Habían recorrido siete u ocho kilómetros cuando el cielo oriental empezó a pasar del negro al naranja. Apareció un campo de caña de azúcar en la decreciente oscuridad, y pasaron por su borde hasta salir a una carretera pavimentada de dos carriles. No había faros sobre el asfalto en ninguna de ambas direcciones. Caminaron por la orilla, metiéndose en la espesura cada vez que se acercaba un coche o un camión. Pitt advirtió que los pasos de Jessie empezaban a flaquear y que respiraba en rápidos jadeos. Se detuvo, cubrió la linterna con un pañuelo y le iluminó la cara. No necesitaba tener eí título de médico para saber que estaba agotada. La asió de la cintura y la empujó hasta que llegaron a un pequeño y escabroso barranco.

– Recobra el aliento. Volveré en seguida.

Pitt se dejó caer hasta el fondo del barranco seco, que seguía un curso quebrado alrededor de una colina sembrada de grandes guijarros y de pinos achaparrados. Pasó por debajo de la carretera por un tubo de hormigón de un metro de diámetro y que daba a unos pastos vallados al otro lado. Volvió a subir a la carretera, tomó en silencio a Jessie de la mano y la condujo, tropezando y resbalando, al pedregoso fondo del barranco. Dirigió el rayo de luz de la linterna al tubo de desagüe.

– La única habitación vacía en la ciudad -dijo, con la voz más animada de que fue capaz, dadas las circunstancias.

No era una suite de lujo, pero había en el fondo curvo unos pocos centímetros de blanda arena y era el refugio más seguro que Pitt había podido encontrar. Si los guardias daban con su pista y la seguían hasta la carretera, sin duda pensarían que la pareja había sido recogida por un coche, según un plan preestablecido.

De algún modo consiguieron encontrar una posición cómoda en el estrecho y oscuro espacio. Pitt dejó el arma y la linterna al alcance de la mano y por fin se relajó.

– Muy bien, señora -dijo, y sus palabras resonaron en la tubería-. Creo que ya es hora de que me digas qué diablos estamos haciendo aquí.

Pero Jessie no le respondió.

Olvidando su uniforme frío, húmedo y mal ajustado, olvidando incluso el dolor de los pies y de las articulaciones, se había acurrucado en posición fetal y dormía profundamente.

61

– ¿Muertos? ¿Todos muertos? -repitió furioso el jefazo del Kremlin, Antonov-. ¿Toda la instalación destruida, y ningún superviviente, ninguno en absoluto?

Polevoi asintió tristemente con la cabeza.

– El capitán del submarino que detectó las explosiones y el coronel al mando de las fuerzas de seguridad enviadas a tierra para investigar, informaron que no habían encontrado a nadie vivo. Recogieron el cadáver de mi primer delegado, Lyev Maisky, pero el general Velikov todavía no ha sido encontrado.

– ¿Se echaron en falta claves y documentos secretos?

Pelevoi no estaba dispuesto a poner la cabeza en el tajo y asumir la responsabilidad de un desastre en los servicios secretos. Se hallaba a un pelo de perder su encumbrada posición y convertirse rápidamente en un burócrata olvidado, encargado de un campo de trabajo.

– Todos los datos secretos fueron destruidos por el personal del general Velikov antes de morir luchando.

Antonov aceptó la mentira.

– La CÍA -dijo reflexivamente-. Ellos están detrás de esta infame provocación.

– Creo que, en este caso, no podemos hacer de la CÍA el chivo expiatorio. Los primeros indicios señalan una operación cubana.

– Imposible -saltó Antonov-. Nuestros amigos en los círculos militares de Castro nos habrían advertido con mucha antelación de cualquier plan para atacar la isla. Además, una operación tan audaz e ingeniosa y de esta magnitud no está al alcance de ningún cerebro latino.

– Tal vez, pero nuestros mejores elementos en el servicio secreto creen que la CÍA no sospechaba ni remotamente la existencia de nuestro centro de comunicaciones en Cayo Santa María. No hemos descubierto al menor indicio de vigilancia. La CÍA es hábil, pero sus hombres no son dioses. No podía en modo alguno proyectar, ensayar y llevar a cabo la incursión en las pocas horas que mediaron entre el momento en que la lanzadera salió de la estación espacial hasta que se desvió de pronto del rumbo a Cuba que nosotros habíamos programado.

– ¿Perdimos también la lanzadera?

– Nuestros instrumentos de observación del Centro Espacial Johnson revelaron que había aterrizado a salvo en Key West.

– Con los colonos americanos de la Luna -añadió Antonov.

– Iban a bordo, sí.

Antonov permaneció unos segundos sentado allí, demasiado furioso para reaccionar, apretados los labios, sin pestañear y mirando a ninguna parte.

– ¿Cómo lo hicieron? -gruñó al fin-. ¿Cómo salvaron su preciosa lanzadera espacial en el último minuto?

– La suerte de los tontos -dijo Polevoi, siguiendo de nuevo el dogma comunista de echar las culpas a los otros-. Salvaron el pellejo gracias a la tortuosa interferencia de los Castro.

Antonov fijó de pronto la mirada en Polevoi.

– Como me ha recordado a menudo, camarada director, los hermanos Castro no pueden ir al retrete sin que la KGB se entere de cuántas piezas de papel higiénico emplean. Dígame cómo se acostaron de pronto con el presidente de los Estados Unidos sin que sus agentes lo advirtiesen.

Polevoi se había metido involuntariamente en un agujero y ahora salió astutamente de él cambiando de tema.

