Después de que Stoddard se hubiera ido, los chicos hicieron muecas en la puerta cuando él pasó.
Rider cogió el anuario de 1988 antes que Bosch, y éste se quedó con la edición de 1986. No esperaba encontrar nada de valor una vez que la señora Atkins había acabado con su teoría de que Roland Mackey había asistido a la escuela pero la había abandonado antes del asesinato. Ya estaba resignado a la idea de que la conexión entre Mackey y Becky Verloren -si es que existía- habría que encontrarla en otro sitio.
Hizo los cálculos mentalmente y pasó el anuario hasta que encontró las fotos de octavo curso. Rápidamente descubrió la foto de Becky Verloren. Llevaba coletas y aparatos en los dientes. Sonreía, pero daba la impresión de que estaba empezando ese periodo de incomodidad prepubescente. Revisó las fotos de grupo que mostraban diferentes clubes y organizaciones de alumnos a fin de determinar sus actividades extracurriculares. Becky jugaba al fútbol y también aparecía en las fotos de los clubes de arte y ciencia, así como en las de los representantes del alumnado en el consejo escolar. En todas las fotografías estaba siempre en la fila de atrás y hacia un lado. Bosch se preguntó si era el lugar donde la colocaba el fotógrafo o bien se sentía cómoda allí.
Rider se estaba tomando su tiempo con la edición de 1988. Iba pasando página por página, y en un momento dado sostuvo el volumen para que Bosch lo viera cuando estaba mirando la sección del claustro. Señaló la foto de un joven Gordon Stoddard, con el pelo mucho más largo y sin gafas. También era más delgado y parecía más fuerte.
– Míralo -dijo Kiz-. Nadie debería hacerse mayor.
– Y todo el mundo tendría que tener la oportunidad de hacerlo.
Bosch pasó al anuario de 1987 y vio fotos de Becky Verloren como una jovencita que parecía estar floreciendo. Su sonrisa era más plena, más confiada. Si todavía llevaba aparatos en los dientes ya no resultaban visibles. En las fotos de grupo se había situado delante y en el centro. En las fotos del consejo escolar todavía no era una delegada de clase, pero tenía los brazos cruzados en ademán de quien se sabe importante. Su pose y su mirada sin pestañear a la cámara le decían a Bosch que iba a llegar lejos. Sólo que alguien la había parado.
Bosch hojeó unas cuantas páginas más y cerró el anuario. Estaba esperando que sonara la campana para poder ir a entrevistar a Bailey Koster Sable.
– ¿Nada? -preguntó Rider.
– Nada de valor -dijo-, pero está bien verla en aquellos momentos. En su sitio. En su elemento.
– Sí, mira esto.
Estaban sentados uno enfrente del otro. Ella giró el anuario de 1988 en la mesa para que él pudiera verlo. Finalmente Kiz había llegado a la clase de segundo curso. La mitad superior de la página mostraba a la derecha a un chico y cuatro chicas posando en una pared que Bosch reconoció como la de la entrada del aparcamiento de estudiantes. Una de las chicas era Becky Verloren. El pie de foto decía «líderes de estudiantes». Debajo de la foto se identificaba a los alumnos y se mencionaban sus posiciones. Becky Verloren era representante en el consejo de estudiantes. Bailey Koster era la delegada de curso.
Rider trató de girar de nuevo el anuario, pero Bosch lo aguantó un momento para examinar la fotografía. Podía decir por su pose y su estilo que Becky Verloren había dejado atrás su incomodidad adolescente. No describiría a la estudiante de la foto como una niña. Estaba en camino de convertirse en una mujer atractiva y segura de sí misma. Dejó el volumen y Rider lo cogió.
– Iba a ser una rompecorazones -dijo Bosch.
– Quizá ya lo era, quizás eligió el corazón equivocado para romper.
– ¿Algo más ahí?
– Echa un vistazo.
Ella abrió otra vez el libro. Las fotos del viaje del club de arte a Francia el verano anterior ocupaban la doble página. Había fotos de una veintena de estudiantes, chicos y chicas, y varios padres o profesores delante de Notre Dame, en el patio del Louvre y en un barco turístico en el Sena. Rider señaló a Rebecca Verloren en una de las fotos.
