– Bueno, veamos si puedo bajar de los ochenta -dijo el presidente, con los ojos brillantes por la esperanza de conseguir un buen resultado.

Salazar no dijo nada y le dio simplemente un driver.

El presidente tomó el palo y lo miró, perplejo.

– Es un agujero corto. ¿No crees que sería suficiente un número tres?

Mirando al suelo, con el sombrero ocultando su expresión, Salazar sacudió en silencio la cabeza.

– Tú eres el maestro -dijo amablemente el presidente.

Se acercó a la pelota, cerró los dedos sobre el palo, lo levantó hacia atrás y lo descargó hábilmente, pero la pelota siguió un trayecto bastante raro. Pasó por encima de la calle y aterrizó a considerable distancia, más allá del green.

Una expresión de perplejidad se pintó en la cara del presidente al regresar al tee y subir al cochecito eléctrico.

– Es la primera vez que me has dado un palo equivocado.

El caddy no respondió. Apretó el pedal de la batería y dirigió el vehículo hacia el décimo green. Al llegar a la mitad de la calle, se inclinó hacia adelante y colocó un pequeño paquete en el tablero, precisamente delante del presidente.

– ¿Has traído un bocadillo por si tienes hambre? -preguntó, campechano, el presidente.

– No, señor; es una bomba.

El presidente frunció un poco el entrecejo, con irritación.

– La broma no tiene gracia, Reggie…

Se interrumpió de pronto al ver que se levantaba el sombrero de paja y descubrir los ojos azules de un completo desconocido.

3

– Tenga la bondad de mantener los brazos en su posición actual -dijo el desconocido con naturalidad-. Conozco la señal con la mano que le dijeron que hiciese a los del Servicio Secreto si creía que su vida estaba en peligro.

El presidente permaneció sentado como un tronco, incrédulo, más curioso que asustado. No confiaba en encontrar las palabras adecuadas si era el primero en hablar. Sus ojos no se apartaban del paquete.

– Es una estupidez -dijo al fin-. No vivirá para disfrutarlo.

– Esto no es un asesinato. No sufrirá ningún daño si sigue mis instrucciones. ¿De acuerdo?

– Tiene usted muchas agallas, míster.

El desconocido hizo caso omiso de la observación y siguió hablando en el tono de un maestro de escuela que recitara las normas de conducta a sus alumnos.

– La bomba es capaz de destrozar cualquier cuerpo que se encuentre dentro de un radio de veinte metros. Si intenta usted avisar a sus guardaespaldas, la haré estallar con un control electrónico que llevo sujeto a la muñeca. Por favor, continúe jugando al golf como si no ocurriese nada extraordinario.

Detuvo el vehículo a varios metros de la pelota, se apeó sobre la hierba y miró con cautela a los agentes del Servicio Secreto, comprobando que parecían más interesados en escrutar los bosques de los alrededores. Entonces buscó en la bolsa y sacó un palo del seis.

– Es evidente que no sabe nada de golf-dijo el presidente, ligeramente complacido por poder adquirir cierto control-. Esto requiere un chip. Déme un palo del nueve.

El intruso obedeció y se quedó plantado a un lado mientras el presidente lanzaba la pelota al green y la empujaba después hasta el hoyo. Cuando arrancaron hacia el tee siguiente, estudió al hombre que se sentaba a su lado.

Los pocos cabellos grises que podían verse debajo del sombrero de paja, y las patas de gallo, revelaban una edad próxima a los sesenta años. El cuerpo era delgado, casi frágil; las caderas, estrechas, y su aspecto parecido al de Reggie Salazar, salvo que era un poco más alto. Las facciones eran estrechas y vagamente escandinavas. La voz era educada; los modales fríos y los hombros cuadrados sugerían una persona acostumbrada a hacer uso de la autoridad; sin embargo, no había indicios de crueldad o de maldad.

– Tengo la loca impresión -dijo tranquilamente el presidente- de que ha preparado esta intrusión para apuntarse un tanto.

– No tan loca. Es usted muy astuto, pero no podía esperar menos de un hombre tan poderoso.

– ¿Quién diablos es usted?

– Mientras conversamos puede llamarme Joe. Y le ahorraré muchas preguntas sobre el objeto de todo esto cuando lleguemos al tee. Allí hay un cuarto de aseo. -Hizo una pausa y sacó una carpeta de debajo de la camisa, empujándola sobre el asiento hacia el presidente-. Entre en él y lea rápidamente el contenido. No tarde más de ocho minutos. Si pasara de este tiempo, podría despertar sospechas en sus guardaespaldas. No hace falta que le diga las consecuencias.

El cochecito eléctrico redujo la marcha y se detuvo. Sin decir palabra, el presidente entró en el lavabo, se sentó en el water y empezó a leer. Exactamente ocho minutos más tarde, salió y su cara era una máscara de perplejidad.

– ¿Qué broma insensata es ésta?

– No es ninguna broma.

– No comprendo por qué ha llevado las cosas a este extremo para obligarme a leer una historieta de ciencia-ficción.

– No es ficción.

– Entonces tiene que ser alguna clase de engaño.

– La Jersey Colony existe -dijo pacientemente Joe.

– Sí, y también la Atlántida.

Joe sonrió irónicamente.

