Leí dos veces la carta y al rato me descubrí sonriendo con benevolencia y enrollándome el bigote con las dos manos. Sinceramente, no me acordaba para nada de aquel japonés, pero de todos modos sentía ahora hacia él la más viva simpatía y quizá, incluso, agradecimiento. Así que mis cuentos infantiles habían llegado hasta Japón. Como se dice, boku-no otogibanasi-wa Nippon-madae-mo yatto tassimazta...

Me dominaban diversas sensaciones, que llegaban hasta la admiración hacia mí mismo. Y en aquella oleada de sentimientos no me costaba trabajo detectar una gélida corriente de cruel alegría malévola. De nuevo recordé las sonrisas irónicas y las perplejas preguntas retóricas, las reseñas críticas, los saludos de borrachos y los consejos groseros: «¿Qué te pasa, viejo? ¿Te has vuelto gaga?». Por supuesto, todo había quedado en el pasado, pero al parecer, yo no había olvidado nada. Ni a nadie. Y en ese momento me vino a la memoria el hecho de que cuando doy una conferencia en una casa de cultura o en una empresa, si alguno de los presentes me conoce no es por ser el autor de Camaradas oficiales,y tampoco por haber escrito innumerables artículos sobre el ejército, sino precisamente por ser el creador de los Cuentos infantiles modernos.Y a menudo me envían notitas:

¿No es usted pariente del Sorokin que escribióCuentos infantiles modernos?

Recordé que en el sobre había dos cuartillas, saqué la segunda y le eché un vistazo. Al principio, las dudas de Ryu Takami me divirtieron, pero a los pocos minutos comprendí que lo que tenía por delante no era nada divertido.

Tendría que explicar por escrito a un japonés el significado de expresiones tales como «quedar para el arrastre», «florecer, como rosa de mayo», «merienda de negros», «echarse un lingotazo» y cosas así. Pero eso era sólo la mitad del problema, y a fin de cuentas no resultaba tan difícil explicarle a un japonés que «banana», en el argot de los escolares rusos, significaba «desaprobado como nota, entre paréntesis calificación», y que «mortal» únicamente quería decir «estupendo», «magnífico». Mas ¿qué hacer con expresiones como «le hizo la higa»? En primer lugar, es necesario establecer definitivamente la diferencia entre la higa y el fruto de la higuera, para que Takami no crea que las palabras «toma una higa» significa «te traigo como regalo un dulce higo maduro». Y en segundo lugar, para un japonés la higa no significa lo mismo que para un europeo, o para un ruso al menos. Hubo una época en Japón en que las damas que hacían la calle mostraban aquel sencillo gesto a los clientes, indicando con ello que estaban disponibles para el servicio...

No me di cuenta de que aquella tarea me había cautivado.

En general, no me gusta escribir cartas y me puse como norma responder sólo aquellas que plantearan alguna pregunta. Pero la carta de Ryu Takami no se limitaba a plantear simples preguntas, sino preguntas importantes, relativas a temas en los que yo mismo estaba interesado. Por eso me levanté del escritorio sólo cuando terminé la respuesta, la mecanografié (sacando de la máquina de escribir una página a medias de un guión), la metí en un sobre y escribí la dirección.

Ahora tenía al menos dos motivos para salir de casa.

Me vestí, subí la cremallera de las botas con cierto esfuerzo, metí cincuenta rublos en el bolsillo de mi chaqueta, y en ese momento sonó el teléfono.

Siempre me decía a mí mismo: no descuelgues el teléfono cuando te dispones a salir de casa y ya te has vestido. Pero podía ser que Rita hubiera vuelto de su viaje de trabajo, ¿cómo no responder al teléfono? Lo hice, y en ese momento me arrepentí, pues no se trataba de Rita, sino de Lionia Bárinov, apodado Jerbo.

