La tercera biblioteca se la regalé a la casa de cultura de Paranaisk en el cincuenta y cinco, cuando regresé de Kamchatka.

¿Cómo pude decidirme entonces a solicitar que me licenciaran? En aquella época no era nadie, no sabía hacer nada, no conocía la vida civil, llevaba sobre mis espaldas la carga de una esposa caprichosa y a la bella Katia de rizos dorados... No, de haber visto que el ejército me prometía algo bueno, nunca me hubiera arriesgado. Pero en el ejército no me esperaba nada: en aquella época yo era joven y orgulloso, me aterrorizaba imaginarme como un simple tenientillo, el mismo traductor de siempre, en la división de siempre, durante todos los años que me quedaban por delante.

Es extraño que nunca escriba sobre esos años. Es un material que le interesaría a cualquier lector. Cualquier lector lo compraría de buena gana, sobre todo si estuviera escrito de esa manera moderna y audaz que hace tiempo no soporto, pero que, por causas que desconozco, gusta mucho. Por ejemplo:

La cubierta delKoñey-maru estaba resbaladiza y apestaba a pescado podrido y a nabos en salmuera. Los cristales de la cabina estaban rotos, protegidos con tiras de papel engomado.

(Lo que más valor tiene es describir, describir, describir. Los cristales estaban rotos, los labios estaban deformados...)

Valentín, con el fusil automático pegado al pecho, entró en la cabina.

- Sal de ahí,sentyo —dijo, severo.

El capitán compareció ante nosotros. Era viejo y jorobado, su rostro carecía de vello, y bajo la quijada colgaban unos ralos pelos canosos. Llevaba la cabeza cubierta por un pañuelo con ideogramas rojos, y el lado derecho de su chaqueta azul también lucía ideogramas, sólo que blancos. Se abrigaba los pies con calcetines gruesos, cálidos. El capitán se nos acercó, juntó las manos ante el pecho e hizo una reverencia.

- Pregúntale si sabe que se ha metido en nuestras aguas -ordenó el mayor.

Lo hice y el capitán respondió que no lo sabía.

- Pregúntale si sabe que la pesca dentro del límite de doce millas está prohibida -ordenó el mayor.

(Esto también se valora: ordenó, ordenó, ordenó.)

Se lo pregunté. El capitán respondió que lo sabía, sus labios se abrieron, mostrando los escasos dientes amarillentos.

- Dile que tanto el barco como la tripulación están bajo arresto -ordenó el mayor.

Traduje. El capitán comenzó a asentir sin parar, o quizá sufriera de convulsiones de cabeza. Volvió a juntar las manos ante el pecho y comenzó a hablar, rápido y con claridad.

- ¿Qué dice? -preguntó el mayor.

Según lo que podía comprender, el capitán rogaba que dejaran partir al barco. Decía que no podían retornar a casa sin pescado, que todos morirían de hambre. Hablaba en algún dialecto, en lugar de «ki», decía «xi», en lugar de «tzu» decía «tu», y resultaba muy difícil entenderlo...

A veces pienso que podría escribir resmas de cosas así. Pero lo más probable es que no pueda. Sólo se pueden escribir resmas de aquello que no te importa en absoluto.

Una semana después, cuando nos despedimos, el capitán del barco pesquero me regaló un tomito de Kikutikan y El hombre sombra,de Edogawa. Ahí están, uno junto al otro. A la casa de cultura de Paranaisk no le hacían ninguna falta. El hombre sombrafue el primer libro japonés que leí de principio a fin. Me encanta Hirai Taro, por algo escogió ese seudónimo, Edogawa Rampo, o sea, Edgar Allan Poe.

Klara se quedó con la cuarta biblioteca. Y que Dios las acompañe a las dos. Es una tontería imperdonable registrar ahora esos rincones. Cuántas veces me juré no tocar ni siquiera mentalmente aquello que supone para mí humillación y ofensa. Siempre le debo algo a alguien, o no he cumplido alguna promesa, he dejado mal a alguien, he echado a perder los planes de alguien... ¿Y no será porque se me ha ocurrido considerarme un gran escritor al que todo le está permitido?

Y tan pronto recordé esta inevitable maldición mía, comenzó a sonar el teléfono. Nuestro presidente, Fiódor Mijéievich, con una voz en la que se percibía claramente la irritación, me preguntó cuándo tenía la intención de pasar por la calle Bánnaia.

—Qué desperdicio, Félix Alexándrovich —me decía—. Es la cuarta vez que te llamo —decía—, y no haces el menor caso. Y nadie te está mandando a descargar patatas podridas, tú, emborronador de cuartillas. A los científicos los mandan allí, a los doctores en ciencias, pero a ti sólo se te pide que pases por la Bánnaia y que entregues diez cuartillas mecanografiadas, por hacerlas no te quedarás manco. Y no es para que alguien se divierta, no —me decía—, no se trata del tonto capricho de cualquiera, sino que tú mismo votaste por ayudar a los científicos, a esos lingüistas, a esos matemáticos cibernéticos... No has cumplido... nos has hecho quedar mal... has echado a perder... no sé quién te crees que eres...

¿Qué podía hacer yo? Prometí una vez más que aquel mismo día pasaría por allí, y al otro lado del hilo colgaron con ira, con reproche. Me apresuré a servirme los restos de vino y bebí para calmarme, mientras pensaba con desesperada claridad que el día anterior debía haber comprado coñac, y no aquel vino asqueroso. O, mejor todavía, vodka de trigo.

Se trataba de que el otoño anterior, nuestro secretariado decidió satisfacer la petición de cierto instituto lingüístico, creo que de investigaciones científicas, de que todos los escritores moscovitas presentaran varias páginas de sus manuscritos para unas investigaciones especiales, algo relacionado con la teoría de la información, con una cosa llamada entropía del lenguaje... Ninguno de nosotros entendió bien de qué se trataba, con excepción quizá de Garik Aganián quien, según dicen, lo comprendió pero no pudo explicárselo a nadie. Sólo entendimos que ese instituto necesitaba la mayor cantidad posible de escritores, y lo demás no tenía importancia: ni cuántas páginas, ni qué páginas, ni qué contenido, nada, sólo había que ir a verlos a la calle Bánnaia, cualquier día laborable, de nueve a cinco. En aquel momento nadie tuvo objeciones, todo lo contrario, muchos se sintieron halagados de participar en el progreso científico-técnico; así que, según se comenta, en la Bánnaia los primeros días hubo cola y hasta algún que otro escándalo. Y después, todo se disolvió, se olvidó, y ahora el pobre de Fiódor Mijéievich nos molesta una vez al mes, a veces antes, nos avergüenza e insulta por teléfono y cuando nos pesca, en persona.

Por supuesto, no es bueno atravesarse en el camino del progreso científico-técnico, y por otra parte, somos personas como las demás: voy por la calle Bánnaia y recuerdo que debo pasar por el Instituto, pero no llevo conmigo el manuscrito; o tengo el manuscrito en el bolsillo, me dirijo precisamente hacia la Bánnaia y de alguna extraña manera termino en el club. Yo explico todas estas misteriosas desviaciones debido a que, según creo, no es posible considerar con seriedad este invento de nuestro secretariado, al igual que muchas otras ocurrencias suyas. Pero, ¿qué entropía del lenguaje puede haber aquí, junto al río Moscova? Y sobre todo, ¿qué tengo que ver yo con eso?


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