– Acaba usted de ingresar en un club muy exclusivo. Es el segundo presidente que ha sido informado del proyecto. Ahora le sugiero que dé el primer golpe y le describiré el panorama mientras sigue usted jugando. No será una descripción completa porque tenemos poco tiempo. Además, no es necesario que conozca algunos detalles.

– Ante todo, tengo que hacerle una pregunta. Lo menos que puede hacer es contestarla.

– Está bien.

– ¿Qué ha sido de Reggie Salazar?

– Está durmiendo profundamente en la caseta de los caddies.

– Que Dios lo ampare si miente.

– ¿Qué palo? -preguntó tranquilamente Joe.

– Para un golpe corto. Déme un cuatro.

El presidente golpeó mecánicamente la pelota, pero ésta voló recta, dio en el suelo y rodó hasta tres metros del hoyo. Arrojó el palo a Joe y se sentó pesadamente en el vehículo, esperando.

– Bien, veamos… -empezó a decir Joe, mientras aceleraba hacia el green-. En 1963, sólo dos meses antes de su muerte, el presidente Kennedy se reunió en su casa de Hyannis Port con un grupo de nueve hombres que le propusieron un proyecto secretísimo para ser desarrollado a la sombra del programa para colocar un hombre en el espacio. Formaban un «círculo privado» de brillantes y jóvenes científicos, grandes hombres de negocios, ingenieros y políticos, que habían logrado éxitos extraordinarios en sus respectivos campos. A Kennedy le gustó la idea y llegó al extremo de crear una agencia del Gobierno que actuaba como fachada para invertir dinero federal en la que había de llamarse en clave Jersey Colony. El capital fue completado por los hombres de negocios, que establecieron un fondo que igualó al del Gobierno hasta el último dólar. Para las investigaciones, se utilizaron edificios ya existentes, generalmente viejos almacenes, desparramados en todo el país. Así se ahorraron millones en el costo inicial y se evitaron preguntas de los curiosos sobre la nueva construcción de un gran centro de estudios.

– ¿Cómo se mantuvo secreta la operación? -preguntó el presidente-. Tenía que haber filtraciones.

Joe se encogió de hombros.

– Una técnica sencilla. Los equipos de investigación tenían sus propios proyectos predilectos. Cada cual trabajaba en un lugar diferente. El antiguo sistema de hacer que una mano no sepa lo que hace la otra. La quincalla se encargaba a pequeños fabricantes. Algo elemental. Lo difícil era coordinar los esfuerzos ante las narices de la NASA sin que su gente no supiese lo que estaba pasando. Así, se enviaron falsos oficiales a los centros espaciales de Cabo Cañaveral y Houston, y también uno al Pentágono para impedir investigaciones enojosas.

– ¿Me está usted diciendo que el Departamento de Defensa no sabe nada de esto?

Joe sonrió.

– Esto fue lo más fácil. Un miembro del «círculo privado» era un alto oficial de Estado Mayor, cuyo nombre no le interesa. No fue problema para él enterrar otra misión en el laberinto del Pentágono.

Joe se interrumpió cuando echaron a andar detrás de la pelota. El presidente dio otro golpe como un sonámbulo. Volvió al cochecito y miró fijamente a Joe.

– Parece imposible que pudiesen vendarse completamente los ojos a la NASA.

– También uno de los directores clave de la Administración del Espacio pertenecía al «círculo privado». Preveía también que una base permanente con infinitas oportunidades era preferible a unos pocos viajes temporales de naves tripuladas a la superficie lunar. Pero se daba cuenta de que la NASA no podía realizar al mismo tiempo dos programas tan complicados y caros, por lo que se hizo miembro de la Jersey Colony. El proyecto se mantuvo en secreto para que no hubiese interferencias del Poder Ejecutivo, del Congreso o de los militares. Tal como se desarrollaron las cosas, fue una sabia decisión.

– Y la conclusión es que los Estados Unidos tienen una sólida base en la Luna.

Joe asintió solemnemente.

– Sí, señor presidente, es exactamente esto.

El presidente no acababa de comprender del todo la enormidad de la idea.

– Es increíble que un proyecto tan vasto pudiese realizarse detrás de una cortina impenetrable de secreto, desconocido y no descubierto durante veintiséis años:

Joe miró fijamente la calle.

– Tardaría un mes en describir los problemas, los obstáculos y las tragedias que hubo que superar; los adelantos científicos y de ingeniería requeridos por un proceso de reducción de hidrógeno para hacer agua, para fabricar un aparato de extracción de oxígeno, y construir una planta de generación de energía cuya turbina es accionada por nitrógeno líquido; para la acumulación de materiales y equipos lanzados a una órbita determinada por una agencia espacial particular patrocinada por el «círculo privado»; para la construcción de un vehículo de transporte lunar que enlazara la órbita terrestre con la Jersey Colony.

– ¿Y todo se hizo ante las narices de todos los encargados de nuestro programa espacial?

– Los que se anunciaban como complicados satélites de comunicación eran piezas disfrazadas del vehículo de transferencia lunar y, en cada una de ellas, viajaba un hombre en una cápsula interna. No entraré en los diez años de planificación ni en la enorme complejidad de la cooperación para reunir aquellas piezas en uno de nuestros abandonados laboratorios espaciales, que fue empleado como base para el montaje del vehículo. Ni en la hazaña que supuso la invención de un motor eléctrico solar ligero y eficaz, que empleaba oxígeno como medio de propulsión. Pero la tarea fue realizada con éxito.


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