausadamente Kleist-, sugiero, caballeros, que vayan allá.
El transporte subacuático para fines especiales no se parecía a ningún submarino que Pitt hubiese visto. Tenía un poco más de cien metros de eslora y la forma de un cincel vuelto de lado. La proa horizontal parecida a una cuña estaba unida a un casco casi cuadrado que terminaba bruscamente en una popa en forma de caja. La cubierta era absolutamente lisa, sin salientes.
No había nadie al timón. Era totalmente automático, impulsado por una fuerza nuclear que hacía girar las hélices gemelas o, en caso necesario, accionaba unas bombas que tomaban agua en el impulso hacia delante y la arrojaban sin ruido por aberturas en los costados.
El TSE había sido especialmente diseñado para la CÍA, para operaciones secretas de contrabando de armas, infiltración de agentes camuflados e incursiones de ataque y retirada. Podía navegar hasta seiscientos metros de profundidad a una velocidad de cincuenta nudos, pero también podía remontar una playa, abrir sus puertas y desembarcar una fuerza de doscientos hombres con varios vehículos.
El submarino emergió, con su cubierta plana a sólo medio metro por encima del agua negra. El equipo de exiliados cubanos de Quintana salió por las escotillas y todos empezaron a levantar los Dashers acuáticos que les entregaban desde abajo.
Pitt había conducido un Dasher en un lugar de veraneo de México. Era un vehículo acuático a propulsión, fabricado en Francia para recreo en el mar. Llamada coche deportivo marino, la pequeña y brillante máquina tenía el aspecto de dos torpedos sujetos por los lados. El conductor yacía boca arriba, con una pierna introducida en cada uno de los dos cascos gemelos, y controlaba el movimiento por medio de un volante parecido al de los automóviles. La fuerza procedía de una batería muy potente que podía impulsar la embarcación por medio de chorros de agua a una velocidad de veinte nudos en aguas tranquilas, durante tres horas antes de tener que recargarla.