Pitt miró la cara de Jessie por el espejo retrovisor. Parecía incómoda y fuera de su elemento. Un coche moderno habría sido más de su gusto. Pitt se estaba divirtiendo de veras. De momento, su afición a los coches antiguos borraba de su mente toda idea de peligro.

– ¿Cuántos kilómetros ha hecho en él? -preguntó.

– Más de seiscientos ochenta mil -respondió Figueroa.

– Todavía tiene mucha potencia.

– Si los yanquis levantasen su embargo, podría comprar accesorios nuevos y hacer que siguiese marchando. Pero no puede durar eternamente.

– ¿Tiene dificultades en los puestos de control?

– Siempre me dejan pasar sin detenerme.

– Debe tener influencia. ¿Qué hace en La Habana?

Figueroa se echó a reír.

– Soy taxista.

Pitt no trató de disimular una sonrisa. Esto era aún mejor de lo que había esperado. Se retrepó en su asiento y se relajó, disfrutando del paisaje como un turista. Trató de pensar en la vaga indicación de LeBaron sobre el paradero del tesoro de La Dorada, pero su mente estaba nublada por el remordimiento.

Sabía que en algún momento, en algún lugar de la carretera, tendría que quitarle a Figueroa el poco dinero que llevaba y robarle el coche. Esperó que no tuviera que matar al amable hombrecillo en aquella operación.

63

El presidente volvió a la Casa Blanca desde el Centro Espacial Kennedy y fue directamente al Salón Oval. Después de reunirse en secreto con Steinmetz y los colonos de la Luna y oír los entusiastas informes sobre sus exploraciones, se sentía extraordinariamente animado. Olvidando el sueño, entró solo en su despacho, dispuesto a planificar una nueva serie de operaciones especiales.

Se sentó detrás de la gran mesa y abrió un cajón inferior. Sacó un humefactor, y extrajo de él un gran cigarro. Le quitó el celofán, contempló un momento las apretadas hojas castañas de la cubierta e inhaló el fuerte aroma. Era un Montecristo, el cigarro más fino que fabricaba Cuba y que no podía ser importado en América a causa del embargo de los artículos cubanos.

El presidente confiaba en un antiguo condiscípulo de confianza para que le trajese una caja de contrabando cada dos meses, desde Canadá. Ni siquiera su esposa y sus más íntimos colaboradores conocían este escondrijo. Cortó una punta y encendió cuidadosamente la otra, preguntándose, como siempre, qué alboroto armaría el público si descubría su clandestino y ligeramente ilegal exceso.

Esta noche le importaba un comino. Estaba en plena euforia. La economía se mantenía estable y el Congreso no había aprobado unos fuertes recortes del presupuesto ni una ley de reducción de impuestos. El escenario internacional había entrado en un período de distensión, aunque fuese temporal, y las encuestas sobre la popularidad del presidente mostraban un aumento del cinco por ciento. Y ahora estaba a punto de sacar provecho político de la previsión de sus predecesores, como le había ocurrido a Nixon después del éxito del programa Apolo. La asombrosa hazaña de la colonia lunar significaría el apogeo de su administración.

Su próximo objetivo era fortalecer su imagen en los asuntos de América Latina. Castro había abierto la puerta con su ofrecimiento de un tratado. Ahora, si el presidente podía poner un pie en el umbral antes de que se cerrase de nuevo, tendría una gran oportunidad de neutralizar la influencia marxista en las Américas.

De momento, la perspectiva parecía tenebrosa. Lo más probable era que Pitt y Jessie LeBaron hubiesen sido muertos a tiros o detenidos. Si no lo habían sido, sólo tardaría horas en ocurrir lo inevitable. El único curso de acción era introducir a otra persona en Cuba para establecer contacto con Castro.

Zumbó el intercomunicador.

– ¿Sí?

– Lamento molestarle, señor presidente -dijo una telefonista de la Casa Blanca-, pero el señor Brogan acaba de llamar y dice que es urgente que hable con usted.

– Muy bien. Póngame con él.

Se oyó un ligero chasquido y Martin Brogan dijo:

– ¿Le he pillado en la cama?

– No, todavía estoy levantado. ¿Qué es eso tan importante que no puede esperar hasta mañana?

– Todavía estoy en Andrews. Mi delegado me estaba esperando con un documento traducido que fue encontrado en Cayo Santa María. Contiene un material muy delicado.

– ¿Puede decirme de qué se trata?

– Los rusos van a eliminar a Castro pasado mañana. La operación lleva el nombre en clave de «Ron y Cola». Se explica en detalle cómo los agentes soviéticos se apoderarán del Gobierno cubano.

El presidente observó el humo azul del cigarro habano que se elevaba en volutas hacia el techo.

– Van a hacer su operación antes de lo que nos imaginábamos -dijo reflexivamente-. ¿Cómo pretenden eliminar a Castro?

– Ésta es la parte más espantosa del plan -dijo Brogan-. La rama GRU de la KGB pretende volar la ciudad con él.

– ¿La Habana?

– Un buen pedazo de ella.

– Jesús! ¿Está hablando de una bomba nuclear?

– Si he de ser sincero, debo decir que el documento no expresa el medio exacto, pero está claro que alguna clase de ingenio explosivo capaz de arrasar diez kilómetros cuadrados está siendo introducido en el puerto.

La noticia desalentó al hasta ahora animado presidente.

– ¿Da el documento el nombre del barco?

– Menciona tres barcos, pero ninguno por su nombre.