– Fue a Francia -dijo Bosch-. ¿Y?
– Podría haber conocido a alguien allí. Este asunto podría tener una conexión internacional. Quizá tendríamos que ir allí y comprobarlo. -Estaba tratando de contener una sonrisa.
– Sí -dijo Bosch-. Haz una petición y envíala a la sexta planta.
– Vaya, Harry, me parece que tu sentido del humor sigue retirado.
– Sí, supongo que sí.
El sonido de la campana de la escuela terminó con la discusión y con las clases del día. Bosch y Rider se levantaron, dejaron los anuarios en la mesa y salieron de la biblioteca. Ambos siguieron las indicaciones que les había dado Stoddard hasta el aula de Bailey Sable, esquivando por el camino a estudiantes que se apresuraban a salir de la escuela. Las chicas llevaban faldas lisas y blusas blancas, los chicos pantalones holgados y polos blancos.
Miraron por la puerta abierta del aula B-6 y vieron a una mujer sentada ante su mesa, en el centro de la parte delantera de la sala. No levantó la cabeza de los papeles que aparentemente estaba clasificando. Bailey Sable apenas se parecía a la delegada de la clase de segundo curso cuya foto Bosch y Rider habían estudiado en el anuario. Tenía el pelo más oscuro y corto, y el cuerpo más ancho y pesado. Como Stoddard, llevaba gafas. Bosch sabía que sólo tendría treinta y dos o treinta y tres años, pero parecía mayor.
Había una última estudiante en el aula, una chica guapa y rubia que estaba metiendo libros en una mochila. Cuando terminó, la joven cerró la cremallera de la mochila y se dirigió a la puerta.
– Hasta mañana, señora Sable.
– Adiós, Kaitlyn.
La estudiante miró a Bosch y Rider con curiosidad al pasar junto a ellos. Los detectives entraron en el aula y Bosch cerró la puerta. El sonido provocó que Bailey levantara la vista de sus papeles.
– ¿Puedo ayudarles? -preguntó.
– Quizá pueda -dijo Bosch, tomando la iniciativa-. El señor Stoddard dijo que podíamos venir a su aula. -Se aproximó al escritorio.
La profesora lo miró con cautela.
– ¿Son ustedes padres?
– No, somos detectives, señora Sable. Mi nombre es Harry Bosch, y ella es Kizmin Rider. Queremos hacerle unas preguntas sobre Becky Verloren.
Ella reaccionó como si acabaran de darle un puñetazo en el estómago. Después de todos los años transcurridos la herida seguía a flor de piel.
– Oh, Dios mío, oh, Dios mío -dijo.
– Lamentamos sobresaltar la con esto de repente -dijo Bosch.
– ¿Ha ocurrido algo? ¿Han encontrado a…? -Sable no terminó.
– Bueno, estamos investigando otra vez -dijo Bosch-. Y podría ayudarnos.
– ¿Cómo?
Bosch hurgó en el bolsillo y extrajo la foto de ficha policial que había sacado del archivo del Departamento Correccional. Era un retrato de Mackey de cuando era un ladrón de coches de dieciocho años. Bosch la puso encima de los papeles que la profesora había estado clasificando. Ella la miró.
– ¿Reconoce a esta persona? -preguntó Bosch.
– Fue sacada hace diecisiete años -añadió Rider-. Alrededor del momento de la muerte de Becky.
La maestra observó la expresión desafiante de Mackey ante la cámara policial. No dijo nada durante un buen rato. Bosch miró a Rider y asintió, una señal de que quizás ella debería tomar la iniciativa.
– ¿Se parece a alguien que usted o Becky o alguno de sus amigos pudieran haber conocido entonces? -pregunto, Rider.
– ¿Vino a esta escuela? -preguntó Sable.
– No, creemos que no. Pero sabemos que vivía en esta zona.
– ¿Es el asesino?
– No lo sabemos. Sólo intentamos determinar si hay una conexión entre Becky y él.
– ¿Cómo se llama?
Rider miró a Bosch y éste asintió de nuevo.
– Se llama Roland Mackey. ¿Le resulta familiar? -En realidad no. Me cuesta acordarme de entonces.
Recordar las caras de desconocidos, quiero decir.