Tengo varios amigos que se especializan en llamadas telefónicas inoportunas. Por ejemplo, Slava Krutoiarski me llama únicamente en el momento en que estoy tomando la sopa. Puede tratarse de un borscho de una solianka.Lo fundamental es que me haya tomado la mitad, para que la otra mitad se enfríe en el plato durante la conversación telefónica. Garik Aganián escoge el momento en que estoy sentado en el water y, para más inri, espero una llamada importante. Pero Lionia Bárinov tiene otra especialidad: llama cuando me dispongo a salir y ya me he puesto el abrigo; o cuando tengo la intención de darme una ducha y estoy totalmente desnudo; o muy temprano en la mañana, a eso de las siete, llama y con una temblorosa voz de bajo pregunta: «¿Cómo estás?».

—¿Cómo estás? —me preguntó con su voz de ultratumba Lionia Bárinov, apodado Jerbo.

—Salgo en este momento —dije con sequedad, pero fue una jugada errónea.

—¿Adónde vas? —preguntó al instante.

—Lionia —ahora, mi tono era implorante—, ¿no sería mejor que te llamara más tarde? ¿O se trata de algo importante?

Por supuesto, Lionia llamaba por un asunto importante. Se trataba de que hasta él había llegado el rumor (hasta él siempre llegaba algún rumor) de que, a todos los escritores que no habían publicado nada en los dos últimos años, los iban a echar del gremio. ¿Había oído yo algo en este sentido? ¿De verdad que no me habían comentado nada? ¿Y no sería que no le había prestado atención? Porque yo nunca presto atención, y por eso los acontecimientos me sorprenden... ¿O quizá no expulsen a nadie, sino se limiten a retirar los pases de acceso al club? ¿Qué pensaba yo de eso?

Le dije qué pensaba.

—No seas grosero —repuso Lionia, conciliador—. Está bien. ¿Y adonde vas?

Le dije que iba a echar un certificado al correo, y después iría a la calle Bánnaia. A Lionia no le interesó nada de aquello.

—¿Y de ahí, adonde irás? —preguntó.

Le dije que, con toda seguridad, después iría al club.

—¿Y para qué vas hoy al club?

A punto de estallar, le respondí que tenía cosas que hacer allí: cortar leña y limpiar los conductos de la calefacción.

—Otra grosería —pronunció Lionia con tristeza—. ¿Por qué sois todos tan groseros? Todos sois unos groseros. Bueno, si no quieres hablar por teléfono, está bien. Me lo cuentas en el club. Pero ten en cuenta que no tengo dinero...

Finalmente colgué y me quedé mirando por la ventana. Se había hecho de noche, ya era hora de encender la luz. Estaba sentado junto al escritorio, con abrigo y gorro de piel, con mis botas cálidas y pesadas. Y ahora no tenía el menor deseo de ir a ninguna parte. A fin de cuentas, la carta para Japón no tenía por qué certificarla, no se perdería, bastaba con ponerle más sellos y echarla al buzón. Y la calle Bánnaia estaría ahí mañana, no iba a desaparecer... Se había desencadenado una tormenta de nieve, apenas se veía nada. El edificio de enfrente se había convertido en unas difusas luces amarillas. Pero quedarme aquí sentado, sin comer, con doscientos rublos en el bolsillo, era también una tontería y un despilfarro. Bajaría un momento; de todos modos ya tenía puesto el abrigo.

Y bajé a nuestra dulcería. A nuestra extraña dulcería, donde a la izquierda del mostrador florecen las tartas de crema, y a la derecha brillan las filas de botellas de licor. Allí, a la izquierda se amontonan las ancianas, las damas y los niños, y a la derecha, en ordenada cola, están los señores distinguidos, con portafolios o maletines, junto a otros hermanos de raciocinio, que hablan con excitación, presintiendo inminentes placeres gustativos. De la izquierda no necesitaba nada, pero compré en la derecha una botella de coñac y una botella de gaseosa Salyut.


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