– ¿Y cuando se pretende provocar la explosión?

– Durante una ceremonia del Día de la Educación. Los rusos cuentan con que Castro se presentará de improviso y pronunciará su acostumbrada arenga de dos horas.

– No puedo creer que Antonov participe en este horror. ¿Por qué no enviar un equipo local de pistoleros que acabe con Fidel Castro? ¿Qué van a ganar quitando la vida a cien mil víctimas inocentes?

– Castro es una figura sagrada para los cubanos -explicó Brogan-. Para nosotros puede ser un comunista de chiste, pero para ellos es un dios venerado. Un sencillo asesinato provocaría una tremenda oleada de odio contra las personas respaldadas por los soviéticos que le sustituirían. Pero una gran catástrofe daría a los nuevos líderes un motivo para pedir la unidad y una causa para incitar al pueblo a cerrar filas detrás del nuevo Gobierno,: sobre todo si se demostrase que los Estados Unidos, y en particular la CÍA, eran los culpables.

– Todavía no puedo concebir un plan tan monstruoso.

– Le aseguro, señor presidente, que todo consta por escrito. -Brogan hizo una pausa para recorrer con la mirada una página del documento-. Lo más extraño es que el escrito es vago en lo tocante a los detalles de la explosión, pero muy concreto al exponer cómo debe realizarse, paso a paso, la campaña de propaganda para culparnos a nosotros. Incluso consigna los nombres de los cómplices de los soviéticos y las posiciones que van a ocupar después de que hayan tomado el poder. Tal vez le interesará saber que Alicia Cordero va a ser la nueva presidenta.

– ¡Que Dios nos ampare! Es dos veces más fanática que Fidel.

– En todo caso, los soviéticos saldrán ganando, y nosotros, perdiendo.

El presidente dejó el cigarro en un cenicero y cerró los ojos. Nunca terminan los problemas, murmuró para sí. Cada uno engendra otro. Los triunfos de mi cargo no son muy duraderos. La presión y las frustraciones nunca cesan.

– ¿Nuestra Armada puede detener los barcos? -preguntó.

– Según el calendario previsto, dos de ellos habrán atracado ya en La Habana -respondió Brogan-. El tercero debería entrar en el puerto en cualquier momento. Yo tuve la misma idea, pero ya es demasiado tarde.

– Debemos conseguir los nombres de esos barcos.

– He encargado ya a mi gente que compruebe todas las llegadas de barcos al puerto de La Habana. Espero que los hayan identificado dentro de una hora.

– Y precisamente ha elegido Castro estos días para ocultarse -dijo desesperado el presidente.

– Le hemos encontrado.

– ¿Dónde?

– En su retiro del campo. Ha roto todo contacto con el mundo exterior. Ni siquiera sus consejeros más íntimos ni los peces gordos soviéticos pueden comunicar con él.

– ¿A quién tenemos en nuestro equipo que pueda encontrarse cara a cara con él?

Brogan lanzó un gruñido.

– A nadie.

– Tiene que haber alguien a quien podamos enviar.

– Si Castro estuviese de un humor comunicativo, podría pensar al menos en diez personas que están a nuestro sueldo y que podrían entrar a verle por la puerta principal. Pero no como están ahora las cosas.

El presidente jugueteó con su cigarro, buscando a tientas una inspiración.

– ¿En cuántos cubanos puede confiar, en La Habana, que trabajen en los muelles y tengan experiencia marítima?

– Tendría que comprobarlo.

– Una suposición.

– Calculándolo por encima, tal vez quince o veinte.

– Está bien -dijo el presidente-. Reúnales a todos. Haga que de alguna manera suban a bordo de aquellos barcos, y que descubran cuál es el que lleva la bomba.

– Para desactivarla, necesitaremos alguien que sepa lo que se trae entre manos.

– Cruzaremos ese puente cuando sepamos dónde está oculta la bomba.

– Un día y medio no es mucho tiempo -dijo lúgubremente Brogan-. Será mejor que concentremos nuestra atención en deshacer el lío que se armará después.

– Lo que tiene usted que hacer es empezar a mover los hilos. Manténgame informado cada dos horas. Haga que todos los agentes que tenemos en Cuba se dediquen a este asunto.

– ¿Y si advirtiésemos a Castro?

– Esto me corresponde a mí. Yo cuidaré de ello.

– Que tenga suerte, señor presidente.

– Lo mismo le deseo, Martin.

El presidente colgó el teléfono. Su cigarro se había apagado. Volvió a encenderlo y después descolgó el teléfono de nuevo y llamó a Ira Hagen.

64

El guardia era joven, no tendría más de dieciséis años, era abnegado y fiel servidor de Fidel Castro y entregado a la vigilancia revolucionaria. Dándose importancia y con arrogancia oficial se acercó a la ventanilla del coche, con el rifle colgado de un hombro, y pidió que le mostrasen los documentos de identidad.

– Tenía que ocurrir -murmuró Pitt en voz baja.

Los guardias de los tres primeros puestos de control habían hecho perezosamente seña a Figueroa de que siguiese su camino, en cuanto les hubo mostrado su permiso de taxista. Eran campesinos que habían elegido la rutina de una carrera militar en vez de un trabajo sin porvenir en los campos o en las fábricas. Y como todos los soldados de todos los países del mundo, encontraban tedioso el servicio de vigilancia y con frecuencia prescindían de toda precaución, salvo cuando se presentaban sus superiores en visita de inspección.


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