– La operación Ron y Cola sigue adelante. Pueden habernos birlado la lanzadera espacial y un rico caudal de datos científicos, pero es una pérdida aceptable en comparación con el dominio total de Cuba.

Antonov consideró las palabras de Polevoi y mordió el anzuelo.

– Tengo mis dudas. Si Velikov no dirige la operación, las probabilidades de éxito quedan reducidas a la mitad.

– El general ya no es esencial para Ron y Cola. El plan está concluido en un noventa por ciento. Los barcos entrarán en el puerto de La Habana mañana por la tarde, y el discurso de Castro está previsto para la mañana siguiente. El general Velikov realizó un trabajo espléndido para establecer las bases. Los rumores sobre un nuevo complot de la CÍA para asesinar a Castro han sido ya difundidos en todo el mundo occidental, y hemos preparado pruebas que demuestran la intervención americana. Ahora sólo falta apretar un botón.

– ¿Está sobre aviso nuestra gente en La Habana y Santiago?

– Están preparados para actuar y constituir un nuevo Gobierno en cuanto se confirme el asesinato.

– ¿Quién será el próximo líder?

– Alicia Cordero.

Antonov se quedó boquiabierto.

– ¿Una mujer? ¿Vamos a nombrar a una mujer para que gobierne Cuba después de la muerte de Fidel Castro?

– La candidata perfecta -dijo firmemente Polevoi-. Es secretaria del Comité Central y secretaria del Consejo de Estado. Más importante aún, goza de toda la confianza de Fidel y es idolatrada por el pueblo, por el éxito de sus programas económicos familiares y su fogosa oratoria. Tiene un encanto y un carisma que igualan a los de Castro. Su fidelidad a la Unión Soviética es indiscutible y tendrá todo el apoyo de los militares cubanos.

– Que trabajan para nosotros.

– Que nos pertenecen -le corrigió Polevoi.

– Entonces, estamos comprometidos.

– Sí, camarada presidente.

– ¿Y después? -preguntó Antonov.

– Nicaragua, Perú, Chile y, sí, Argentina -dijo Polevoi, entusiasmándose con su tema- Basta de revoluciones turbulentas, basta de sangrientas guerras de guerrilla. Nos infiltraremos en sus gobiernos y los corroeremos sutilmente desde dentro, cuidando de no provocar la hostilidad de los Estados Unidos. Cuando éstos despierten al fin, será demasiado tarde. Las Américas del Sur y Central serán sólidas extensiones de la Unión Soviética.

– ¿Y no del Partido? -preguntó Antonov, en tono de reproche-. ¿Olvida usted la gloria de nuestra herencia comunista, Polevoi?

– El Partido es la base sobre la que hay que construir. Pero no podemos continuar encadenados a una arcaica filosofía marxista que ha tardado cien años en demostrar que es irrealizable. Dentro de una década estaremos en el siglo veintiuno. Ha llegado la hora del frío realismo. Citaré sus propias palabras, camarada presidente, cuando dijo: «Preveo una nueva era de socialismo que barrerá del mundo el odiado azote del capitalismo.» Cuba es el primer paso para realizar su sueño de una sociedad mundial dominada por el Kremlin.

– Y Fidel Castro es la barrera en nuestro camino.

– Sí -dijo Polevoi, con una siniestra sonrisa-, pero sólo durante otras cuarenta y ocho horas.

El Air Force One despegó de la base de la Fuerza Aérea en Andrews y giró hacia el sur sobre los históricos montes de Virginia. Temprano por la mañana, el cielo era claro y azul, con sólo unas pocas y desparramadas nubes de tormenta. El coronel de aviación que había pilotado el reactor Boeing bajo tres presidentes, se elevó a once mil metros y dio la hora de llegada a Cabo Cañaveral por el intercomunicador de la cabina.

– ¿Vamos a desayunar, caballeros? -preguntó el presidente, señalando hacia un pequeño comedor recientemente instalado en el avión. Su esposa había colgado una lámpara Tiffany art déco, produciendo un ambiente informal y relajado-. Nuestra despensa contiene hasta champaña, si a alguien le apetece.

– Yo preferiría una taza de café bien caliente -dijo Martin Brogan.

Se sentó y sacó una carpeta de su cartera antes de deslizar ésta debajo de la mesa.

Dan Fawcett arrimó una silla a su lado, mientras Douglas Oates se sentaba enfrente, junto al presidente. Un sargento de la Fuerza Aérea con chaqueta blanca sirvió zumo de guayaba, bebida predilecta del presidente, y café. Cada cual pidió su desayuno y todos esperaron a que el presidente iniciase la conversación.

– Bueno -dijo éste, sonriendo-, tenemos que hablar de muchas cosas antes de aterrizar en el Cabo y felicitar a todo el mundo. Por consiguiente, empecemos. Dan, infórmenos sobre el estado del Gettysburg y de los colonos de la Luna.

– He estado toda la mañana hablando por teléfono con oficiales de la NASA -dijo Fawcett, con evidente excitación en el tono de su voz-: Como todos sabemos, Dave Jurgens pudo aterrizar en Key West por la punta de los pelos. Una notable hazaña. La estación aeronaval ha sido cerrada a todo tráfico aéreo o de tierra. Las puertas y las vallas están fuertemente custodiadas por guardias de Marina. El presidente ha ordenado una reserva temporal absoluta sobre la situación hasta que podamos anunciar la existencia de nuestra nueva base lunar.


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