ABRAHAM.-Hidalgo, ¿os chupáis el dedo porque nosotros pasamos?
SANSÓN.- (A Gregorio)¿Estamos dentro de la ley, diciendo que sí?
GREGORIO.- (A Sansón)No por cierto.
SANSÓN.-Hidalgo, no me chupaba el dedo porque vosotros pasabais, pero la verdad es que me lo chupo.
GREGORIO.-¿Queréis armar cuestión hidalgo?
ABRAHAM.-Ni por pienso, señor mío.
SANSÓN.-Si queréis armarla, aquí estoy a vuestras órdenes. Mi amo es tan bueno como el vuestro.
ABRAHAM.-Pero mejor, imposible.
SANSÓN.-Está bien, hidalgo.
GREGORIO.- (A Sansón.)Dile que el nuestro es mejor, porque aquí se acerca un pariente de mi amo.
SANSÓN.-Es mejor el nuestro, hidalgo.
ABRAHAM.-Mentira.
SANSÓN.-Si sois hombre, sacad vuestro acero. Gregorio: acuérdate de tu sabia estocada. (Pelean.) (Llegan Benvolio y Teobaldo.)
BENVOLIO.-Envainad, majaderos. Estáis peleando, sin saber por qué.
TEOBALDO.-¿Por qué desnudáis los aceros? Benvolio, ¿quieres ver tu muerte?
BENVOLIO.-Los estoy poniendo en paz. Envaina tú, y no busques quimeras.
TEOBALDO.-¡Hablarme de paz, cuando tengo el acero en la mano! Más odiosa me es tal palabra que el infierno mismo, más que Montesco, más que tú. Ven, cobarde. (Reúnese gente de uno y otro bando. Tráhase la riña)
CIUDADANOS.-Venid con palos, con picas, con hachas. ¡Mueran Capuletos y Montescos! (Entran Capuleto y la señora de Capuleto.)
CAPULETO.-¿Qué voces son ésas? Dadme mi espada.
SEÑORA.-¿Qué espada? Lo que te conviene es una muleta.
CAPULETO.-Mi espada, mi espada, que Montesco viene blandiendo contra mi la suya tan vieja como la mía. (Entran Montesco y su mujer.)
MONTESCO.-¡Capuleto infame, déjame pasar, aparta!
SEÑORA.-No te dejaré dar un paso más. (Entra el Príncipe con su séquito.)
PRINCIPE.-¡Rebeldes enemigos de la paz, derramadores de sangre humana! ¿No queréis oír? Humanas fieras que apagáis en la fuente sangrienta de vuestras venas el ardor de vuestras iras, arrojad en seguida a tierra las armas fratricidas, y escuchad mi sentencia. Tres veces, por vanas quimeras y fútiles motivos, habéis ensangrentado las calles de Verona, haciendo a sus habitantes, aun los más graves e ilustres, empuñar las enmohecidas alabardas, y cargar con el hierro sus manos envejecidas por la paz. Si volvéis a turbar el sosiego de nuestra ciudad, me responderéis con vuestras cabezas. Basta por ahora; retiraos todos. Tú, Capuleto, vendrás conmigo. Tú, Montesco, irás a buscarme dentro de poco a la Audiencia, donde te hablaré más largamente. Pena de muerte a quien permanezca aquí. (Vase.)
MONTESCO.-¿Quién ha vuelto a comenzar la antigua discordia? ¿Estabas tú cuando principió, sobrino mío?
BENVOLIO.-Los criados de tu enemigo estaban ya lidiando con los nuestros cuando llegué, y fueron inútiles mis esfuerzos para separarlos. Teobaldo se arrojó sobre mí, blandiendo el hierro que azotaba el aire despreciador de sus furores. Al ruido de las estocadas acorre gente de una parte y otra, hasta que el Príncipe separó a unos y otros.
SEÑORA DE MONTESCO.-¿Y has visto a Romeo? ¡Cuánto me alegro de que no se hallara presente!
BENVOLIO.-Sólo faltaba una hora para que el sol amaneciese por las doradas puertas del Oriente, cuando salí a pasear, solo con mis cuidados, al bosque de sicomoros que crece al poniente de la ciudad. Allí estaba tu hijo. Apenas le vi me dirigí a él, pero se internó en lo más profundo del bosque. Y como yo sé que en ciertos casos la compañía estorba, seguí mi camino y mis cavilaciones, huyendo de él con tanto gusto como él de mí.
SEÑORA DE MONTESCO.-Dicen que va allí con frecuencia a juntar su llanto con el rocío de la mañana y contar a las nubes sus querellas, y apenas el sol, alegría del mundo, descorre los sombríos pabellones del tálamo de la aurora, huye Romeo de la luz y torna a casa, se encierra sombrío en su cámara, y para esquivar la luz del día, crea artificialmente una noche. Mucho me apena su estado, y sería un dolor que su razón no llegase a dominar sus caprichos.
BENVOLIO.-¿Sospecháis la causa, tío?
MONTESCO.-No la sé ni puedo indagarla.
BENVOLIO.-¿No has podido arrancarle ninguna explicación?
MONTESCO.-Ni yo, ni nadie. No sé si pienso bien o mal, pero él es el único consejero de sí mismo. Guarda con avaricia su secreto y se consume en él, como el germen herido por el gusano antes de desarrollarse y encantar al sol con su hermosura. Cuando yo sepa la causa de su mal, procuraré poner remedio.
BENVOLIO.-Aquí está. O me engaña el cariño que le tengo, o voy a saber pronto la causa de su mal.
MONTESCO.-¡Oh, si pudieses con habilidad descubrir el secreto! Ven, esposa. (Entra Romeo.)
BENVOLIO.-Muy madrugador estás.
ROMEO.-¿Tan joven está el día?
BENVOLIO.-Aún no han dado las nueve.
ROMEO.-¡Tristes horas, cuán lentamente camináis! ¿No era mi madre quien salía ahora de aquí?
BENVOLIO.-Sí por cierto. Pero ¿qué dolores son los que alargan tanto las horas de Romeo?
ROMEO.-El carecer de lo que las haría cortas.
BENVOLIO.-¿Cuestión de amores?
ROMEO.-Desvíos.
BENVOLIO.-¿De amores?
ROMEO.-Mi alma padece el implacable rigor de sus desdenes.
BENVOLIO.-¿Por qué el amor que nace de tan débiles principios, impera luego con tanta tiranía?
ROMEO.-¿Por qué, si pintan ciego al amor, sabe elegir tan extrañas sendas a su albedrío? ¿Dónde vamos a comer hoy? ¡Válgame Dios! Cuéntame lo que ha pasado. Pero no, ya lo sé. Hemos encontrado el amor junto al odio; amor discorde, odio amante! rara confusión de la naturaleza: caos sin forma, materia grave a la vez que ligera, fuerte y débil, humo y plomo, fuego helado, salud que fallece, sueño que vela, esencia incógnita. No puedo acostumbrarme a tal amor. ¿Te ríes? ¡Vive Dios!…
BENVOLIO.-No, primo. No me río, antes lloro.